Bajo las sábanas, un movimiento mínimo. Abrió los ojos. El reloj iba a marcar las siete. Se adaptó a la poca luz y a la idea de estar viva una vez más. Giró y quedó boca arriba. Notó que la mancha en el techo cada vez era más grande. Suspiró. Sonó la alarma y le tiró un manotazo. Afuera, la noche se había desplomado, helada como un yunque. En un rincón del cuarto había una lámpara de pie cubierta con un velo negro, ahogada en su propia luz. Sobre la colcha, Lucifer la miraba con ojos vagos, achinados. Ante el movimiento, las pupilas redondas se hicieron verticales. El motor se activó. Alejandra liberó una mano para acariciarlo. Lucifer se dobló en un arco, amasó la tela, hizo una pausa y bostezó. La otra mitad de la cama estaba intacta. Y en la mesa de luz de aquel lado, el libro sin terminar recibía polvo. En el lomo, las letras eran ojos que la miraban, inmóviles. Salió de la cama, tanteó las pantuflas con los pies fríos y se abrigó con la bata que había sido de él. Olió la tela: quedaban trazos sutiles de perfume. Cayó sobre la cama y hundió la cara en las manos. Lucifer desplegó su cuerpo elástico en el aire, y se ubicó junto al marco de la puerta. La buscó con la mirada, y después emitió un gemido lastimoso. La cola ondulaba, teatral, y de pronto quedaba en suspenso.
En la cocina, vertió Gati en un platito naranja. A sus pies, el alimento crujió. Llenó la pava, encendió el fuego y se distrajo pensando en algo. Cuando reaccionó, la tapa saltaba hacía rato. En el baño, reguló las hojas del espejo para verse en distintos ángulos. Estrujó un pomo de gel y peinó mechones de pelo hacia arriba, como puntas afiladas. Más cerca del espejo descubrió que la tintura colorada ya dejaba ver algunas canas. Sobre la cara redonda aplicó una base blanca, perlada, y corrigió el arco de las cejas con un pincel fino. Cubrió los ojos con sombras oscuras, dramáticas. Y delineó la boca exagerando el trazo, con un labial rojo sangre. Volvió a la cocina, tomó un mate y mordió una Criollita con la punta de los dientes. En la habitación, cambió la bata celeste por el traje de reina gótica. El vestido negro se ajustaba a los pliegues de la panza. Hilachas de tela y gasa salían del ruedo y los hombros. El escote de tul traslucía las tetas, que eran grandes y se juntaban bien arriba. Le había cortado los dedos a unos guantes de seda bordó oscuro. Los usaba con pulseras gruesas de cuero con tachas; unas eran planas y cuadradas, otras eran finas y en punta. Se calzó las botas con plataforma, y una por una fue abrochando las diez hebillas de metal. Siempre dejaba el corset para lo último. Hundió la panza, sostuvo el aire y de memoria ajustó los cordones por detrás de la cintura. Junto a la lámpara de pie, bajo la luz ciega, Lucifer se lamía las patas, delicadamente.
Amatambrada, se echó el tapado a los hombros y salió a Corrientes. El ruido del tráfico era una bola confusa. En un quiosco pidió Luckys. En empleado evitó mirarla directamente a los ojos. Tomó el Subte B en la estación Malabia. Bajó en Pasteur y atravesó el Once en sentido a Rivadavia. Encendió un cigarrillo. Avanzó por Azcuénaga, seguida por el punto de luz naranja. Los fines de semana el barrio se veía como una escenografía abandonada. De las sombras emergían figuras livianas, sigilosas, que desmontaban la partes móviles del decorado. En silencio acomodaban pedazos de madera y cartón en bolsas de arpillera gigantes. Pasó junto a ellos, bajo los conos de luz, como una sombra más. Se oía un tintineo de cadenas colgantes. Cruzó Rivadavia. El grupo ya estaba reunido junto a la boca de la estación Alberti, de la línea A. En el centro vio a Amanda, su compañera, que iba cobrando y haciendo tildes sobre la lista. La birome tenía serigrafiado el logo "Mystery Tours". Amanda era enorme, se peinaba con raya al medio, y combinaba pantalones oscuros con camisolas estrafalarias. Era agosto y no usaba abrigo; sólo una carterita cruzada, donde guardaba la plata. Rengueaba apenas, pero igual se mostraba enérgica. Tenía un aire despistado, suelto, y dos formas de ver la vida: por encima de los lentes (con cadenita), o a través de ellos, levantando la cabeza. Cuando la vio, Amanda sonrió ampliamente, le entregó la carpeta, le frotó la espalda y preguntó si estaba mejor. Alejandra miró las hojas y no dijo nada. "Okeey", siguió Amanda; le avisó que todavía esperaban a un pasajero más, y rengueó hasta el micro, que esperaba sobre Matheu. Alejandra repasó la lista y desvió la mirada por encima de la hoja. Vio a la misma parejita del fin de semana anterior, con los padres de alguno de los dos. Lanzaban miradas oblicuas y comentaban entre sí, como excitados. "Otra vez estos nabos", pensó. Había un grupo de modernos, como nueve, o diez, que llamaron su atención. Todos vestidos de negro. Eso le gustó. Observó distintos peinados, alturas y orientaciones sexuales. Los vio jóvenes, bellos, con onda. De golpe se sintió una vieja ridícula, con esa panza que empujaba para salir. Les sonrió. No hubo respuesta. Inexpresivos, o tímidos, algunos fumaban y charlaban, otros mandaban mensajes de texto, o simplemente esperaban, mirando las luces del tráfico. El peinado de una chica muy pálida parecía un casquete negro; tenía la nuca rapada, lentes de marco rojo y un novio que le pareció bastante viril. Los rulos armados hacia arriba, la nariz delicada, la cara larga, equina, y algunas canas en la barba. De golpe el flaco chifló e hizo saltar a todos. Agitó un brazo hacia la vereda de enfrente, por donde venía el que faltaba. Iba de mongomery y bufanda roja, caminando hacia el lado contrario, con auriculares, totalmente en otra. Todos le gritaron a la vez y allá se mandó a cruzar. Subió al cordón, se desenchufó de la música y se excusó con los amigos diciendo que no encontraba la calle Matheu. "Matheu nace de este lado", dijo Alejandra, un paso adelante, la voz grave, firme. Todos se dieron vuelta. "Buenas noches a todos", dijo después, con una sonrisa estudiada.
Alejandra reunió al grupo y les indicó que bajaran a la estación. Se ordenaron sobre los peldaños, en forma escalonada, dejando un espacio para los que subían. Le arrojó el tapado a Amanda, bajó hasta el nivel del andén, acomodó la garganta, y muy seria esperó que cesara el ruido de los vagones. Algunos largaban risitas nerviosas. Como en un anfiteatro, habló con una voz sonora, enigmática, precisa.
-Muy bien. Les doy la bienvenida a "Misteriosa Buenos Aires II". Les propongo un recorrido por los rincones más siniestros de la ciudad, para contar sus historias de crímenes, de fantasmas, en fin, todo aquello de lo cual no se habla -miraba fijamente a cada uno, las tachas se movían en el aire-. En este circuito se narran historias de asesinatos y leyendas urbanas, que transcurrieron aquí mismo, en nuestras calles. Relatos aún más sangrientos y tétricos que en "Misteriosa Buenos Aires I". Para los que no sepan, porque veo caras conocidas -la parejita y los padres saludaron a los demás-, les comento que este tour no es continuación de aquél, sino que son historias nuevas, en otros barrios. A pedido de ustedes. ¿Se animan a acompañarme en esta travesía macabra?
-Siii...!! -dijeron a coro los fans de Alejandra. Dos modernos se taparon la boca, aguantando la risa.
Con tonito de maestra, ahí nomás les preguntó si alguno sabía por qué a las estaciones Alberti y Pasco les falta su media estación. Silencio. El subte resopló. Alejandra explicó que a principios del siglo XX, durante la construcción de la estación Alberti Norte, hubo un derrumbe en el que murieron varios obreros italianos. El sindicato frenó la obra y la estación quedó inconclusa. Se decidió que las formaciones se detuvieran en Alberti, mano Plaza de Mayo, y en Pasco, mano a Primera Junta. Hasta hoy, cuando el subte vuelve del centro se puede ver, abandonada, la estación fantasma. Y cuando la luz del vagón parpadea, en esos breves lapsos de oscuridad aparecen sobre el pequeño andén, fragmentadas, espectrales, las figuras de varios obreros que esperan.
La parejita y los padres se acomodaron en los primeros asientos del micro, dos de un lado, y dos del otro. Amanda chasqueó la lengua, y se sentó en el segundo, con la lista y la bolsa de los souvenirs. El micro era nuevo, una cápsula hermética, silenciosa. Los tapizados eran de un azul intenso, con vivos de color verde y naranja. Los modernos se ubicaron por parejas, esparcidos en los asientos de la mitad hacia atrás. Desencantados, de una punta a otra comentaban que no hubiera costado nada colgar un par de telarañas o murciélagos de goma. Y que el aroma floral era demasiado fuerte. El de mongomery iba solo, dibujando con un dedo en el vidrio empañado. Por detrás, la ciudad borrosa empezaba a moverse. En el micrófono, Alejandra tejía un clima de suspenso, pronunciando de forma impecable, repetía todo tipo de datos forenses, mayormente incomprobables. En medio hacía algún chiste para descomprimir o buscaba la participación de los del fondo. Los del fondo se mandaban mensajes de texto, criticándole todo lo que podían. Adoraban su estilo recargado, entre gótico y heavy metal. Los de adelante demostraban respeto, prestaban atención, festejaban los chistes y se inclinaban para hacer preguntas, interesados en los detalles más truculentos.
En Balvanera, el tour se detuvo en una calle oscura, frente a una mansión a punto de venirse abajo. Las columnas romanas tenían grietas, puertas y ventanas estaban tapiadas. Las luces del micro se apagaron. Alejandra susurró:
-Hace mucho tiempo, en esa casa vivió un matrimonio joven, que esperaba un hijo. Faltaba poco para el nacimiento, por lo que el matrimonio decide contratar a una doméstica. El chico nace sano, el parto transcurre sin sobresaltos. A las pocas semanas, eventualmente los padres primerizos deciden salir un rato al cine. Y dejan al bebé dormido al cuidado de la mucama, que se quedó tejiendo al crochet. Pasan algunas horas, y al volver encuentran la casa iluminada, radiante, y a la doméstica, que espera sonriente. Los invita a pasar al salón comedor; en el medio de la mesa servida hay una gran bandeja cubierta. La mucama levanta la tapa de plata y los padres ven a su bebé, asado entre papas, batatas, y cebollitas crocantes. En algunas versiones el padre es un joven militar, que inmediatamente busca su arma y asesina a la mucama. En otras es un civil, que simplemente la mata a bandejazos.
Aplausos adelante. Atrás, los mensajes de texto se detuvieron.
-Esta es la leyenda urbana conocida como "El bebé al horno". En los Estados Unidos hay una versión parecida, donde la mucama es una joven hippy, drogada con LSD.
En Recoleta el micro se ubicó en doble fila frente a un petit hotel de tres pisos, apretado entre dos edificios. El chofer activó las balizas, Alejandra tomó un sorbo de agua y anunció la próxima historia: "No sólo los perros lamen las manos".
-Aquí vivió un matrimonio con su hija, que tenía nueve años, aproximadamente. El padre ejercía gran influencia en la política local. La niña tenía todo lo que un chico podría desear, pero sufría de una soledad inmensa, incomparable. Entonces, le regalaron un cachorro de raza grande. La niña y el perro se vuelven amigos inseparables, y así pasan algunos meses. Una noche, los padres salen a una fiesta del ámbito político. La dejan sola, durmiendo al cuidado del perro, que descansa bajo su cama. Cada tanto, como siempre, la nena baja la mano distraídamente, y el perro lame sus dedos. Así se duerme. Hasta que algo abrupto, como un ruido, la despierta. Un golpe seco y rasguños sobre la madera. Alerta, baja la mano y el perro la lame. Se tranquiliza y vuelve a dormir. Por la mañana, en el espejo del baño descubre algo espantoso: escrita con sangre, la leyenda: "NO SÓLO LOS PERROS LAMEN LAS MANOS". Corre a la habitación, desesperada, y encuentra al perro, hecho paté bajo la cama.
La del casquete apretó el brazo del novio.
-La chica se volvió loca y hasta el día de hoy está en un manicomio. Los padres, buscando olvidar todo el asunto, viajaron al extranjero, y tuvieron otra hija. Según los veterinarios forenses, el perro estaba muerto hacía varias horas. Entonces, la pregunta es...
-¿Quién le lamió la manooo...? -dijeron los de adelante, festivos, a coro.
En Palermo Alejandra anunció que para la próxima historia bajarían del micro. En los lagos, nada, ni un movimiento. Sólo el tráfico, al margen, como un flujo compacto de luces rojas. Sobre la esfera del Planetario, la luna fría le daba al paisaje un tono irreal. Bajaron hasta la orilla. Algunos daban saltitos en el lugar, otros hacían un cuenco con las manos sobre la boca y soplaban adentro. Alejandra se ubicó de espaldas al agua, que era lisa como una fuente de plata. El grupo formó una semicírculo alrededor de ella, que iba deteniéndose en las caras de cada uno, mirando directo a los ojos.
-Quiero hablarles del asesinato y descuartizamiento de Virginia Donatelli. Ya en los años 20 un halo de romanticismo negro cubría estos lagos -relató, en un tono grave, extendiendo el brazo hacia el agua.
(En la orilla opuesta, la luz de la luna definió un conjunto de formas pálidas que se movieron. Nadie las vio).
-Un mediodía húmedo y frío de 1929, más precisamente el 23 de julio de 1929, un niño que jugaba junto al agua lanza un pelotazo recto que va a parar al centro del lago. Le pegó de puntín, se ve. Para calmar su llanto, la niñera que lo acompañaba acude al guardián del parque, que juntaba hojas secas.
(Las figuras en la otra orilla eran una familia de patos. El más grande estiró el cogote, y uno a uno los otros lo siguieron. Esbeltos, curiosos, con la cabeza erguida miraban para este lado. Sacudieron las alas y metieron las patas en el agua. Nadaron en dirección al grupo, lentos, campantes; el más grande iba al frente, trazando líneas que se expandieron en la superficie espejada. La luna se quebró).
-La pelota se acercaba con el viento, pero el rastrillo del guardián enganchó algo: un paquete de arpillera atado con alambre. Se notificó a la policía, llegaron dos agentes y desataron el bulto. Era un torso de mujer, no tenía cabeza ni extremidades.
(A medida que se acercaban, los patos se hacían más grandes. Algunos ya los habían visto y comentaban entre sí, en voz baja. Otros seguían atentos al relato).
-La noticia del macabro hallazgo inauguró lo que los sabuesos de la prensa amarilla denominaron "el misterio de la descuartizada de Palermo".
Alejandra hizo un silencio, esperando alguna reacción. Pero todos ahora miraban hacia el agua: los patos se acercaban sigilosamente a espaldas de ella. El más grande tocó la orilla, desplegó unas alas enormes que salieron por detrás de la figura de Alejandra, y le tiró un picotazo que sonó seco al lado de su oreja. Ella saltó del susto, giró y recién ahí vio a los bichos que salían del agua y se le venían encima. Emitían sonidos extraños, graznaban disfónicamente, agitaban las alas y corrían entre la gente lanzando picotazos a las piernas. El grupo se dispersó, entre divertido y asustado. Alejandra se echó una corrida y fue la primera que subió al micro, esquivando el zafarrancho de patos enbravecidos.
Cuando recuperó el aire, dijo al micrófono:
-Je, je... qué lindos los patitos, ¿no? Lindos para corrrrrtarles el cogote, cocinarlos durante horas, has-ta-que-la-carrrr-ne pueda des-me-nu-zar-se con los dedos. Es dura la carne del pato, ojo.
Cada pasajero recibió como souvenir una birome con el logo de "Mystery Tours". La parejita y los padres siguieron hasta el final del trayecto. Los modernos combinaron con Amanda y bajaron en Canning y Corrientes. Ahí también bajó Alejandra. Amanda la abrazó y le repitió una vez más que podía llamarla si necesitaba algo. A la hora que fuera. Alejandra caminó por Corrientes. Adelante iba el grupo de modernos, que entró en "La Continental". Cuando pasó por esa esquina los vio acomodarse junto a la ventana. Charlaban alocadamente, sonreían, se besaban, jugaban con las biromes. Siguió. Se subió el cuello del tapado. Lloró sin darse cuenta. Era un llanto tranquilo, familiar. El viento daba de frente y empujaba las lágrimas para los costados. Se miró en el espejo del ascensor jaula. De los ojos le caían gotas negras. Por debajo del tapado soltó los cordones del corset. Respiró. En el departamento, algo parecía haberse detenido en el aire justo antes de abrir la puerta. Lucifer no apareció. El living se teñía de la luz amarilla de la calle. La ventana estaba abierta, la cortinas se movían. Sobre la pared de costado, proyectada, gigante, vio la sombra de un pato. Miró de nuevo: era una planta del balcón.
Abril de 2010
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gra ci as
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