miércoles, 6 de octubre de 2010

Bárbara y Greta





La verdad es que a primera vista Greta no era tan linda. Por la forma en que se arreglaba era una especie de clon de Bárbara; mucho hombro, mucha panza al aire, pero con menos curvas. Bárbara era más linda y tenía un cuerpazo. Usaba jeans de hombre que le iban grandes y revelaban astutamente las tiritas de la tanga. Y arriba algún top o musculosita que apenas contenía el desborde de unas tetas fenomenales. La piel era de un tono dorado natural, que tomaba un brillo tornasolado bajo las luces. Las formas de Greta eran largas y estilizadas, aunque había un tono levemente varonil en sus movimientos. Como el sonido de sus nombres, los rasgos de Bárbara estaban delineados con trazos blandos, modulados, mientras que los de Greta eran secos y tajantes. Las dos usaban el pelo corto peinado de costado y batido atrás, siempre con vinchas, pañuelos o hebillitas. Si uno las miraba con atención, podía notar que de un fin de semana al otro intercambiaban alguna prenda; a veces era un top, a veces unos jeans, a veces una mini o una camperita Adidas. La belleza de Bárbara era indiscutible. En cambio la de Greta era menos evidente, y se volvía atractiva justamente por eso, por todo lo que no mostraba. Bárbara ejercía en ella un dominio sutilmente despectivo, y cuando Greta se reía muy fuerte, Bárbara la desactivaba con una mirada hermética. Y aunque por momentos parecían distenderse, siempre volvían a ese estado, como de alerta.
Se decía que andaban en cosas raras. Que Bárbara se dedicaba a seducir tipos con plata, gente pesada del ambiente nocturno; managers de bandas, dealers, publicistas o dueños de boliches. Vivía de ellos durante algún tiempo, y a su vez de ella vivían Greta y Matilde (una tercera a quien nunca nadie vio). De esa forma obtenían drogas y alcohol gratis, hasta que Bárbara desaparecía en forma abrupta, siempre misteriosa, con el duplicado de alguna tarjeta de crédito, o un fajo de dólares o pesos. Atrás de ella se iba Greta, que hacía un bolso y nada de preguntas. Y en la huida a veces se olvidaban de Matilde, que se perdía hasta que volvían a ubicarla, algunos meses después. Vivían como un par de forajidas. Cuando viajaban en taxi, Bárbara pagaba el importe con besos de lengua. Y si el taxista le gustaba un poco, Greta tenía que ir a fumar a la esquina, recostada contra un árbol o sentada en el umbral de alguna puerta oscura.
Los fines de semana el boliche era una especie de refugio de niños perdidos; un amparo al paso de las horas, del tiempo, de las decisiones, del futuro... Los sillones estaban forrados de paño color bordó, las paredes eran de piedra con arcadas de formas irregulares. En el centro, la bola de espejos giraba como una fuente de vida inagotable; cada uno recibía en la frente un fino haz de luz. Desde afuera la puerta no decía nada, al pasar la entrada había que atravesar un pesado telón de terciopelo color uva. De un sábado al otro las caras se repetían. Iban llegando en oleadas; los primeros caían frescos, cancheros, impecables, lookeados a conciencia, mirándolo todo como por primera vez. Sonreían de costado, quebrando con los dientes caramelos de mentol. Con las horas iban viniendo cada vez más jugados: lo últimos descorrían el telón con una determinación explosiva. Se los veía como trabados, autómatas, con la vista en un punto, buscando algo o a alguien, adictos al baile en el mejor de los casos.
Bárbara y Greta caían entre las cuatro y las cuatro y media. Pasando el telón de color uva, algo todavía palpitaba en sus miradas, como si atrás hubiesen dejado al peligro que las acechaba. Generalmente pasaban directo hacia el fondo del local, donde la luz negra no llegaba a definir las caras, sólo las líneas blancas que peinaban sobre cubos de acrílico transparente. Conciente de sí misma, Bárbara avanzaba con la vista adelante, con un brillo apático, gastado, dejando un surco entre las miradas que se abrían para verla. Detrás de ella iba Greta, que sacaba pecho y curvaba la cintura, recibiendo agradecida las miradas que sobraban. Cerraba los ojos cuando sentía que unos dedos anónimos le rozaban la piel.

A mí me gustaba Greta, y había notado que ella también se fijaba en mí. Cuando volvían del fondo solían ubicarse a un costado, bajo una luz fija, y ahí se quedaban toda la noche, tomando algo y fumando sin hablar, apenas mirando a los demás. En cambio mi lugar era la pista. Una vez una chica me había escrito en una servilleta que yo bailaba “como una gacela enfurecida”. Me gustó la imagen: me vi como un pájaro estrambótico, de patas largas y hermosas plumas, seduciendo con mi baile a las hembras que se juntaban para verme. Después supe que una gacela no es un pájaro, sino una especie de antílope con cuernos largos y enroscados. ¿Cómo baila una gacela enfurecida? ¿Dándose cabezazos con otras? Vi que Greta andaba cerca y con ganas de bailar. Solté el cuerpo y me deslicé hasta ella, dejando que notara que me sabía la letra del tema. Mi amigo Nikolai era el Dj, y en ese momento estaba pasando hip-hop. Yo bailaba moviendo los brazos como esos negros de los videos, que la tienen clarísima. Ella me seguía atentamente, y sonreía con un gesto afirmativo. Movía la cabeza y los hombros a mi ritmo, y después le hablaba al oído a Bárbara, que me miraba de costado y no decía nada. Sólo seguía fumando. Al final del tema di un giro perfecto y quedamos enfrentados. Y ahí Greta me dedicó una sonrisa que nunca le había visto, y me dejó medio trabado. Vi que tenía los ojos cansados, y cuando se reía, los labios finos se estiraban y la nariz grande se doblaba un poco hacia abajo. Le dije la primer pavada que me vino a la mente y a ella no pareció importarle. Seguía sonriendo mientras yo hacía grandes gestos y le hablaba al oído casi gritando. Ella me escuchaba con atención y de golpe metía alguna frase corta y ocurrente, sin levantar demasiado la voz. Al principio, de sí misma no reveló nada más que su nombre, y evité decirle que ya lo sabía. A ciertas preguntas respondía con un silencio, una mirada que me recorría y una calada a su Virginia Slims. Sólo me contó que le gustaba cocinar, que su sueño era ser chef; al rato ya nos estábamos besando. La abrazaba con fuerza y podía sentir las tetitas duras, y los huesos de su espalda que crujían. Ella me apoyaba con torpeza y buscaba acomodar la cadera para encajar en mí. Cuando me desprendía de sus labios, la sonrisa era una prolongación de ese beso etílico. A un costado, Bárbara lanzaba miradas breves, pero tan profundas que yo las seguía viendo aunque cerrara los ojos. En la cabina, con esas manos grandes y cuadradas, Nikolai posó delicadamente la púa sobre el vinilo. Y después se quedó mirando muy fijo a Bárbara, hasta que ella lo detectó. Entonces él le hizo un gesto a través de las luces: juntó las manos y las elevó al cielo, como diciendo “Dios mío”. Atenta, ahora Bárbara renovaba la postura y meneaba las tiritas de la tanga, chequeando que todo estuviera en su lugar. Al mismo tiempo, Zuleika, la hermosísima novia de Nikolai, subía a la cabina con una Coca Light para él. Y mientras la abrazaba, Nikolai siguió mirando a Bárbara por encima del hombro de Zule. Bárbara dio media vuelta, furiosa, y sin dirigirme la vista decretó que ya se iban. Encaró para la puerta llevándose del brazo a Greta, que a su vez tiraba de mí a través de la pista. Ya era de día, y en el taxi, Bárbara le soplaba el oído al tipo mientras le daba las indicaciones. Greta no me soltaba la mano y hacía una trenza con sus dedos en los míos. Yo sacaba algún tema, me soltaba disimuladamente y ella me volvía a agarrar.
Llegamos al edificio sobre Luis María Campos, frente al Hospital Militar. Mientras Bárbara se despedía del taxista, Greta y yo pasamos al palier y aprovechamos para frotarnos un poco. El departamento del primer piso era un monoambiente lúgubre, que tenía un ventanal de lado a lado, con gruesas cortinas que bloqueaban la luz del sol. Cuando la vista se acostumbró pude observar que había una cama matrimonial con una montaña de ropa encima, percheros con rueditas y más ropa tirada por el piso, además de zapatos, corpiños, cajas de cigarrillos, envoltorios de productos femeninos y otros objetos que iba pateando. Desde algún lado me llegó un hilo de olor a comida en mal estado. En eso noté que la montaña respiraba. Me acerqué a tocarla y una de las chicas comentó que era Matilde la que dormía debajo de toda esa ropa, hacía ya como tres días. Volví a mirar; la montaña se sacudió, emitió un ronquido húmedo y un pie asomó por donde yo pensé que estaba la cabeza. Greta me entregó un vaso de agua, me dio un pico y se metió en el baño con Bárbara. Antes de que cerraran la puerta pude ver que adentro se extinguía una vela casi derretida, y una tanga colgaba de la canilla. Hablaron en conferencia; las voces se oían aceleradas, huecas, entonces me acerqué a la puerta y pude oír que Bárbara decía: ¿Pero por qué no? ¿Qué te cuesta?, y Greta le contestaba: Basta, hoy no quiero. Este pibe me gusta. La puerta se abrió de golpe; yo salté y me acodé sobre una barra de desayuno, disimulando. Salió Bárbara, y al pasar me rozó con el hombro. Nene, lo que te perdiste..., llegué a escuchar que decía, dejando escapar un suspiro. Empujó la montaña hacia la otra mitad de la cama, se sacó el top, y en la penumbra pude sentir el peso de sus tetas cayendo. Se quedó en bombacha y entró en la cama. El culo era una gloria, y me pareció ver que antes de darse vuelta para dormir, volvía a mirarme. Greta, un poco ofuscada, se agachaba para desplegar una colchoneta detrás de la barra de desayuno. Me acerqué por detrás y le mordí la nuca, dejando que sintiera mi avanzado estado eréctil. La espalda de Greta era muy blanca, con lunares que ahora se movían frenéticamente hacia mí. Los hombros eran anchos y bien definidos; en la nuca el pelo terminaba en una punta, y era un pelo duro, negro, de varón, que se hacía más suave y se extinguía sobre la línea de la columna. Yo me agarraba con fuerza de su cintura, en silencio ella arqueaba la espalda y hundía la cara en la almohada, hasta que se quedaba sin aire y resoplaba, enrojecida. La cabeza golpeaba de plano contra el zócalo, los dedos en forma de garras insertaban las uñas en el espacio entre la madera y la pared. 

Me desperté al rato, o a las horas, podrían haber sido cinco, seis u ocho, no sé. Las tres seguían durmiendo. Me solté del brazo de Greta, le besé el hombro y sigiloso tanteé mi ropa en la oscuridad. En el baño, un punto de luz agónica flotaba en un charco de cera líquida. Giré el picaporte, rogando que la puerta estuviera sin llave. Cuando la abrí, un filo de luz fresca cortó el aire pesado de adentro. En el palier de abajo me dejó salir un flaco, que entraba con un paquete, y con la mirada pareció decirme: ya sé, no me digas nada. En la vereda, el olor del tuco todavía ondulaba en el aire. Crucé Luis María Campos y esperé el ciento cincuenta y dos.

A las cinco de la mañana, dos semanas después, me vi a mí mismo en el centro de la pista con un Gin Tonic demasiado fuerte. Mirando la hora cada treinta segundos. Ante cualquier pequeño movimiento del telón de terciopelo, estiraba el cuello para ver si eran ellas. Nikolai sostenía el auricular entre el hombro y la oreja; atento al próximo enganche me miraba y se reía de mi estado lamentable. El telón se abrió de golpe. Primero apareció Bárbara, y Greta un segundo después. Vinieron directo a donde yo estaba, alegres, sonrientes, aunque las dos con ojeras profundas. Greta saltó a mis brazos como una máquina de besos que olían a alcohol. Yo había inventado una excusa por si me preguntaba por qué me había ido así, tan de golpe, pero no lo hizo. Bárbara estaba distinta conmigo; me miró como si compartiéramos un secreto y preguntó por tu amigo el Dj. Lo señalé allá arriba. Cuando la vio, Nikolai largó los auriculares y saltó por encima de las bandejas como un orangután. Se dio vuelta la visera de la gorra y se acercó a ella desplegando una serie de movimientos supuestamente sexis, un sandungueo que sólo interrumpió para pedirme un chicle de Mentol-Turbo. Bárbara fumaba y exhalaba el humo, que subía lentamente, con la muñeca quebrada y el cigarrillo en alto. Sin apuro lo dejó hablar, se mostró divertida con el acento ruso y se rió de sus chistes, pero sólo lo suficiente. Lo vio menearse para ella, lo dejó seducirla con su baile a destiempo, y ese cuerpo enorme que no dominaba del todo. Pero fue ella la que de golpe le metió un beso que casi lo tira al piso. Nikolai tenía la costumbre de pasar temas de salsa cuando ya quedaba poca gente. Así que volvió a la cabina, programó un compilado y fue corriendo hasta la barra. Reapareció con una botella de champagne dentro de un balde escarchado. Hizo saltar el corcho y las chicas festejaron, la espuma corrió y los cuatro tomamos del pico. Al rato ya no había nadie; las dos parejas seguíamos girando en sincro sobre la pista de luces de colores.
Llegamos a casa y preparamos tragos a base de vodka de medio pelo y jugo de naranja en polvo. Greta me ayudaba a romper el hielo, y en el living, Bárbara y Nikolai elegían la música. Se decidieron por una banda de soul instrumental. Brindamos otra vez mientras la música fluía entre los cuatro. Nikolai frunció la cara y se quejó del vodka “bereta”. Greta cerró los ojos y describió las formas que la música le hacía ver: círculos de luz que se movían sobre fondos de colores cálidos; había ocres, marrones y naranjas. Nikolai tocaba un bajo invisible, y a la vez un poco la batería. Yo por mi parte era un guitarrista bastante aparatoso. Las chicas se reían de nuestras payasadas y giraban sobre sí mismas, adorables, revoleando las cabezas. De a poco iban saliendo de nuestra órbita. De pronto largaban carcajadas explosivas, se colgaban con una palabra y la repetían cuatro veces. Abstraídas, ahora bailaban enfocadas una en otra, jugando a seducirse mientras los vasos se movían peligrosamente. Nikolai agarró por detrás a Bárbara, yo hice lo mismo con Greta, que se contrajo al sentirme cerca. Subí las manos por su cintura y deslicé el top hacia arriba; ella solita levantó los brazos sin abrir los ojos. Nikolai no se la esperaba; se quedó mirando las tetas de Greta y le hice un gesto para que hiciera lo mismo con Bárbara. Le subió la musculosa, se encontró con que tenía corpiño e hizo un intento por desabrocharlo. Greta se afirmaba a mí, Bárbara me miraba directo a los ojos, mientras Nikolai luchaba detrás de ella. Terminó por sacárselo ella misma por debajo de la musculosa, con ese sistema rarísimo que tienen las chicas, que siempre me llamó la atención. La musculosa de Bárbara quedó por encima de las tetas, que pendulaban, marcadas por la taza del corpiño. Greta reaccionó, abrió los ojos y sentí que su cuerpo se endurecía. Bárbara se fue acercando hasta que los pezones de las dos se tocaron. Se movía provocando una fricción suave y circular que a Greta le puso los ojos en blanco. Bárbara era la espada y yo la pared. Los pezones de Greta eran duros, chicos y oscuros. Los de Bárbara estaban hundidos en grandes aureolas rosadas. Acercó la boca a la de Greta, que entreabría la suya, toda erizada y anhelante. Se dieron un beso largo, lento, y se olvidaron de nosotros por un rato. Nikolai sólo atinaba a morder el cuello de Bárbara y a meterle manos por todas partes. Greta se soltó del beso con la boca hinchada y se dio vuelta. Llevame a la habitación, me dijo, y descansó contra mi pecho. Dejamos a Bárbara de pie, secándose la saliva con el reverso de la mano, mientras Nikolai le bajaba por detrás el cierre de la mini.

Me despertó el silencio y la claridad. Vi que Greta estaba planchada y me despegué de la sábana con un corso en la cabeza. Volví a mirarla, tenía el ceño fruncido y respiraba pesadamente. Sin saber por qué, sentí lástima por ella. En el living, Bárbara dormía en el sillón, con un brazo colgando y el culo hacia arriba. Las rayas de luz de la persiana le marcaban el cuerpo. En el pulmón de manzana el canto de los pájaros era un sonido atroz. A Nikolai me lo encontré en la cocina, en el centro de un halo de luz envolvente, insoportable; un martillazo a la cabeza. Tomaba del pico de la botella de plástico y se rascaba la nalga por debajo del bóxer. Se dio vuelta, nos miramos un segundo y largamos una carcajada muda, que nos hizo doler la sien. Ésto con el vodka de allá no pasa, dijo, nos dimos un par de trompadas suaves y en voz baja me contó que Bárbara era un avión. Después bostezó y me contagié de él. Decidimos bajar a comprar medialunas y un par de tiras de Cafiaspirina. Volvimos al rato, hablando fuerte, y encontramos a las chicas arrojadas en el sillón. Habían levantado la persiana, estaban en bombacha y se cubrían las tetas con el antebrazo. Se quedaron en silencio. No hablaban ni con la mirada, hasta que Bárbara, sonriendo, preguntó qué traíamos.

Me tomó varios días darme cuenta de que me faltaban los doscientos dólares que ahorraba para comprarme una guitarra. Lo llamé a Nikolai. Yo sabía, ¡vamos a buscarlas!, dijo, y me cortó con violencia. Eran las tres de la tarde y habrían unos treinta y cinco grados; tocamos el portero varias veces y no hubo respuesta. Me acerqué al cordón de la vereda y miré al balcón del primer piso. Sólo veía la cortina oscura de mugre y un tender con una bombacha reseca. Aunque ninguno de los dos supo muy bien para qué, nos quedamos esperando. Y mientras tanto nos tomamos un helado de agua en el maxiquiosco de al lado. Antes de irnos, intenté una vez más; justo salía alguien, y de casualidad resultó ser el mismo flaco de aquel domingo al mediodía. Cuando vio mi dedo sobre el botón del primer piso, con la mirada volvió a decirme: ya sé, no me digas nada.

Gente de la noche nos trajo la versión de que ese departamento era en realidad de un ex-novio de Bárbara. Cuando rompieron, él le había permitido quedarse hasta que pudiera conseguir otra cosa. Ella cambió la cerradura y se trajo a vivir a Greta y a Matilde. Cortó el cable del teléfono y cerró las cortinas para siempre. Todos los servicios fueron siendo suspendidos por falta de pago. Él intentó por las buenas, hasta que un día de la semana siguiente al supuesto robo en casa, las hizo echar por la policía, que terminó tirando la puerta abajo.

Con Nikolai no volvimos a mencionar el asunto, y menos, comentárselo a alguien. Era un tema sensible a nuestro orgullo. Al mío, más que al de él. Aunque a veces se mostraba solidario, y de la nada, cada tanto, me daba un abrazo. Sólo nos consolaba el hecho de haber vivido esa noche juntos, después de todo, había sido muy divertido. Y hasta llegamos a convencernos de que dos profesionales de nivel ejecutivo nos hubieran costado lo mismo.

Faltaba una semana para Navidad y en el boliche no pasaba nada. Las paredes sudaban, los vasos de plástico rodaban por el piso y los flashes revelaban las manchas en el tapizado de los sillones. Fui hasta la puerta para tomar aire, o para hacer algo distinto, y cuando alguien descorrió el telón, fugazmente pude ver que Bárbara y Greta bajaban de un taxi. Retrocedí y busqué en la cabina la mirada de Nikolai. Me miró una vez y no entendió; a la segunda reaccionó y se quitó los auriculares. Greta venía hacia mí, distraída, y cuando me vio, cambió la cara y volvió a salir. Las encaré en la vereda y Bárbara avanzó para saludarme, sonriendo, como si nada. Greta tenía una mueca dura de nervios y levantaba las manos, como diciendo que había una explicación. Hay una explicación, dijo. En eso Nikolai salió detrás mío y Bárbara se puso pálida. Como había sido rugbier, Nikolai dio un paso adelante y le aplicó un derechazo corto, veloz, al pómulo, que la sentó de culo en la vereda. Ni la vio caer, se dio vuelta, me puso una mano en el hombro y dijo: me vuelvo antes de que termine el tema.
Bárbara lloraba en el piso y Greta trataba de calmarla, mientras juntaba las cosas que habían salido volando de la cartera. Terminaron discutiendo a los gritos, empujones y puntapiés. ¡Me voy con él!, dijo Greta, y vino corriendo hasta donde yo estaba. Le expliqué que juntos no íbamos a ningún lado, que yo no sentía nada por ella, que me daba todo lo mismo, y que se metieran la plata en el orto. Bárbara cruzó y paró un taxi, secándose las gotas negras que le marcaban la cara. Antes de cerrar la puerta, en vano quiso ordenarle a Greta que se fuera con ella. Greta le hizo un fuck you y pasó a darme explicaciones, jurándome que ella no había querido hacerlo, que Bárbara la había obligado por todas las que le debía. Que yo le gustaba, que la había hecho sentir cosas lindas. Y se largó a llorar con mocos y lágrimas que me salpicaban, mientras volvía a pedirme perdón e intentaba acercarme la boca. Ella avanzaba, yo retrocedía para evitarla y así llegamos a la esquina; ahora insistía en besarme el cuello apoyándose contra mí. Le agarré las muñecas y frenó de golpe. Empezó a calmarse; se secó las lágrimas, cambió la cara, respiró profundo y dijo: ok. En forma lenta, mientras me miraba a los ojos, fue desabrochándome el cinturón. Se puso de rodillas, miró para ambos lados, y ahí nomás, en una entrada oscura, me pagó con la mamada del siglo.

Justo a tiempo, porque el siglo ya terminaba.







Abril de 2010






.






























.

viernes, 27 de agosto de 2010

Alta Gracia




Me acosté con una chica que conocí de la siguiente manera. Era miércoles y me habían invitado a una fiesta en un hostel de la calle Florida. Una joda bárbara, pensé, pero cuando vi el flyer digital con esa gráfica tan ingeniosa, de colores estridentes y letras del catálogo de moda, pensé que a lo mejor valía la pena. En Lavalle me crucé con ese falso gitano que escupe fuego y a los gritos desafía a los curiosos que se acercan, a ver quién se anima a tomar kerosén o a caminar en cuatro patas sobre un camino de vidrios rotos, como hace él después de bajarse un par de cartones de vino. La entrada del hostel era una especie de local muy luminoso donde no había nadie; sólo un tipo enorme que se frotaba las manos, y que al verme pulsó el botón de uno de esos aparatitos que se usan para contar gente. Se oyó el clic y luego un silencio, durante el cual se quedó mirándome. Le sonreí, ganando tiempo para estudiar la situación. No parecía haber una fiesta en quinientos metros a la redonda, sólo una escalera que bajaba, otra que subía, y un linyera durmiendo al fondo de un pasillo. El tipo me seguía mirando de una forma inexpresiva, como preguntándome qué pensaba hacer. Claro, por si tenía que volver atrás el contador, pensé. Tímidamente señalé hacia abajo y me respondió con un gesto afirmativo. Recién cuando pisé el primer peldaño me fue llegando una música sorda, como apagada. A medida que descendía iba notando el cambio de atmósfera; colores cálidos y olor a incienso. Me agachaba un poco para pispear en ángulo, a ver con qué me iba a encontrar. Además de la música sólo se oían algunas pocas voces dispersas. En el primer descanso casi me choco con alguien, y resultó que era yo mismo en la imagen sobre la pared de espejos. Aproveché para quitarme el pañuelo palestino y anudarlo a la cintura. Ahora sí. Esta especie de sótano era un espacio muy amplio donde no había casi nadie. La escalera desembocaba en el bar, y hacia el fondo estaba la pista. Los rayos de luz robótica se movían de un lado a otro, solitarios, nostálgicos, como extrañando tocar a la gente. En la tarima del Dj tampoco había nadie, y por detrás, una pantalla gigante emitía un loop de imágenes sin sentido. La música tenía una onda electro-étnica, pero la gente no bailaba. En el bar las luces eran muy tenues, con halos amarillentos que caían sobre mesitas bajas, rodeadas de puffs en forma de cubo. En las paredes había gigantografías con imágenes del mundo. Amplias sonrisas de niños afganos con algún diente de menos, o señores del Tirol con pinta de borrachines. Todo muy global. Fugazmente pensé en que había acertado en la elección del pañuelo palestino. Sobre un fondo de espejos y estantes repletos de líquidos de colores había una barra, donde tres flacos enérgicos hacían malabares con varias botellas a la vez. Cancheramente se las pasaban de uno a otro, relojeando de costado a un grupo de rubias extranjeras, que se desparramaban sobre las banquetas para mirarlos y le sonreían a cualquier hombre que anduviera cerca. Incluyéndome a mi, que había apoyado el codo en la barra junto a una de ellas. Finalmente uno de los flacos se acercó y me atendió como si estuviera haciéndome un favor. Le pedí una cerveza tirada, fue hasta la máquina y accionó la palanca, volcó el exedente de espuma, miró para mi lado y lanzó el chopp, que se deslizó por la barra hasta mi mano. Y se apuró para volver a la otra punta, donde los otros dos ahora conversaban con las chicas. Ellas se mostraban predispuestas para la charla; les hacían preguntas en inglés sobre las costumbres locales, y ellos respondían cosas como: "oh yes, i live in Flores y te lleno la cara de leche", y se mataban de la risa. Ellas parpadeaban sin entender, pero igualmente se divertían con las piñas amistosas que se daban entre ellos. Los flacos de paso aprovechaban y les volvían a llenar los chopps.


Así pasó la primera hora. "Andá que va a estar buenísimo" decía la chica que me había invitado en el mail que traía el flyer. Ella me gustaba un poco, pero entre sorbo y sorbo amargamente entendí que eso no había sido una invitación. Nunca había dicho "vamos juntos", "vení" o "nos vemos ahí". Seguí tomando discretamente y cada tanto miraba la escalera para ver si bajaba algo interesante. Vi a un japonés que nunca apartó la vista del celular, un grupo de norteamericanas con pinta de voleibolistas que bajaban en chancletas, y dos tipitos rapados y con camperas de la selección argentina, que se asomaron y volvieron a subir. Me distraje con la espuma de una cerveza nueva y al rato volví a mirar. Aparecieron unos zapatos de taco alto combinados en blanco y negro, que se afirmaban a cada escalón en forma lenta y cautelosa. Después vi bajar unas piernas que al final se revelaron cortas, pero bien formadas. Y un shorcito blanco con pinzas y una blusita celeste de mangas cortas, con hombritos de princesa. Era una petisa resuelta e interesante, de rasgos fuertes, ojos claros y pelo recogido. A los tumbos por la escalera trataba de bajar un maletín con rueditas. Uno de los flacos saltó la barra para ayudarla y la acompañó hasta la pista. Estiré el cuello y la seguí con la mirada: era un poco chueca pero movía el culo grande con gracia. Durante un instante quedé suspendido en ella. Saludó a unas chicas bajo las luces de la pista vacía, subió a la tarima del Dj, desenfundó una laptop, conectó cables a las bandejas y a un par de aparatitos más, sacó dos carpetas de folios con CD´s y se calzó unos auriculares enormes. Concentradísima, movía la cabeza y los hombros hacia delante y hacia atrás, mientras daba los toques finales al set. El mismo flaco de antes le acercó una latita de Speed, un vaso, y una botellita de champagne. El tema que sonaba se fue yendo en fade, y de golpe sonó un redoble de tambores africanos, que fue subiendo el pulso hacia un clima hipnótico y tribal. Todo quedó a oscuras, solo ella bañada de luz blanca. Dejé otros doce pesos sobre la barra y apuré el paso hacia la pista. Y en eso largó el tema como si arrojara un frisbee. Era una base gorda, pesada, como de dub, que hizo retumbar las paredes. Le daba al mango a la perilla de los graves, esperando, hasta que en el compás indicado hizo explotar el ritmo percusivo de la cumbia. Por detrás, en la pantalla gigante, aparecieron en cuerpos enormes las palabras: "ALTA" primero, y "GRACIA" después, sobre fondos vibrantes que cambiaban de color. Ella misma se arengaba levantando las rodillas, frotándose la piernas, sin dejar de pulsar botones ni quitar la vista del monitor. Mi cuerpo se lanzó al centro de la pista antes de que atinara a pensar. Cerré los ojos y me salieron pasos de baile que ni yo sabía que podía hacer. Noté que mi cara sonreía. Giré por la pista vacía y me quedé en un sector en el que se había volcado sal o azúcar, donde los pies se movieron con destreza hasta hacerse independientes de mí. Cada tanto abría los ojos y la descubría mirándome, tomada desde abajo por la luz blanca del monitor. Ella bajaba la vista, fruncía el ceño y se mordía el labio, como si tuviera algún problema técnico. Sentí lástima de que nadie más bailara, y desplegando mis mejores movimientos le di a entender que su música era lo más.


Hasta que disparó un tema que se clavó en el medio de mi corazón. Era "Orbitando", de Los Encargados, sobre una base de hip-hop, con una línea de bajo machacante. Aquél que en el estribillo dice: "Me pierdo todo por verte, or-bi-tan-do en torno a mí... a veces creo verte, a-há". Y en los "a-há" yo levantaba los brazos, agitándolos como un barrabrava. El tema me hacía pensar en la chica de la que había estado enamorado el año anterior; habíamos tenido un pequeño affair, hasta que me declaré y no me dio pelota. La pista oscura era como el espacio exterior, las luces eran los planetas de un sistema solar que giraba a mi alrededor, y en los flashes podía ver las imágenes de esa chica, muchas de aquel fin de semana que pasamos juntos en la playa, tirados de noche en la arena, contemplando el paisaje intergaláctico. En otra parte el tema dice: "...y aunque nuestras respiraciones se desparramen por el aire, yo sé cosas que aún no sucedieron...", pero nunca sucedió nada más. Después del solo de saxo del final, Alta Gracia pinchó otro tema, bajó de la tarima y caminó en línea recta hacia mí. Sonriendo comentó que era evidente que el tema me gustaba mucho, por cómo lo había bailado, y agregó que lo hacía muy bien. Le di las gracias, y sin poder contenerme le largué toda la historia desordenada, y automáticamente me sentí un nabo por estar hablándole de otra chica. Pero ella se parecía divertirse con las anécdotas de esa relación que no fue. Me pidió un segundo para enganchar el tema siguiente. De paso aproveché para mirarle el culo una vez más. Volvió con el vaso y la botellita vacíos. Seguimos charlando y me contó que estaba harta de los pseudo artistas sensibles, que terminaban resultando unos drogadictos y buenos para nada, que la enganchaban con su manipulación y tanto la hacían sufrir. Que ahora estaba saliendo con un empresario de algo más de treinta y una vida de éxitos por delante, aunque últimamente la tenía un poco desatendida. "Y claro, el estrés", dije, con una sonrisa tonta. "Msé", respondió, y se quedó un segundo callada, quebrando un cubo de hielo con las muelas. Se hizo un silencio lleno de música y voces en inglés. Le pregunté a qué se dedicaba, y con la vista en otro lado me contó que estudiaba ingeniería de sonido, y en la misma frase me preguntó el nombre de la chica de la canción. Se lo dije, y abrió mucho los ojos. Puso cara de sorpresa y largó una risotada. Me quedé descolocado, y ante mi cara de no entender me explicó que ella también se la había cogido. Mis neuronas se detuvieron. Yo tenía la boca muy abierta, ella levantó una mano y suavemente volvió a colocar mi mandíbula en su lugar. "Bueno, ¿quién no se la cogió?", redobló, divertida, mientras seguía chupando un hielo. Vi que tenía dentadura de caballo y que las aletas de la nariz se expandían demasiado. "Mirá vos", logré decir, para saltar el bache de mi mente partida al medio. "Qué casualidad", agregué, "entonces es como si nosotros dos hubiésemos cogido también, ¿No?", dije con cara de feliz cumpleaños, y le extendí la mano par sellar nuestra unión. Pero por dentro agonizaba de celos. Alta Gracia la estrechó enérgicamente y así quedamos un segundo, sin soltarnos. Se acordó de algo, sacó una pila de stickers del bolsillo del short y me regaló uno. Tenía un logo muy lindo con su nombre de fantasía, y un dibujito de una nena en patines y lentes oscuros, que sostenía un grabador gigante. Le dije que aunque no hubiera nada de gente, la música estaba buenísima igual. Bajó la mirada, después comentó que iba a la barra a buscar otro Speed, y se ofreció a traerme algo. "No, te agradezco mucho... bueno, sí, ¿Otra cervecita?".


Yo estaba como aturdido, clavado como un poste en el medio de la pista. Los lásers me pasaban por al lado, y no podía parar de pensar. Pensaba por un lado en la imagen hipotética de ellas dos en la cama. Aquélla con esa altura, ese cuerpazo y esas tetas; y ésta otra, la Dj, que era mini. ¿Cómo lo harían? Imaginé a Alta Gracia metiéndole un par de dedos (eso a la otra le encantaba, es más: exigía que se lo hicieran en un ángulo específico de entrada). Yo pretendía que la imagen al menos me calentara, pero la situación me resultaba obscena. Me había quedado indignado, confuso, melancólico, con el recuerdo de la otra latiéndome en la sien. La petisa volvió con otra tanda de Speed y champagne, y la cervecita para mí. Me la entregó y se apuró arrastrando los tacos antes que se terminara el tema. El gas me hizo lagrimear, y cuando me quise acordar la tenía enfrente de nuevo. "Probá esto", dijo, y me acercó a la cara una especie de frasquito con vaporizador. Fue un chuf-chuf con olor a perfume que al rato me produjo la sensación de que el cerebro se comprimía hasta anular el pensamiento, la cabeza se abría en dos, y de adentro salían miles de pájaros de luz que giraban alrededor de la pista. Alta Gracia había vuelto a su lugar, levantaba los brazos, hacía ondular las caderas y se reía, mostrándome los dientes enormes y fosforescentes. Su sonrisa me volvía loco, me hacía sentir eufórico, capaz de todo, invencible. Desde ahí me hizo un gesto para que prestara atención. Tiró "Lanza Perfumi", de Rita Lee. "¡Lan-za!, lanza perfumiiii... ó-oh, ó-oh, ó-oh, ¡Lan-za!... " cantaba yo con los brazos en alto, cegado por las luces, y mis pies se levantaban a un metro del suelo. De golpe me encontré con que estaba desquiciado. Alta Gracia se moría con mis payasadas de drogado, y vi que cada tanto ella también se mandaba un sprayette. Después largaba la compu y se venía a bailar conmigo, la poca gente que había formaba una ronda para vernos. Girábamos y girábamos por la pista, inventábamos coreografías, actuábamos poses y nos chocábamos con alguno que anduviera desprevenido. La subí a caballito y salimos a dar una vuelta por el bar. Los yanquis se miraban entre sí, mientras nosotros nos caíamos al piso.


En el ascensor de mi edificio se abrió la blusa y me mostró las tetas. Qué mina buena onda. Eran blancas y hermosas, una de ellas tenía un lunar muy cerca del pezón. Le gustaba verlas en la imagen que los espejos multiplicaban por mil; se las tocaba con curiosidad, como abstraída, rodeando el límite de la aureola con la yema de los dedos. Así, en tetas, entró a mi departamento, dejó el equipo tirado por ahí y fue directo a la batea de los CD´s. La alcancé y la tomé por detrás, mientras ella elegía qué poner. Seleccionó "Innervisions", de Stevie Wonder. Y mientras le daba play al disco me explicó que la letra del primer tema, "Too High", dice: "estoy tan arriba que puedo tocar el cielo", o algo así. Luego peló el frasquito, miró el contenido a través de las rayas de luz de la persiana y nos dimos un saque doble. Y mientras se dedicaba a morderme las tetillas, yo veía mi mente subir hasta quedar allá arriba, como un globo de gas chocando contra el techo. La arrojé sobre la cama y rebotó un par de veces. Le saqué el short y le dejé los zapatos puestos. Y de pronto me atravesó la imagen de ellas dos haciendo el amor. Y fue tremendo. Tanto, que al minuto siguiente empecé a alucinar con que yo era la otra, que mi cuerpo era el de una mujer. Alta Gracia abría las piernas para recibirme y yo me acercaba lentamente, gateando entre las sábanas revueltas. Me ubiqué encima de ella, que se doblaba hacia mí, y le rocé los pezones con mis tetas enormes e imaginarias. Dulcemente le decía al oído: "¿Así?, ¿Te gusta así?", y ella me respondía con jadeítos entrecortados. Le daba besos suaves, estratégicos, y la veía contraerse con todo el cuerpo erizado. Yo arqueaba la espalda, me sentía una mujer voluptuosa y erguía mi culo flaco, huesudo, como si fuera esa cola grande, esférica. Bajé a besar los otros labios, y lo hice como si fuera una boca dulce, jugosa, y me calentaba aún más con la idea de que los besos de la otra hubiesen andado también por ahí. La petisa hacía rato que estaba a punto caramelo; hasta que abrió los ojos, y muy resuelta preguntó qué esperaba para metérsela.


Las luces de los autos de la avenida se movían en el techo de la habitación. Nos habíamos quedado callados, todavía por allá arriba, e íbamos bajando de a poco. A ella le sonó un mensaje en el celular y corrió al living para leerlo. Volvió, juntó la ropa que le faltaba, me dio un beso y preguntó si tenía algún número de radiotaxi.


"Nos hablamos", dijo, y saludó moviendo los dedos de una mano. El taxista arrancó y Alta Gracia marcó un número. Amanecía. El portero hizo ondular el chorro de agua en el aire y bajó la vista. Se hacía el discreto, como cada vez que me ve con una chica. Entré en el ascensor y observé mis pelos parados en cada una de las tres imágenes. Me guiñé un ojo a mí mismo, y de la nada me puse a tararear el tema de Los Encargados.






Junio de 2010














.

viernes, 7 de mayo de 2010

Mystery Tours




Bajo las sábanas, un movimiento mínimo. Abrió los ojos. El reloj iba a marcar las siete. Se adaptó a la poca luz y a la idea de estar viva una vez más. Giró y quedó boca arriba. Notó que la mancha en el techo cada vez era más grande. Suspiró. Sonó la alarma y le tiró un manotazo. Afuera, la noche se había desplomado, helada como un yunque. En un rincón del cuarto había una lámpara de pie cubierta con un velo negro, ahogada en su propia luz. Sobre la colcha, Lucifer la miraba con ojos vagos, achinados. Ante el movimiento, las pupilas redondas se hicieron verticales. El motor se activó. Alejandra liberó una mano para acariciarlo. Lucifer se dobló en un arco, amasó la tela, hizo una pausa y bostezó. La otra mitad de la cama estaba intacta. Y en la mesa de luz de aquel lado, el libro sin terminar recibía polvo. En el lomo, las letras eran ojos que la miraban, inmóviles. Salió de la cama, tanteó las pantuflas con los pies fríos y se abrigó con la bata que había sido de él. Olió la tela: quedaban trazos sutiles de perfume. Cayó sobre la cama y hundió la cara en las manos. Lucifer desplegó su cuerpo elástico en el aire, y se ubicó junto al marco de la puerta. La buscó con la mirada, y después emitió un gemido lastimoso. La cola ondulaba, teatral, y de pronto quedaba en suspenso.


En la cocina, vertió Gati en un platito naranja. A sus pies, el alimento crujió. Llenó la pava, encendió el fuego y se distrajo pensando en algo. Cuando reaccionó, la tapa saltaba hacía rato. En el baño, reguló las hojas del espejo para verse en distintos ángulos. Estrujó un pomo de gel y peinó mechones de pelo hacia arriba, como puntas afiladas. Más cerca del espejo descubrió que la tintura colorada ya dejaba ver algunas canas. Sobre la cara redonda aplicó una base blanca, perlada, y corrigió el arco de las cejas con un pincel fino. Cubrió los ojos con sombras oscuras, dramáticas. Y delineó la boca exagerando el trazo, con un labial rojo sangre. Volvió a la cocina, tomó un mate y mordió una Criollita con la punta de los dientes. En la habitación, cambió la bata celeste por el traje de reina gótica. El vestido negro se ajustaba a los pliegues de la panza. Hilachas de tela y gasa salían del ruedo y los hombros. El escote de tul traslucía las tetas, que eran grandes y se juntaban bien arriba. Le había cortado los dedos a unos guantes de seda bordó oscuro. Los usaba con pulseras gruesas de cuero con tachas; unas eran planas y cuadradas, otras eran finas y en punta. Se calzó las botas con plataforma, y una por una fue abrochando las diez hebillas de metal. Siempre dejaba el corset para lo último. Hundió la panza, sostuvo el aire y de memoria ajustó los cordones por detrás de la cintura. Junto a la lámpara de pie, bajo la luz ciega, Lucifer se lamía las patas, delicadamente.


Amatambrada, se echó el tapado a los hombros y salió a Corrientes. El ruido del tráfico era una bola confusa. En un quiosco pidió Luckys. En empleado evitó mirarla directamente a los ojos. Tomó el Subte B en la estación Malabia. Bajó en Pasteur y atravesó el Once en sentido a Rivadavia. Encendió un cigarrillo. Avanzó por Azcuénaga, seguida por el punto de luz naranja. Los fines de semana el barrio se veía como una escenografía abandonada. De las sombras emergían figuras livianas, sigilosas, que desmontaban la partes móviles del decorado. En silencio acomodaban pedazos de madera y cartón en bolsas de arpillera gigantes. Pasó junto a ellos, bajo los conos de luz, como una sombra más. Se oía un tintineo de cadenas colgantes. Cruzó Rivadavia. El grupo ya estaba reunido junto a la boca de la estación Alberti, de la línea A. En el centro vio a Amanda, su compañera, que iba cobrando y haciendo tildes sobre la lista. La birome tenía serigrafiado el logo "Mystery Tours". Amanda era enorme, se peinaba con raya al medio, y combinaba pantalones oscuros con camisolas estrafalarias. Era agosto y no usaba abrigo; sólo una carterita cruzada, donde guardaba la plata. Rengueaba apenas, pero igual se mostraba enérgica. Tenía un aire despistado, suelto, y dos formas de ver la vida: por encima de los lentes (con cadenita), o a través de ellos, levantando la cabeza. Cuando la vio, Amanda sonrió ampliamente, le entregó la carpeta, le frotó la espalda y preguntó si estaba mejor. Alejandra miró las hojas y no dijo nada. "Okeey", siguió Amanda; le avisó que todavía esperaban a un pasajero más, y rengueó hasta el micro, que esperaba sobre Matheu. Alejandra repasó la lista y desvió la mirada por encima de la hoja. Vio a la misma parejita del fin de semana anterior, con los padres de alguno de los dos. Lanzaban miradas oblicuas y comentaban entre sí, como excitados. "Otra vez estos nabos", pensó. Había un grupo de modernos, como nueve, o diez, que llamaron su atención. Todos vestidos de negro. Eso le gustó. Observó distintos peinados, alturas y orientaciones sexuales. Los vio jóvenes, bellos, con onda. De golpe se sintió una vieja ridícula, con esa panza que empujaba para salir. Les sonrió. No hubo respuesta. Inexpresivos, o tímidos, algunos fumaban y charlaban, otros mandaban mensajes de texto, o simplemente esperaban, mirando las luces del tráfico. El peinado de una chica muy pálida parecía un casquete negro; tenía la nuca rapada, lentes de marco rojo y un novio que le pareció bastante viril. Los rulos armados hacia arriba, la nariz delicada, la cara larga, equina, y algunas canas en la barba. De golpe el flaco chifló e hizo saltar a todos. Agitó un brazo hacia la vereda de enfrente, por donde venía el que faltaba. Iba de mongomery y bufanda roja, caminando hacia el lado contrario, con auriculares, totalmente en otra. Todos le gritaron a la vez y allá se mandó a cruzar. Subió al cordón, se desenchufó de la música y se excusó con los amigos diciendo que no encontraba la calle Matheu. "Matheu nace de este lado", dijo Alejandra, un paso adelante, la voz grave, firme. Todos se dieron vuelta. "Buenas noches a todos", dijo después, con una sonrisa estudiada.


Alejandra reunió al grupo y les indicó que bajaran a la estación. Se ordenaron sobre los peldaños, en forma escalonada, dejando un espacio para los que subían. Le arrojó el tapado a Amanda, bajó hasta el nivel del andén, acomodó la garganta, y muy seria esperó que cesara el ruido de los vagones. Algunos largaban risitas nerviosas. Como en un anfiteatro, habló con una voz sonora, enigmática, precisa.

-Muy bien. Les doy la bienvenida a "Misteriosa Buenos Aires II". Les propongo un recorrido por los rincones más siniestros de la ciudad, para contar sus historias de crímenes, de fantasmas, en fin, todo aquello de lo cual no se habla -miraba fijamente a cada uno, las tachas se movían en el aire-. En este circuito se narran historias de asesinatos y leyendas urbanas, que transcurrieron aquí mismo, en nuestras calles. Relatos aún más sangrientos y tétricos que en "Misteriosa Buenos Aires I". Para los que no sepan, porque veo caras conocidas -la parejita y los padres saludaron a los demás-, les comento que este tour no es continuación de aquél, sino que son historias nuevas, en otros barrios. A pedido de ustedes. ¿Se animan a acompañarme en esta travesía macabra?

-Siii...!! -dijeron a coro los fans de Alejandra. Dos modernos se taparon la boca, aguantando la risa.

Con tonito de maestra, ahí nomás les preguntó si alguno sabía por qué a las estaciones Alberti y Pasco les falta su media estación. Silencio. El subte resopló. Alejandra explicó que a principios del siglo XX, durante la construcción de la estación Alberti Norte, hubo un derrumbe en el que murieron varios obreros italianos. El sindicato frenó la obra y la estación quedó inconclusa. Se decidió que las formaciones se detuvieran en Alberti, mano Plaza de Mayo, y en Pasco, mano a Primera Junta. Hasta hoy, cuando el subte vuelve del centro se puede ver, abandonada, la estación fantasma. Y cuando la luz del vagón parpadea, en esos breves lapsos de oscuridad aparecen sobre el pequeño andén, fragmentadas, espectrales, las figuras de varios obreros que esperan.


La parejita y los padres se acomodaron en los primeros asientos del micro, dos de un lado, y dos del otro. Amanda chasqueó la lengua, y se sentó en el segundo, con la lista y la bolsa de los souvenirs. El micro era nuevo, una cápsula hermética, silenciosa. Los tapizados eran de un azul intenso, con vivos de color verde y naranja. Los modernos se ubicaron por parejas, esparcidos en los asientos de la mitad hacia atrás. Desencantados, de una punta a otra comentaban que no hubiera costado nada colgar un par de telarañas o murciélagos de goma. Y que el aroma floral era demasiado fuerte. El de mongomery iba solo, dibujando con un dedo en el vidrio empañado. Por detrás, la ciudad borrosa empezaba a moverse. En el micrófono, Alejandra tejía un clima de suspenso, pronunciando de forma impecable, repetía todo tipo de datos forenses, mayormente incomprobables. En medio hacía algún chiste para descomprimir o buscaba la participación de los del fondo. Los del fondo se mandaban mensajes de texto, criticándole todo lo que podían. Adoraban su estilo recargado, entre gótico y heavy metal. Los de adelante demostraban respeto, prestaban atención, festejaban los chistes y se inclinaban para hacer preguntas, interesados en los detalles más truculentos.


En Balvanera, el tour se detuvo en una calle oscura, frente a una mansión a punto de venirse abajo. Las columnas romanas tenían grietas, puertas y ventanas estaban tapiadas. Las luces del micro se apagaron. Alejandra susurró:

-Hace mucho tiempo, en esa casa vivió un matrimonio joven, que esperaba un hijo. Faltaba poco para el nacimiento, por lo que el matrimonio decide contratar a una doméstica. El chico nace sano, el parto transcurre sin sobresaltos. A las pocas semanas, eventualmente los padres primerizos deciden salir un rato al cine. Y dejan al bebé dormido al cuidado de la mucama, que se quedó tejiendo al crochet. Pasan algunas horas, y al volver encuentran la casa iluminada, radiante, y a la doméstica, que espera sonriente. Los invita a pasar al salón comedor; en el medio de la mesa servida hay una gran bandeja cubierta. La mucama levanta la tapa de plata y los padres ven a su bebé, asado entre papas, batatas, y cebollitas crocantes. En algunas versiones el padre es un joven militar, que inmediatamente busca su arma y asesina a la mucama. En otras es un civil, que simplemente la mata a bandejazos.

Aplausos adelante. Atrás, los mensajes de texto se detuvieron.

-Esta es la leyenda urbana conocida como "El bebé al horno". En los Estados Unidos hay una versión parecida, donde la mucama es una joven hippy, drogada con LSD.


En Recoleta el micro se ubicó en doble fila frente a un petit hotel de tres pisos, apretado entre dos edificios. El chofer activó las balizas, Alejandra tomó un sorbo de agua y anunció la próxima historia: "No sólo los perros lamen las manos".

-Aquí vivió un matrimonio con su hija, que tenía nueve años, aproximadamente. El padre ejercía gran influencia en la política local. La niña tenía todo lo que un chico podría desear, pero sufría de una soledad inmensa, incomparable. Entonces, le regalaron un cachorro de raza grande. La niña y el perro se vuelven amigos inseparables, y así pasan algunos meses. Una noche, los padres salen a una fiesta del ámbito político. La dejan sola, durmiendo al cuidado del perro, que descansa bajo su cama. Cada tanto, como siempre, la nena baja la mano distraídamente, y el perro lame sus dedos. Así se duerme. Hasta que algo abrupto, como un ruido, la despierta. Un golpe seco y rasguños sobre la madera. Alerta, baja la mano y el perro la lame. Se tranquiliza y vuelve a dormir. Por la mañana, en el espejo del baño descubre algo espantoso: escrita con sangre, la leyenda: "NO SÓLO LOS PERROS LAMEN LAS MANOS". Corre a la habitación, desesperada, y encuentra al perro, hecho paté bajo la cama.

La del casquete apretó el brazo del novio.

-La chica se volvió loca y hasta el día de hoy está en un manicomio. Los padres, buscando olvidar todo el asunto, viajaron al extranjero, y tuvieron otra hija. Según los veterinarios forenses, el perro estaba muerto hacía varias horas. Entonces, la pregunta es...

-¿Quién le lamió la manooo...? -dijeron los de adelante, festivos, a coro.


En Palermo Alejandra anunció que para la próxima historia bajarían del micro. En los lagos, nada, ni un movimiento. Sólo el tráfico, al margen, como un flujo compacto de luces rojas. Sobre la esfera del Planetario, la luna fría le daba al paisaje un tono irreal. Bajaron hasta la orilla. Algunos daban saltitos en el lugar, otros hacían un cuenco con las manos sobre la boca y soplaban adentro. Alejandra se ubicó de espaldas al agua, que era lisa como una fuente de plata. El grupo formó una semicírculo alrededor de ella, que iba deteniéndose en las caras de cada uno, mirando directo a los ojos.

-Quiero hablarles del asesinato y descuartizamiento de Virginia Donatelli. Ya en los años 20 un halo de romanticismo negro cubría estos lagos -relató, en un tono grave, extendiendo el brazo hacia el agua.

(En la orilla opuesta, la luz de la luna definió un conjunto de formas pálidas que se movieron. Nadie las vio).

-Un mediodía húmedo y frío de 1929, más precisamente el 23 de julio de 1929, un niño que jugaba junto al agua lanza un pelotazo recto que va a parar al centro del lago. Le pegó de puntín, se ve. Para calmar su llanto, la niñera que lo acompañaba acude al guardián del parque, que juntaba hojas secas.

(Las figuras en la otra orilla eran una familia de patos. El más grande estiró el cogote, y uno a uno los otros lo siguieron. Esbeltos, curiosos, con la cabeza erguida miraban para este lado. Sacudieron las alas y metieron las patas en el agua. Nadaron en dirección al grupo, lentos, campantes; el más grande iba al frente, trazando líneas que se expandieron en la superficie espejada. La luna se quebró).

-La pelota se acercaba con el viento, pero el rastrillo del guardián enganchó algo: un paquete de arpillera atado con alambre. Se notificó a la policía, llegaron dos agentes y desataron el bulto. Era un torso de mujer, no tenía cabeza ni extremidades.

(A medida que se acercaban, los patos se hacían más grandes. Algunos ya los habían visto y comentaban entre sí, en voz baja. Otros seguían atentos al relato).

-La noticia del macabro hallazgo inauguró lo que los sabuesos de la prensa amarilla denominaron "el misterio de la descuartizada de Palermo".

Alejandra hizo un silencio, esperando alguna reacción. Pero todos ahora miraban hacia el agua: los patos se acercaban sigilosamente a espaldas de ella. El más grande tocó la orilla, desplegó unas alas enormes que salieron por detrás de la figura de Alejandra, y le tiró un picotazo que sonó seco al lado de su oreja. Ella saltó del susto, giró y recién ahí vio a los bichos que salían del agua y se le venían encima. Emitían sonidos extraños, graznaban disfónicamente, agitaban las alas y corrían entre la gente lanzando picotazos a las piernas. El grupo se dispersó, entre divertido y asustado. Alejandra se echó una corrida y fue la primera que subió al micro, esquivando el zafarrancho de patos enbravecidos.

Cuando recuperó el aire, dijo al micrófono:

-Je, je... qué lindos los patitos, ¿no? Lindos para corrrrrtarles el cogote, cocinarlos durante horas, has-ta-que-la-carrrr-ne pueda des-me-nu-zar-se con los dedos. Es dura la carne del pato, ojo.


Cada pasajero recibió como souvenir una birome con el logo de "Mystery Tours". La parejita y los padres siguieron hasta el final del trayecto. Los modernos combinaron con Amanda y bajaron en Canning y Corrientes. Ahí también bajó Alejandra. Amanda la abrazó y le repitió una vez más que podía llamarla si necesitaba algo. A la hora que fuera. Alejandra caminó por Corrientes. Adelante iba el grupo de modernos, que entró en "La Continental". Cuando pasó por esa esquina los vio acomodarse junto a la ventana. Charlaban alocadamente, sonreían, se besaban, jugaban con las biromes. Siguió. Se subió el cuello del tapado. Lloró sin darse cuenta. Era un llanto tranquilo, familiar. El viento daba de frente y empujaba las lágrimas para los costados. Se miró en el espejo del ascensor jaula. De los ojos le caían gotas negras. Por debajo del tapado soltó los cordones del corset. Respiró. En el departamento, algo parecía haberse detenido en el aire justo antes de abrir la puerta. Lucifer no apareció. El living se teñía de la luz amarilla de la calle. La ventana estaba abierta, la cortinas se movían. Sobre la pared de costado, proyectada, gigante, vio la sombra de un pato. Miró de nuevo: era una planta del balcón.



Abril de 2010

















.