martes, 3 de junio de 2014

Carne cortada a cuchillo





       Y así fue que me me di cuenta de que estaba encerrado en el cuerpo de Narda Lepes.
Me despertó el silencio. Hubo algo, un intervalo sutil en el ritmo de la respiración, una variante, y al ver que no era yo el que la controlaba reaccioné paralizándome. Noté que a mi alrededor la oscuridad latía de una forma distinta. No me sentía en el centro de mi espacio: mi espacio estaba ocupado por alguien más, o más bien yo estaba ocupando el suyo. Era una presencia indivisible de mí y a la vez ajena. Esperé a que pasara algo, algo inesperado, delirante, tranquilizador, que rompiera esa quietud, para que todo fuera un sueño después del cual yo volvería a ser yo. Pero, ¿quién era yo?
Nada. La respiración seguía ahí. Fluyendo sin inconvenientes, tersa, femenina, tranquila, agitándose cada tanto en un ronquido pastoso. Ante la nueva situación opté por no desesperarme. Afiné los sentidos y empecé a distinguir el eco de una voz, muchas voces yendo y viniendo, como conversaciones fuera de foco, en blanco y negro, pensamientos lejanos y deshilachados. "Utilísima", fue la única palabra que logré separar del resto, y en ese momento el cuerpo que me contenía se contrajo. Dejó salir un suspiro y cambió la posición; quedó de costado, con un pie afuera de la sábana.

El cuerpo se impulsó hacia adelante como levantado por una fuerza sobrenatural y yo me trasladé con él, un poco aturdido por el cambio de posición y la velocidad. Podía sentir el frío erizando cada uno de los pelos de esa piel extraña como si fuera la mía. Después hubo un click, seguido por un halo de luz envolvente; en el baño la hipernitidez de los objetos me golpeó. El blanco del azulejo emitía una especie de vibración ondulante. Nos sentamos. El sonido del líquido saliendo del cuerpo y el burbujeo tibio me tranquilizaron. Cuando me estaba relajando de repente sentí un vacío; algo estaba incompleto definitivamente. El papel arrugado cayó dentro del cesto. Ahí la vi por primera vez: parada frente al espejo, iluminada y pensativa, perfectamente desnuda; una escena que después iba a convertirse en un ritual nocturno. Los ojos negros, tristes, inexpresivos, como los de una vaca, se miraban en el reflejo. Abrió el agua caliente y la dejó correr. Recogió el pelo en una cola tirante y se observó de costado, hundiendo las mejillas para disimular la redondez de su cara. Aproveché para estudiar mi nuevo cuerpo con atención. La piel era muy blanca, colgaba de los brazos y se acumulaba debajo del mentón, alrededor de la cintura y en las piernas. Como si hubiera detectado el foco de mi atención, sopesó el volumen de las tetas, que caían, laxas; primero una, después la otra. Pellizcó el costado de las piernas y estiró la piel que sobraba. Acá hay carne de sobra para trabajar, pensé, y de golpe tuve un extraño recuerdo de mí mismo en un depósito destruido, hundiendo la hoja de la cuchilla en un pedazo de carne roja, fresca y sangrante, con la firmeza del artista ante su material. 
En ese momento la escuché hablar, y el vapor del agua disolvió la imagen en mi mente.
-Narda Lepes, escuchame bien: chau Gourmet, hola Utilísima.
Sonrió, satisfecha.
-Vas a aceptar la propuesta -siguió diciendo, mirándome con los ojos llenos de decisión (¿podía verme?).
Narda, qué lindo nombre, me acuerdo que pensé.

El pase de Narda de un canal a otro fue considerado el pase del año. Tomó a todos por sorpresa y relanzó su carrera en una dirección completamente nueva. Yo no podía ejercer sobre ella ninguna fuerza o impulso directo, sólo conseguía inducirla sutilmente con ideas que me costaban mucho trabajo transmitir, pero que a la larga daban resultado. Generalmente pasaba de noche: Narda hacía llegar su cuerpo hasta el baño y pasaba largos minutos mirándose en el reflejo, observando cada zona de su desnudez como si trazara imaginariamente líneas de puntos que delimitaban cortes posibles (¿o era yo el que lo hacía?). Yo había empezado a tener recuerdos, primero difusos y después cada vez más nítidos de mi vida anterior como Jorge Manfreddi, el artista de la carne, y veía toda su extensión como un terreno fértil para experimentar. Por momentos ella me miraba directamente (porque a veces yo creía percibir que era capaz de verme), y así, oculto detrás de sus ojos, la oía repetir en voz alta las ideas que asumía como propias, pero que habían sido sembradas por mí. Así iba tomando decisiones que la ayudaban a posicionarse cada vez mejor. Hasta que su única competencia fue ella misma; Narda, una versión más flaca, antipática y joven, trozando pescado crudo en las repeticiones del canal que había ayudado a construir. En ese nuevo proceso abandonó la mentira del sushi para abrazar la causa de la carne, la nobleza del asado, los guisos y comidas más sustanciosas, retomando la tradición hipercalórica de Doña Petrona. Precursora de la verdadera cocina argentina, herencia de las distintas oleadas de inmigración. Mis padres, la educación que me dieron y el primer trabajo en La Farola de Cabildo... de a poco fui reconstruyendo mi memoria. A menudo me sentía nostálgico. Pensé mucho en el Di Tella y en una de mis primeras obras: la milanesa mapamundi y su división geopolítica.

En muy poco tiempo Narda se convirtió en una celebridad nacional. No dejaban de llegarle ofertas para televisión; ahora los decorados racionalistas eran reemplazados por cálidas cocinas de estilo colorinche, iluminadas con luz natural. También había contratos publicitarios o ideas para comercializar productos orgánicos con su nombre. De noche ella seguía buscando en el fondo de su imagen antes de tomar la decisión correcta. Si firmar con aceite Masotta, aparecer en una publicidad de shampoo Robirosa, hacer una campaña gráfica para las ollas y sartenes de teflón marca Perlongher, o todo eso a la vez. Yo la veía ensancharse y me sentía llamado a hundir el filo en esa pulposa generosidad. A medida que volvían los recuerdos fui evocando la que había sido mi mejor obra: mi propia muerte. La escena fue llegándome por partes, cortada en pedazos, tal como había sido llevada a cabo, hasta que la idea de repetirla se volvió una obsesión. Ahí estaba la lima de uñas con su brillo titilante, ahí la tijerita china y ahí el alicate; ávidos, invitadores, como una tentación permanente.

El conjunto de rock progresivo Los Babasónicos cerraba el año en el estadio Luna Park, donde yo había visto pelear a Monzón en el ´72. Para festejar el fin de la primera temporada en el nuevo canal, Narda movió influencias y logró ser invitada a reunirse con el grupo en camarines, para brindar después del concierto junto a otras celebridades. Nada le era negado en su status de joven luminaria gastronómica. Embutió su cuerpo en un vestido negro muy corto, esparció un poco de color sobre las mejillas, metió rouge, algo de plata y las llaves del auto en una cartera diminuta, se montó en unas plataformas de corcho y allá fuimos. La música de esos muchachos era una cosa indescriptible, estridente, aunque por momentos me hacía pensar en el Club del Clan. La mirada de Narda rápidamente se posó en el hombrecito de la voz (esa voz), y se quedó imantada a él, como las luces que lo seguían por todo el escenario. El público enloquecía, la gloria parecía sonreírle y él bailaba para ella, en su conjunto de malla y plumas blancas, actuando el personaje de cisne a punto de exorcizar un espíritu del mal. Dos horas después atravesamos un pasillo húmedo y oscuro, logramos pasar la puerta custodiada e ingresamos en el aroma dulzón del sahumerio. Adentro el clima era distendido: luces tenues, música hindú y telas de géneros exóticos. Estábamos rodeados de elefantes rojos con cuernos afilados, enigmáticas diosas de ocho brazos que tocaban la flauta o el laúd, rinocerontes, tigres, dragones y flores de loto bordadas en hilos de oro. En el ambiente flotaba un murmullo suave, la banda descansaba desperdigada entre los invitados, que fingían no reconocer a Narda. Ella conversaba acelerada con cualquiera que pareciera importante, sin dejar de sonreír ni jugar con la mano en el pelo. De repente, en el fondo de la habitación hubo un pequeño movimiento. Un velo se descorrió muy despacio y apareció él; Dárgelos, el líder miniatura. Pude sentir el suave mareo de Narda; la vista se le nubló al verlo. Todo quedó en suspenso: la música, las conversaciones y las miradas que se dirigían hacia él. Hasta que el duende guiñó un ojo y la escena volvió a cobrar vida. Intercambió palabras con alguien sin darle la menor importancia. Narda lo seguía por el costado del ojo hasta que él la detectó. Luego delineó una sonrisa triunfal y se acercó estilizadamente. Palpitaciones. Narda lo miró desde arriba cuando lo tuvo enfrente. "Me encanta lo que hacés", dijo él, y ella exhaló un largo suspiro.

Experimentar la sensación de la carne siendo penetrada por la carne fue algo completamente nuevo para mí. Podía sentir el flujo de la sangre, los vasos dilatados, las encimas siendo liberadas y los músculos abriéndose. Había trabajado con todos esos elementos y ahora los veía en acción desde adentro. Todo un organismo enloquecido en función de recibir a un cuerpo nuevo. La fuerza del orgasmo en borbotones formaban tramas caleidocópicas detrás de los ojos de Narda. Ella empezó a estar distinta, y creí percibir el amor en su nueva actitud. En la piel rejuvenecida, en su expresión rozagante, en la forma distinta de brillar que tenía su pelo. Y en la mirada, que parecía haberse aclarado. Se había vuelto expresiva. El arco del día transcurría entre reuniones, nuevos proyectos, grabaciones en Utilísima y almuerzos al sol. De noche las sensaciones se multiplicaban, y los encuentros frente al espejo empezaron a ser más espaciados. Eran sólo momentos fugaces en los que ella le daba un uso ordinario al reflejo, meramente práctico: para lavarse, vestirse o maquillarse, como si hubiera dejado de verme. Yo aprovechaba para pensar en las posibilidades expresivas de trabajar la textura, la consistencia, la resistencia, la docilidad, la suavidad, la entrega de su carne.

Después de un tiempo noté algo muy extraño: empecé a percibir un pulso, un latido distinto al de ella. Al principio era muy débil, casi imperceptible, pero de a poco se fue haciendo cada vez más fuerte. Por momentos ambos latidos llegaban a sincronizarse, y la vibración se potenciaba. El cuerpo entró en una fase de ebullición, todo fluía con velocidad alrededor mío. Nuevas sustancias, nuevos tejidos, nuevos colores, la carne mutaba, se transformaba, se expandía. El latido se volvió una presencia permanente, y así empezamos a cohabitar, como si fuéramos compañeros de pieza. Los encuentros frente al espejo volvieron a ser habituales; ella se desnudaba y pasaba largas horas observándose. Los cambios que yo notaba eran visibles en su imagen. La mirada era fresca, luminosa, tranquila, la piel se renovó por completo y la cara tomó un tono de rubor permanente. El cuerpo adquiría grosor, crecía en todas direcciones. Ella dejaba las manos sobre la panza y así se quedaba, meciéndose de un lado a otro en un silencio absoluto.

Esa noche el duende bailarín se hizo presente y ella cocinaba para él. Mientras cortaba echalottes, tuvo un sobresalto cuando él descorchó un espumante, y del susto se abrió una mano. El dolor atravesó la piel y llegó hasta mí; eso me puso en alerta. Narda corrió al baño, se encerró y dejó al cisne del otro lado de la puerta. Él preguntaba si estaba todo bien, avisando que si el corte era profundo prefería no verlo. Ella dejó correr el agua para apaciguar el dolor y la sangre que empezaba a salir. La sangre era distinta de la que moría mes a mes: aquella era densa, oscura, tenía otra viscosidad. Esta era clara, bien roja y llena de vida. Fluía junto con el agua y se iba en remolinos que deformaban el reflejo de Narda. De pronto toda mi atención fue hacia la cuchilla que había quedado sobre el lavatorio. El brillo afilado me mareó. La cerámica blanca estaba salpicada de rojo. Por un segundo todo dio vueltas. Era el momento. Usé toda mi voluntad para aprovecharlo. Ella no parecía preocupada por el tajo: sólo miraba cómo se escurría el líquido rosado, distraída en un pensamiento fugaz (¿estaría recibiendo la orden que yo le daba?). Me concentré para enfocar mi energía. Ella agarró la cuchilla y la frotó muy lentamente contra el delantal mientras se miraba en el espejo. Sonrió. Levantó el filo y dividió el aire. Maniobrando con la mano ocupada abrió el botiquín y extrajo un pedazo de gasa. Se ayudó con el antebrazo de la mano herida y la cortó por la mitad. Dejó la cuchilla y presionó la gasa sobre la lastimadura. Volvió a observar fijamente su imagen, sin dejar de sonreír. "Le vamos a poner Jorge", dijo, y ya no tuve dudas de que esta vez realmente me miraba a mí.


Diciembre de 2012.