lunes, 25 de julio de 2011

Tres Bocas





Flotando en la colchoneta, desde abajo veo flecos de sol entre las hojas del sauce, que llora sobre mí. Las ramas tocan el agua, agarro una y siento cómo la corriente empuja, mansa, queriendo llevarme de vuelta al muelle. La rama se estira hasta que me suelto, y me voy yendo, aleteo con un solo brazo y empiezo a girar. Sigo girando con los ojos cerrados, y ahora, en vez de ser yo la que se mueve, es la tarde la que da vueltas a mi alrededor. El sol, el perrito que me ladra, las chicharras, las voces y el tintineo de los cubiertos en el muelle de enfrente: todo se funde. Aflojo las tiras de la bikini, abro un ojo y veo a Fabi sentada en el borde, allá arriba. Se hace sombra con una mano, suspira y sonríe satisfecha. Tiene los párpados bajos y me mira como si hubiera comprobado algo. Como si esta imagen de mí, girando distraída en el agua, fuera la imagen poética que ella imaginó. Fabi insistió para que viniera nadando hasta el sauce, me explicó su técnica para arrojarse de panza a la colchoneta sin meter los pies en el barro apestoso del fondo. Sugirió que intentara lo de la rama, soltarse y dejarse llevar, todo eso. Al principio dije que no, gracias, estoy medio borracha y sólo quiero flotar. Hizo un silencio y volvió a insistir, quería convencerme de que en realidad era yo la que tenía muchas ganas de hacerlo. Le di el gusto, como siempre; fingiendo que me daba lo mismo. Y mientras nadaba la veía acompañarme desde la orilla, caminando a la par de la colchoneta, abanicándose con el sombrerito celeste. Ahora se levanta, me saluda con una mano y se va. Vuelve para la casa, dice que el sol está muy fuerte.
Estoy haciendo malabares en el muelle para no tocar el barro del fondo, y me llega la conversación de las chicas, en tonos agudos que serpentean. Subo la escalera chorreando agua y dejo la colchoneta al sol contra la ligustrina. Cuando aparezco, la conversación entra en tiempo muerto para cambiar el switch hacia temas más generales. Las chicas me miran de reojo y se sonríen. Me escurro el agua del pelo y recibo el reto de Fabi, que señala las marcas de la bikini en mi espalda. Me lanza el protector sin avisar y reacciono atrapándolo en el aire. En eso veo que me quedé sin reposera. Arriba, contra el cielo, las copas de los árboles más altos apenas se mueven. Como si observara lo mismo que yo, Fabi comenta que en invierno el soplido del viento en las ramas la pone triste. Soledad baja de la casa con otra vuelta de Campari y pomelo; mueve la bandeja en el aire y me la enchufa adelante. ¿Otro?, sonríe. Ya me tomé tres, o cuatro, me excuso. Dale, está suavecito, insiste. Tengo protector en los dedos, y se pone impaciente. Termina agarrando uno y me lo entrega, guiña un ojo, y dice que en la mesita hay pan con queso azul. 
Desde el agua veo pasar caminando a un grupo de yanquis, que me lanzan miradas fugaces, impasibles, como si yo fuera algo autóctono, apenas una parte móvil de la naturaleza. Van como si les diera lo mismo el Tigre, Caminito o el Obelisco. El ecosistema entero se detiene, una nube zumbante de bichos se abre en dos para dejarlos pasar con su griterío. El perrito de antes olfatea el aire, que todavía se mueve, y sale del fondo de la siesta a chumbar. Me impulso con los brazos y la colchoneta avanza a la par ellos. Pataleo fuerte, alborotando el agua para llamar su atención. Uno de los chicos se da vuelta y me mira con curiosidad. Es muy rubio, o pelirrojo, dice algo que no entiendo, y me saca una foto.

***

Lo amargo del pomelo cae por mi garganta. Ana va relajándose de a poco sobre la manta prolijamente extendida. Toma tragos cortos y sonríe detrás de unos Ray-Ban espejados, tipo Top Gun. Hoy se pintó las uñas de los pies de color rojo cereza. Se ve que está contenta. La sonrisa de Itatí me reconforta, parece atrapar la vida en el movimiento de sus manos. Repito su nombre para mí misma, con acento del litorial: Iii, taaa, tíiii... El pelo largo y negro, en hebras, y el tono oscuro de su piel me hacen pensar en tierra colorada, en una selva fresca, sombreada, tranquila. Con su vocecita cuenta cómo va creciendo la panza, y se fastidia cuando relata que todo el mundo la previene sobre ésto y sobre aquéllo. Dolores, molestias, peligros, precauciones. Se queja de que ahora todos son expertos, y nos reímos con ella. Par hacerse problemas todavía hay tiempo, dice, ya se verá; por ahora es todo disfrute. Cuando termina de hablar, sin darnos cuenta todas estamos diciendo que sí con la cabeza. Itatí sabe, Itatí entiende.
Dos viejitos encorvados inician una larga maniobra para bajar a un bote de remo. Parecen hermanos, los cuerpos están como caídos, pero en buena forma: fibrosos y muy bronceados. La piel hace juego con el barniz gastado del casco. Uno se sienta en el banco móvil, y se afirma a los remos con un jadeo suave. La madera cruje, y el otro da las indicaciones para salir al Sarmiento. Impulso la colchoneta hacia un costado para que puedan girar; el bote es largo y mueve el agua en ondas lentas, que me balancean. Cuando se están yendo, el que rema me saluda con un despiste simpático. Inclina la cabeza, como si yo fuera otra embarcación. El otro no hace ningún gesto, sólo comenta que el río está bajando.
El cuerpo de Ana se tensa en cada movimiento. Está muy concentrada y se anticipa a todos mis golpes, súper atenta a la pelotita roja. Es como si cada jugada sucediera primero en su mente. Veo mi brazo surcar el aire como un reflejo de otra época. El cuerpo tiene memoria, pienso, mientras le doy efecto a un revés, con la muñeca bien firme. Ana se adelanta y la pelotita no llega a tocar el pasto. Por el costado del ojo percibo que las chicas dejaron de hablar, dieron vuelta las reposeras y ahora las cabecitas siguen cada punto. Desde algún lado llega el eco de voces jugando en el agua. Ana sacude un derechazo y me estiro en el aire, en un aspaviento heroico. Mientras caigo, la pelotita se pierde en la ligustrina de atrás. Pedimos permiso y la buscamos en la casa de al lado, entre pilas de leña húmeda. En mi mente veo la imagen de la pelotita, revelándose en un hueco oscuro, entre telarañas, como si estuviera haciéndonos un chiste. Seguro que Ana y yo la perdonaríamos, para poder seguir jugando. Por favor, por favor, aparecé. Aunque las chicas nos ayudan a buscar, no va a aparecer nunca más. Fue demasiado corto, nos quedamos un poco tristes.

***

El último rayo de la tarde se derrite en el hielo de mi trago, y me lo tomo de un solo envión. Acompañamos a Itatí a tomarse la lancha colectiva en Tres Bocas. Tres Bocas, recuerden: Muá, Muá, Muá, decía Fabi en el mail con las indicaciones para llegar. Una por una vamos besando y abrazando a Itatí, que nos dedica una sonrisa final de dientes grandes y blancos. A coro le deseamos lo mejor para la panza, nos estamos viendo en marzo, dice. El marinero le extiende una mano firme, e Itatí estira la pierna divertidamente. La lancha se separa del muelle y seguimos viéndola por la ventana; ya está distraída en cualquier cosa. Con Itatí se va un poco de nosotras, de las que fuimos en este día. La vida sigue, dentro de ella.
Soledad decreta que habrá una última ronda de Campari antes de la actividad propuesta por Fabi: salir a explorar la selva. Fabi pasa revista a nuestro calzado, y nos advierte que el camino será difícil. Descubre mis ojotas y hace un gesto negativo, como diciendo: yo no… Bordeando la isla pasamos por casitas sencillas, pero lindas. La gente descansa en los jardines, espantándose los mosquitos, o aprovecha para hacer algún arreglo. La mayoría son artistas, y aunque varios sólo alquilan por los fines de semana, ya hay un vínculo como de exiliados. Buenaass, dice Fabi, que conoce a todo el mundo, o más bien todos la conocen a ella, y le devuelven el saludo con alegría. Hay un clima expectante, como de fiesta: esta noche actúa una banda de fox-trot en El Hornero, la parrilla que queda pasando el puente de Tres Bocas. Todos quieren saber si Fabi asistirá. Ella va repitiendo que es muy posible, y por lo bajo nos desliza la invitación para que la acompañemos. Las chicas responden que sí de una, yo pregunto qué es el fox-trot, para hacerme la graciosa. Pero nadie me contesta. Seguimos caminando y después, como una guía de turismo súper animada, Fabi nos indica qué mirar. Nos detenemos frente a una población de plantas alienígenas: un cúmulo de flores de color lila, que parecen copos de arroz inflado, grandes como una pelota de vóley. Fabi nos explica que durante el día la luz directa las vuelve blancas, y a la tardecita recuperan ese color lavanda. Ana y Soledad no paran de sacar fotos. Fabi sentencia que es en vano intentar atrapar tanta belleza en una imagen, y retoma la marcha. Las chicas revisan el display de sus cámaras, un poco desencantadas.
Las casas van desapareciendo. Cruzamos un cauce seco, haciendo equilibrio sobre un tronco tambaleante. A partir de ahí tenemos que seguir un sendero que de a ratos se hace invisible. La fila se va abriendo, los árboles se cierran, la luz ya casi no entra en esta atmósfera húmeda, palpitante. Voy última y me concentro en los talones de Ana, hasta que la pierdo. Me orientan el sonido de ramas quebrándose adelante, y los gritos de nuestra líder, que pregunta quién tiene el Off. Esquivo bichos grandes que vuelan directo a los ojos y zumban en los oídos. Hay un olor espeso en el aire. Como si algo estuviera pudriéndose, algo muy vivo latiendo por lo bajo. Vuelvo a encontrar a Ana en el próximo tronco flojo. Me está esperando; pregunta si estoy bien y digo que sí, pero en realidad no sé. Ana cruza y me quedo confundida: estoy acá pero a la vez no. Los ojos me pesan, estoy separada de mí. Cerca del piso flotan malos pensamientos, que empiezan a subir, como una bruma lenta. Burbujean como demonios en los charcos de agua estancada. ¿Me estoy enamorando? Cruzo el tronco haciendo equilibrio, como si caminara al borde de mi mente. Sigo avanzando hacia donde creo escuchar que vienen las voces. Las ramas son como manos deformes que me lastiman los brazos, las ojotas se traban en los tallos secos. Levanto la vista, y de pronto, el culo floreado de Ana es una imagen salvadora. Veo la luz al final del túnel. Aire, casas, y más allá, Fabi y Soledad, que ya descansan en una especie de mirador que da al río Sarmiento. Hay otra isla al fondo, justo debajo de una gran nube naranja, que se refleja en el agua. Me acerco a la baranda y veo gente haciendo deportes acuáticos. Me reconforta el ruido espumoso de un jet ski.

***

Bajo las ramas de esta acacia gigante se teje un cielo de lucecitas de colores, que cubre todo el patio. El clima es relajado; entre las mesas fluyen las conversaciones, todos se ven frescos, lustrosos, impecables. Los perfumes se mezclan en el aire. Todos quieren cruzar una palabra con Fabi, algunos se acercan, otros le hablan desde lejos. A Fabi le gusta, pero se aburre pronto, como con todo. Pedimos cerveza bien fría. Cuando servimos, la espuma se vuelca y brindamos por el año que empieza. La moza avanza entre las mesas llevando platos de carne asada, y un halo exquisito se tiende sobre nosotras. Fabi se activa y busca mi complicidad para pedir un choripán, que ni bien llega devoramos con alegría. Ana y Soledad van a compartir una porción de papas fritas. Sole consulta al grupo y pide más cerveza. Masticando el último bocado, Fabi me busca con la mirada. ¿Otro chori o una hamburguesa completa? Me entusiasmo con lo segundo, para probar, digo, y automáticamente el dedo de Fabi encuentra a la chica. Al rato, cuando nos dejan la hamburguesa adelante, se frota las manos, relamiéndose. Cuando ya no queda nada, sólo migas y gotas de grasa, nos quedamos mirando los platos de plástico. Ana y Soledad charlan y se ríen exageradamente. Fabi cree leer una nota oscura en mi cara. Duda. ¿Estaba medio seca, no?, pregunta. ¿Sabés que sí?, le confirmo. Alunada, empuja el plato hacia adelante y se tira para atrás. Pucha, hubiéramos pedido otro chori.
De a poco voy quedando al margen de la conversación. Todas estamos un poco cansadas, o aburridas, y empezamos a discutir por pavadas. Se está haciendo tarde, y a un costado del escenario la famosa banda recién prueba sonido. Soledad me invita a liquidar el resto de cerveza y digo que no, gracias. Tengo una nube de gas en el cerebro. Me levanto sin decir nada, las tres hacen una pequeña pausa y después siguen hablando. Cruzo el límite de la atmósfera animada, hasta donde algunos vienen a fumar. Salgo a caminar bajo las luces de los muelles, separados por intervalos de oscuridad. El agua está planchada, fosforescente. Encuentro un muelle sin luz, con un banco largo, y me recuesto con las manos detrás de la cabeza. Lo otro sigue pasando, lejos, en algún lado, como un recuerdo. El presente ahora es esto. El agua mueve un bote ahí abajo, que repite un golpe seco contra la escalera. Pasa una lancha y todo se agita. El bote golpea más fuerte y las olas burbujean entre los juncos. Adivino una luna muy brillante, la luz se filtra entre las ramas que la cubren. Detecto toda una constelación de ruiditos en los árboles de la orilla de enfrente. Empieza a tocar la banda. Es una música alegre, como de jazz antiguo, que me hace mover el pie. Un hombre canta en inglés, con una voz que suena dulce, armoniosa, y una guitarra hace punteos delicados. Siento una euforia tenue, que va creciendo. Se suma la voz de una chica que desencuadra un poco todo: desafina bastante. Trato de separarla del resto. Oigo el chancleteo de unos pasos que se acercan. Es Fabi, que me encuentra en la oscuridad. La veo como recién llegada de un viaje en el tiempo. Viene y se desparrama a mis pies en el banco. Doblo las piernas para darle lugar, ella descansa un brazo sobre mis rodillas. Se inclina hacia atrás y suspira. Me estiro para tocarle el pelo, pero no llego. ¿Viste qué linda música?, le comento. Divina, dice, mirando el cielo. Aunque ella desafina un poco, apunta, moviendo una pierna al ritmo. Pero él tiene una voz preciosa, digo. Si, él tiene una voz preciosa, contesta, y vuelve a suspirar. Estamos en una película de Woody Allen, digo al rato, como pensando en voz alta. Fabi larga una carcajada y se levanta de golpe. Qué comentario más chongo, observa, se sigue riendo y me contagia. Después, me comunica que en realidad vino para preguntarme si estoy de acuerdo en llamar una lancha taxi para las once. Me parece perfecto. Muy bien, responde, con un saludo de marinero a capitán, y se va dando saltitos. Al rato vuelve a aparecer: me olvidé de pedirte los veinte pesos, tu parte de la cuenta. Veinte pesos, pienso, qué barato, y se los doy.

***

Voy con la nuca en el aire, el pelo volando fuera de borda. La luna viaja a través de la noche clara, y una estela de planetas la siguen, como gansitos a una mamá gansa estelar. Vamos dejando un surco de espuma plateada, que mueve los juncos de la orilla. En silencio, y quizás sin saberlo, Ana, Soledad y yo estamos viviendo un momento íntimo, de conexión espiritual. Soledad ahora hace equilibrio peligrosamente acostada en el borde, con los brazos abiertos, tarareando un tema de cumbia. Ana trata de aguantarse pero no puede; tené cuidado querés, la reta. No se peleen, se divierte el comandante desde la cabinita. Creo que le caímos bien de entrada. Ya se reía mientras ayudaba a las chicas a embarcar, a medida que Fabi se iba despidiendo de cada una. Yo quedé para lo último, y cuando la abracé, fuerte, en la oscuridad pude ver que le brillaban los ojos. Creo que a mí también.
Gracias por todo, dije. 
Y salté a la lancha.


Febrero de 2011.













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