miércoles, 8 de julio de 2009

El roce de la difunta



Los techos de los autos, en esa fila interminable, brillaban como las escamas en el lomo de una serpiente quieta, pesada, haciendo la digestión bajo un sol ondulante. Y él, en ese vaho de motores recalentados, sobre la General Paz mano hacia el río, ciego de resolana, se embriagaba en su propio perfume, estridente y dulzón como las flores de su corbata. La camisa celeste flúo combinaba con el saco azul cruzado, con botones dorados, que tenían grabada una "C" enlazada con un ancla. Corrigió el pliegue de los pantalones pinzados de color gris, mojó el dedo índice con saliva, y raspó con la uña la mancha minúscula en el zapato náutico marrón. Se encontró en el reflejo de la ventanilla y buscó su mejor perfil. Se pasó la mano por el pelo peinado hacia atrás con gel de efecto húmedo. Aburrido, miró al resto de los pasajeros y se compadeció de ellos. Los vio descoloridos, opacos, idénticos en su deformidad. Sacudiéndose una idea, se apuró a concluir en que él era distinto. A éstos, los deformes, y al resto de los chicos de su edad. En la antigua situación familiar, nunca había tenido que preocuparse por el futuro. Más allá del ultimátum que la madre le había impuesto para que buscara un trabajo en forma urgente, sabía que las cosas, de un modo u otro, terminarían por darse, naturalmente. Y ahora, al primer intento formal, el destino ya le mostraba una sonrisa cómplice. Era representante exclusivo de una prestigiosa empresa informática.


Vendía cursos de computación a cambio de una comisión sobre las ventas. Todas las mañanas, desde hacía un mes, tomaba el tren Sarmiento en Ramos Mejía, hasta Liniers, y después el colectivo de la línea número 28, hasta puente Saavedra. Bajaba la escalera de la General Paz y atravesaba esa sombra densa, húmeda de vapor de meos, y aparecía del lado de provincia, sobre la flamante avenida Maipú. Que a esa altura es una especie de mini mercado persa, donde se vende de todo en las veredas, en especial, cosas inútiles. Y está La casa del Control Remoto, la casa del Auto Stéreo, la casa de la Medibacha, la casa del Superpancho, y así. Y es todo polución humana, y todo tiene olor, y todo brilla, y todo tiene musiquita. Los ringtones con música de cumbia lo hacían saltar si lo pescaban distraído. Ofendido, caminaba las cuatro cuadras esquivando a esa gente lenta, que parecieran tener todo el tiempo del mundo para embobarse con un trompo de lucecitas que giran sobre un cartón corrugado. Pasando la estación Del Valle, en el número 486 de Maipú, quedaba "New World", la empresa en cuestión. De afuera, era una puerta con rejas pintadas de blanco que no decía nada. Una escalera de mármol con pasamanos de madera llevaba a un primer piso, donde esperaba una secretaria que miraba con cara de no tener idea de la vida. Pasaba horas en su escritorio, entre la apatía y el sobresalto. Era un espacio, grande, acondicionado, con piso en damero y paredes también pintadas de blanco. Había dispensers de agua fría y caliente, helechos colgantes y divisiones de durloc. Desde muy temprano, en dos de los tres compartimientos se daban los cursos. En el tercero esperaban los jefes: dos hombres de camisa arremangada y abierta hasta la mitad del pecho, bronceados y sonrientes, parecidos entre sí por lo macanudos. Afables exagerados, trataban a los nóveles vendedores con más afecto del esperable. Se las ingeniaban para retener el nombre de pila de cada uno de sus "discípulos". Si alguno ya venía con apodo de familia, mucho mejor. Con fingido interés reclamaban el mismo trato para ellos, mucho beso en la mejilla, mucha palmada en el hombro. Uno contaba la primera parte de un chiste y el otro decía el remate. Entrar en ese ámbito moderado, fresco, era penetrar un halo de protección frente a la realidad de afuera, que ardía en las veredas. La computación era el futuro, y ese futuro era blanco, eficiente. Perfecto.


Algo cambiaba en él a medida que iba subiendo esa escalera. Entusiasmado se abrazaba a sus compañeros, chicos y chicas, todos muy jóvenes, animados, todos íntimos a pesar del poco tiempo. Parecían huérfanos, los hermanaba una euforia como de secta religiosa. Después se hacía un silencio y los jefes se ponían serios. Y a continuación, daban las indicaciones para atacar las zonas definidas para esa semana. Como parte de la operatoria, todos los días un ejército de encuestadoras rastrillaba el terreno buscando posibles interesados, que completaban una primera solicitud de visita, donde se evaluaba de 1 al 5 su nivel de conocimientos. En dos pizarras, los jefes anotaban con marcador rojo lavable los nombres de cada uno de los vendedores. Y al lado, en otro color, el número de un cuadrante delimitado por cuatro calles dentro del mapa. Cada uno recibió una pila de fichas con direcciones para visitar en los próximos días. Esa semana trabajarían en Martínez, y a él le tocaba un radio de doce manzanas a un costado del Hipódromo de San Isidro. En esta etapa de entrenamiento, antes de salir al "encuentro del éxito" (como decían los jefes), formaban parejas para ensayar la rutina de venta. Y a su turno, él hacía de vendedor y decía el speech de atrás para adelante, sin errores, respirando y haciendo pausas en los momentos clave, para inducir curiosidad en el otro. La obligación tácita del partenaire en cada caso, era lanzar preguntas u objeciones que complicaran al que vendía. Y él se tomaba un tiempo y respondía a todo, razonando, combinando conceptos. Después, el grupo bajaba en olas que cruzaban la avenida por la mitad de la cuadra, "córranse que acá pasamos los distintos" parecían decir, y se colgaban del 60, entre las voces superpuestas de las chicas, y las piñas amistosas de los chicos.


Ya era jueves y ni una venta. Ni en la semana ni en el mes que ya cerraba. El sol de las tres de la tarde derretía la brea en las uniones del asfalto. Debajo del casquete seco de gel masculino, le ardía la cabeza. En los jardines anchos de césped con riego artificial, un perro lo miraba pasar. A lo mejor levantaba el hocico buscando su olor en el aire, en una de esas movía una oreja, o bostezaba sin más. Cero ganas de ladrar. No volaba ni un tábano, aflojó el nudo de la corbata con flores y buscó en la carpeta la próxima ficha. Había una chicharra que sonaba distinto, escuchó mejor; era una moladora en alguna casa cerca. Repasó los datos; Damián... 25 años... no sabe nada... Libertad 278...


La casa era distinta al resto de las casas de nuevo rico o rico de siempre. A diferencia de las fachadas de rejas altas bien pintadas, ésta tenía una ligustrina baja que no seguía ninguna línea, y baldosas de distintos colores y épocas, algunas medio resquebrajadas. El jardín era alto, caótico, tranquilo. Los árboles con ramas cargadas de hojas daban una atmósfera oscura, fresca, penetrada por finos haces de luz. Un par de pinos, un paraíso y un limonero gigante; los limones estallaban en las ramas y se pudrían en la tierra seca. Las moscas revoloteaban, alguna se paraba sobre la fruta reventada, frotándose las alas. La vista descubrió un camino irregular de piedras chatas. Iba hasta una casona antigua, de una planta, con una arcada al medio, vitrales de colores primarios y columnas romanas a ambos lados de la puerta principal. Buscó el timbre. No lo encontró. Creyó ver que una cortina se movía. Tragó saliva. Miró hacia las dos esquinas. Nadie. Los bichos le pasaban cerca. Se quitó el sudor de la frente con el puño de la camisa. Una de las hojas de la puerta se abrió, lentamente. Una mujer asomó la mitad del cuerpo y se quedó mirándolo. Después levantó una mano, saludando. Bajó los tres peldaños de la escalera de mármol gastado y se acercó por el camino, enérgica, pateando limones para un lado y para el otro. Cuando la tuvo más cerca notó que tendría sesenta largos, y una extraña jovialidad. Era bajita, usaba un vestido verde hasta la rodilla, de cuello redondo y mangas cortas, con motivos psicodélicos. Tenía hecha la permanente, y el pelo teñido de un rojo anaranjado que no llegaba a ocultar las raíces blancas. La sombra de los ojos era celeste con brillitos, las cejas estaban delineadas con marcador, o algo así. La boca era un rojo empastado, muy por encima del labio de arriba. La mujer sonrió amablemente. Él se concentró en las primeras líneas del speech:

-Qué tal ... buenas tardes señora, yo vengo de...

-¡Finalmente! Señor mío, pase por favor, lo estábamos esperando.

La mujer le tendió la mano; él se la tomó si apretar demasiado, observando las manchas de la piel, la cantidad de pulseras y el anillo de vidrios de colores. Ella señaló el camino con el brazo extendido. Le brillaban los ojos, parecía emocionada de verlo.

-Señora, mi nombre es...

-Sí, sí. La chica ya nos avisó -la mujer no lo soltaba-. ¿No le digo que lo estábamos esperando? Mi nombre es Gloria. Un gusto, eh. ¡Realmente! Ay...

Le mostraba todos los dientes sin dejar de sacudirle la mano. El tintineo de las pulseras se mezclaba con las chicharras, la moladora y el zumbido de las moscas.

-Pase, por favor. Calor, ¿no? Yo salgo tan poco que a veces ni me entero. Venga, ¿se toma un juguito? Dele.

Él logró soltarse, pero ella volvió a tomarlo del brazo con una mano firme, y juntos caminaron por el caminito.


La poca luz que que entraba por los vitrales y lograba traspasar las cortinas pesadas, le daba al ambiente un tono de ensueño. Una fina capa de polvo se veía volar entre líneas de claridad. Nada era de un color definido. El aire dentro de la casa parecía haberse detenido 30 antes. La multitud de retratos en las paredes parecían haber dejado de conversar entre ellos hacía apenas un segundo. El living se veía como un mercado de pulgas. Y olía de la misma forma. Hacia donde mirara había objetos de todas las formas y tamaños. Relojes a deshora, estatuitas de cerámica, sillones, silloncitos, mesas, mesitas y lámparas con tulipas ornamentadas. Arañas de cristales sin brillo que tintineaban, movidos por un vientito que llegaba de algún lado. Distraído, pasó la vista por un rincón oscuro, vio a alguien en un sillón y saltó del susto.

-Señor, le presento a mi hijo. Él es Damián. A él seguramente le da vergüenza que yo le cuente esto, pero hace días que lo espera. Que lo esperamos. Hace mucho que esperamos esta oportunidad. Usted lo viera, él suele ser tan tranquilo... ¡Pero últimamente se lo ve tan ansioso!

Sentado en un sillón angosto de terciopelo bordó, el chico lo miraba con una expresión curiosa, asimétrica. Nada parecía simétrico en ese cuerpo delicado. En la mirada, el mismo brillo que la madre. De pronto, toda su atención se fue sobre la pierna más corta. Sobre el zapato gigante.

-Y usted viera lo inteligente que es -dijo Gloria como adivinándole el pensamiento- Damiancito, saludá al señor.

En forma lenta, Damián levantó la mano huesuda, que quedó suspendida en el aire durante el tiempo en que él tardó en reaccionar. Hasta que dio un paso y la tomó, sin apretar demasiado.

-¿Qué hacés, che? ... mucho gusto eh -lo miraba a los ojos, fijamente, simulando naturalidad. No sabía qué decir. La mano era suave como la mano de una chica-. Decime: ¿cuántos años tenés? -no parecía de más de 14, aunque la ficha decía 25.

-Tiene 25 -contestó Gloria. Damián giró la cabeza hacia ella con alegría, desplegando una serie de tics. Él ahora trataba de zafarse de la mano con cuidado.

-Damiancito llegó tarde a nuestras vidas, y bueno, no ha tenido una existencia fácil. Ninguno de nosotros -Gloria suspiró, mirando al hombre en la foto desteñida sobre la mesa junto a Damián. -¡Pero es tan inteligente! ¿No, mi amor? -Damián se entusiasmó de golpe, moviéndose para adelante y para atrás.

-¿Se toma un juguito, señor? -y antes de esperar la respuesta, Gloria desapareció.

Se quedaron en silencio, observándose. Él no sabía si el chico, que sonreía dulcemente, era mudo, sordo o qué. De golpe, Damián empezó a hacer algo con las manos, moviendo unos dedos largos y ágiles en el aire. Él no supo qué decir, hasta que entendió. Era como si tocara el piano, o el teclado de una computadora.

-¿Ah, computadora? -dijo, queriendo ser gracioso, imitando el gesto encorvado- ¿querés aprender... computadora?

-¡El pianito! -interrumpió Gloria, que apareció a través de la puerta vaivén. ¿Querés mostrarle al señor cómo tocás el pianito? Ya te lo busco, amor. Tome, refrésquese -le entregó el vaso, y volvió a desaparecer.

Controlando los tics, Damián ahora examinaba cada detalle del saco, los botones y la corbata de flores. Él olfateó discretamente el vaso y sorbió sin sonido. Era una limonada ácida que lo hizo lagrimear. Damián se distrajo, espantándose una mosca imaginaria. Mientras lo miraba, él se preguntó qué cuernos hacía ahí. Le faltaba el aire. Ya medía la distancia hasta la puerta para salir corriendo, cuando en eso volvió Gloria. Traía un teclado Casio bajo un brazo y una tabla de planchar cerrada, bajo el otro. La ubicó frente a Damián, que ahora no paraba de moverse para los costados. Dispuso el teclado sobre la tabla y desenrolló el cable, que tenía un adaptador en el extremo.

-Usted no se imagina lo hábil que es mi hijo con las manos. ¿No, querido? -Damián dijo que si rápidamente la cabeza-. Y aprendió él solito, oyendo los discos de música clásica de mi marido. Un día, fuimos a visitar a unos amigos que tenían un piano de cola. Era hermoso, con teclas de marfil... y nunca lo tocaban. Y Damiancito pedía y pedía y no entendíamos bien qué era lo que quería, hasta que mi marido se sentó al piano, con él a upa -agachada, logró hacer la conexión con éxito. Se encendió una luz roja en el display del teclado.

-Y entonces... -dijo él. El vaso transpiraba.

-Y empezó a tocar. Nadie entiende cómo. Pero supongo que lo tomamos como algo natural. Algo maravilloso. Como una bendición. Tocó y tocó y no tendría más de dos años, y bueno, ya tenía la piernita así, y nunca había hablado. Siempre habíamos imaginado que algo no andaba bien. Pobre ángel. Acababan de diagnosticarle su condición. Y los médicos nos recomendaron que lo dejemos tocar, que le iba a hacer bien. Entonces le compramos este pianito, y no dejó de tocar nunca más. Y es una belleza como toca. ¿Vio las manos que tiene? -Damián se las mostró-. Dentro suyo, su mente está intacta -Damián la seguía con atención-. Por eso, cuando la otra vez nos visitó esa chiquita, tan amorosa, a mí se me ocurrió que podía ser una gran oportunidad para él. La computación, digo. Una salida laboral para cuando yo no esté. Y la pobre chica no sabía bien qué decirnos, me explicó que la empresa tenía que evaluarlo. Porque no era un caso común. Y aquí me tiene, emocionadísma; hace días que espero mirando por esa ventana. Yo le agradezco tanto, vea, que finalmente se haya acercado a estudiar el caso en persona.

Gloria lo tomaba de los hombros. De nuevo, el brillo en los ojos. Damián los miraba, divertido.

-Bueno, este ... está bien, y ... -atinó a decir, tratando de sacudirse de ese estado irreal. Al escucharse la voz, entendió que él también era parte de la escena.

-Tocale algo al señor para que vea, querido. Tocale algo lindo. Venga, tome asiento -y en ese espacio laberíntico, él se dejó guiar hasta un sillón, como si también tuviera problemitas.


Damián cerró los ojos y respiró hondo. Empezó a balancear el cuerpo antes de tocar una nota. Abrió los ojos y apoyó suavemente las manos, que se movieron de forma elegante, rozando las teclas apenas con la punta de los dedos. Y se oyó una melodía algo triste, pero hermosa, que marchaba hacia adelante. Como una procesión. Con un lei motiv que se repetía; una y otra vez, en distintas variaciones.

-¡Ah! qué belleza ... la "Pavana para una Infanta Difunta", de Ravel -le dijo Gloria, al oído, con los ojos cerrados-. Escuche.

El teclado de Damián emulaba el sonido de una orquesta, con un color sintético, digital. En una mano llevaba la melodía principal, la de los vientos, y en la otra, la de las cuerdas. Se movía con gracia, acentuaba las notas con el cuerpo y la expresión de la cara, de la que ahora tenía todo el control. Dibujaba con las manos extraños rulos hacia arriba, que eran como signos de pregunta: las cuerdas se preguntaban algo, quizás clamaran por lo injusto de la muerte de la infanta, y los vientos respondían, quizás ahora pasara a una vida mejor. Damián se mecía en los pasajes más suaves, endurecía la cara y abría los ojos en las partes más intensas. Y ahora ocupaba toda la habitación con ese cuerpo de alien. Los bracitos parecían flotar, y cerca del final, las cuerdas y los vientos daban juntos un acorde grave, dramático. Después, la melodía volvía a repetirse, pero el acorde era más optimista. Hundido en el sillón, con ese traje y las manos en las rodillas, él se sintió ridículo. Estaba a punto de llorar. Un frío le corrió por la piel, como si la difunta hubiera rozado su cara con la yema de los dedos.


Damián sostuvo el último acorde, concentradísimo, hasta que lo dejó ir. Y fue volviendo de a poco a ese cuerpo encorvado, a esa sonrisa amable, agradecida. Y así se quedó, mirándolos, como si nada. Los tics fueron volviendo y Gloria se levantó para aplaudir, tomó la mano del Damián y se la llevó al pecho. Mientras, él emergía del sillón como si nadara desde el fondo de unas aguas muy profundas. Cuando encontró sus caras en la superficie, notó que esperaban una respuesta. Respiró profundo, sintió el oxígeno llegando al cerebro, y arrancó con el speech. Gloria y Damián lo escuchaban atentos, se miraban, y sonreían. Él avanzaba sin cometer ni un error, rodeándolos con palabras, inventando en el momento conceptos nuevos de marketing. Ahora caminaba por el living, esquivando los muebles de memoria. Detalló los contenidos del curso introductorio, habló del software y el hardware, pronunciando en un inglés perfecto. Hizo pausas donde había que hacerlas, para saber si había alguna pregunta, y como no hubo ninguna, siguió adelante. Gloria daba aplausitos contra en pecho. Damián se movía en el lugar, y de la alegría, la cara que se le iba para cualquier lado. Hasta que llegó el momento de mostrar el formulario reluciente que había que llenar con los datos del nuevo alumno. Madre e hijo lo miraron como si fuera una valija abierta llena de lingotes de oro que emitían un destello enceguecedor. Damián se movía hacia adelante y hacia atrás. Gloria se agitaba de emoción. Él sacó su lapicera fuente y lo completó con letra de imprenta, toda igual y bien prolija. Gloria guió la mano de Damián para hacer una firma temblorosa, y le estuvieron eternamente agradecidos, le ofrecieron otro jugo, y parecía que no los soltaban más. Les dijo que un cobrador pasaría la semana que viene por la primer cuota, y si todo estaba bien, a la semana siguiente podría empezar. Guardó la lapicera en el bolsillo del saco, se ajustó el nudo de la corbata con flores, agarró los folletos y los metió así nomás en la carpeta. Damián se levantó por primera vez, lo ayudaron entre los dos y caminaron los tres por el caminito. Él seguía hablando hasta por los codos de megas de memoria RAM, y un vecino que entraba no entendió ni medio. Él se despidió con la mano en alto, y desde mitad de cuadra quedó en volver a visitarlos cuando anduviera cerca. Sintió que la sien le latía muy fuerte, y dobló la esquina caminando rápido. Nunca presentó el formulario, nunca más apareció por la empresa.





Junio de 2009.










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