lunes, 17 de enero de 2011

Nuestra Gaby Sabatini





Ni bien nos mudamos al barrio me enteré de que el jefe de la cuadra era una chica. Mis viejos desarmaban cajas y yo andaba por ahí, explorando, cuerpo a tierra entre matas de pasto crecido. La imagen de Sandra se me apareció de golpe, parada al otro lado del alambrado que dividía el fondo de nuestras casas. El terreno de su familia era mucho más grande que el nuestro, y con los años sería cancha de fútbol, tenis, sóftbol, hándbol y cualquier cosa que nos diera la excusa para mancharnos la ropa de verde. Hoy todavía sueño que desde mi habitación oigo voces de chicos que juegan; trepo el alambrado buscando en ese parque inmenso, pero no veo a nadie. 
Sandra seguía con la vista clavada en mí. Sin saber muy bien cuánto tiempo hacía que estaba ahí, me levanté de un salto y así nos quedamos un rato, estudiándonos. Ella, con la pelota dominada bajo un botín de tapones blancos, la expresión superada; y yo, sacudiéndome el pasto con un poco de vergüenza. No sabía adónde mirar; si a esos ojos grises, casi transparentes, al botín Adidas reluciente bajo el sol, o a la pelota número cinco de gajos rojos y blancos.
Qué hacés, dijo. 
Explorando, contesté. 
Tenía una voz ronca. Su corte de pelo era como el mío: un flequillo abultado que le tapaba los ojos. Usaba shorts que le iban grandes, con medias de fútbol y los cordones atados a los tobillos. Tenía una cara linda, con pecas, y era más alta que yo. Te gusta el fútbol, preguntó. Claro, apuré. Y de qué cuadro sos, desafió. De Boca, y vos. 
Silencio. 
Bajó la vista a la pelota y yo la bajé con ella. Los colores: rojo y blanco. Claro. Volvió a mirarme con una ceja levantada. Otro silencio. Más largo. Un tábano pasó volando entre los dos. El sol de las tres de la tarde hacía crujir el pasto. Te juego un cabeza, dijo, y fue hasta el final del alambrado. La seguí, me mostró un agujero por donde pasar y me advirtió que tuviera cuidado con las puntas.

El padre de Sandra se llamaba Luis, era un flaco alto y escurrido, con un aire enigmático, o quizás solo era cansancio. Usaba bigotes largos, tenía un poco de pelo arriba de la cabeza y mucho a los costados. Era dueño de un corralón de materiales; lo veíamos salir a la mañana y volver al mediodía para almorzar. Siempre con la carterita negra bajo el brazo, media sonrisa y una expresión fatigada. Fumaba mucho, gargajeaba otro tanto, y además hacía toser a un Taunus que tenía problemas con el embrague. Elena, la madre de Sandra, también tenía la voz gastada por el tabaco. Nunca se quitaba los ruleros, que usaba debajo de un pañuelo de tela brillante. Nadie llegó a saber si alguna vez se le formaron los rulos o no. Barría la vereda cuatro veces por día, y entre sus dedos siempre había un cigarrillo que se consumía de a poco. Cuando pasábamos, sacaba caramelos del bolsillo del delantal y nos acariciaba la cabeza. Sandra tenía un hermano más grande, Walter, que trabajaba con Luis desde que había terminado el secundario. También era muy alto, tenía granos y frenos en los dientes. Con Sandra pasábamos toda la tarde en la calle jugando al fútbol contra los pibes de la otra cuadra. Si estábamos en medio de un partido bravo, Walter aparecía de la nada y entraba a robarse la pelota, eludía a todos los contrarios y les hacía un golazo. Se despedía con los brazos en alto, en medio de una ovación que él mismo hacía, imitando una transmisión de radio, mientras los otros iban a quejarse con Sandra. Era macanudísimo.

 Walter me hizo escuchar por primera vez a los Beatles. Los sábados después del mediodía dejaba que Sandra y yo entráramos a su habitación. Estaba llena de estantes con vinilos obsesivamente ordenados; por todos lados había pósters de River Plate, de las chicas de Olmedo, de los Beatles, de Serú Girán y de otros grupos que yo no conocía. Le encantaba repetir frente a nosotros el ritual de sacar el disco de la funda, soplar la púa, posarla con cuidado sobre el surco y observar nuestra reacción ante las primeras notas. Disfrutaba de ver cómo nos brillaban los ojitos cuando ponía el volumen al mango. A los gritos sobre la música describía Liverpool de una manera tan nítida que parecía haber estado ahí. Mientras yo imaginaba la niebla que entraba en el puerto de esa ciudad difusa, Sandra se inclinaba sobre la guitarra criolla, a seguir los punteos de Harrison. 

Algunas de esas noches de sábado la familia de Sandra me invitaba al estadio del Club Nueva Chicago, en Mataderos. Ahí se corría la categoría Midget, que consistía en un pelotón de cartings sobre un circuito alrededor de la cancha, a toda velocidad, en un estruendo que hacía delirar a la gente. Cada dos por tres uno se tocaba con otro y se armaba un zafarrancho de autos volando por el aire. Era común ver a alguno rodar como una lata en llamas hasta dar contra el muro de contención. El piloto siempre lograba escapar de la jaula retorcida, hecho una bola de fuego humana, y se agarraba del alambrado, justo frente a nosotros, mientras los bomberos extinguían las llamas de su cuerpo.

Entre las siete y las siete y cuarto de la mañana casi todos los chicos del barrio salíamos para el colegio. Un día vimos que Walter abrazaba muy fuerte a Sandra; la levantó hasta que los pies de ella se soltaron del piso. Después, lo mismo con Elena y con Luis. Se estaba despidiendo. La primera que lloró fue la madre y los demás se fueron contagiando, pero él se contuvo y les dejó una sonrisa final. Ya no usaba aparatos. Pasó junto a mí guiñándome un ojo, le acarició la cabeza a mi hermano, y así lo vimos avanzar hasta la esquina. En el hombro llevaba colgada una bolsa marrón, como una morcilla gigante, y un paquete de sánguches de milanesa bajo el brazo. Escuché a Elena gritar que tenían que durarle un par de días, por lo menos, y después hundió la cara en el pecho de Luis, que no decía nada. Veíamos irse a Walter sin saber muy bien lo que pasaba. Ese día Sandra faltó al colegio y no volvimos a verla por un tiempo. Abrazado a mi valija busqué la mirada de Faina en la vereda de enfrente, para ver si sabía algo. Faina negó con la cabeza y levantó los hombros: no tenía idea. Después le aplicó una patada suave en el culo a Juampi, su hermano menor, y apuraron el paso hasta el micro que les tocaba bocina. 

Anduvimos tristes durante un par de semanas, pero no nos animábamos a preguntar a dónde se había ido Walter. Pero pasó el tiempo y nos fuimos olvidando. No dejé de escuchar a los Beatles en un cassette que yo mismo había compilado: grababa temas de un programa de Badía. Junté los vueltos de un año para comprarme un Walkman; mi mamá me cosió una especie de carterita de jean para colgármelo y así lo llevé a todos lados.

Faina era mi mejor amigo. Los domingos a la mañana, la madre y la abuela me invitaban a la iglesia con ellos. Yo no estaba ni bautizado, y en las partes en las que había que rezar solo hacía la mímica. Me fascinaba el eco de la voz del cura en ese espacio rodeado de mármol, y las líneas de luz severa que bajaban desde la cúpula altísima. A contraluz veía flotar, muy nítidas, las partículas de polvo que despedían los tapados de las señoras. Creía que ese halo de claridad que tocaba las primeras filas era Dios. Y casi podía elevarme con la vista hasta ese cielo cóncavo, entre imágenes de ángeles acongojados, envueltos en géneros brillantes, medio desnudos, sugerentes. Cuando la misa terminaba salíamos corriendo por el pasillo del medio y nos lanzábamos a resbalar con todo el cuerpo sobre el piso recién pulido.

Faina era medio rubio, como yo, pero más bien gordo e impulsivo. Cada vez que se calentaba hacía rechinar los dientes, y una gran mancha roja le subía desde el cuello y se expandía por los cachetes. Cada tanto nos agarrábamos a trompadas; la regla tácita decía que siempre fuera con la mano abierta. Todavía tengo esa sensación en los dientes de la vez en que le arranqué de una mordida un pedazo de buzo de plush, color amarillo patito. Como yo no tenía un gran físico, acortaba la distancia con mi rival a mordiscones. Faina lo sabía y me frenaba a cachetazos. Muchas veces, en medio del entrevero de piñas y patadas que volaban para todos lados, yo me daba cuenta de que en realidad peleábamos por la atención de Sandra. Y al final siempre volvíamos a ser amigos, pero Sandra nos fajaba a los dos. La mirábamos embobados aun cuando nos tenía contra el cordón de la vereda dándonos rodillazos en las costillas. Era una fenómena; jugaba al fútbol que daba gusto y ni entre los dos lográbamos quitarle la pelota. La corríamos desde atrás y nos alternábamos para tirarle guadañazos a los pies, y ella saltaba para esquivar las patadas. A Faina y a mí nos gustaban dos chicas que vivían a la vuelta, Flavia y Paulita. Si pasaban por nuestra vereda abandonábamos lo que estuviéramos haciendo para mirarlas, aunque ellas simularan no vernos. A Sandra le brotaban los celos y las sacudía a pelotazos.

No existía hacer otra cosa que no fuera lo que ella quería. Así nos convencía de que por ejemplo saltáramos al vacío desde la parrilla de mi casa hasta la rama horizontal de un ciruelo, acaso creyendo que éramos un grupo de trapecistas rusos. Más de una vez alguno calculó mal y se fue de boca al piso. Jugábamos a la guerra y nos arrojábamos detrás de las trincheras que armábamos con pedazos de madera, y repetíamos varias veces cada escena como si fuéramos dobles de riesgo. Sacábamos cañas del terreno baldío junto a la casa de Sandra, usábamos tanza para construir arcos y cortábamos flechas bien rectas y afiladas, que atravesaban la carne jugosa de los bananos. En verano hacíamos chozas con esas cañas bajo la sombra de un paraíso enorme. Metidos ahí adentro en tardes de lluvia, con goteras que nos daban en la cabeza, alguna que otra vez Sandra y yo nos tocamos. Yo sentía su indiferencia, tal vez había algo de curiosidad pero ningún compromiso físico. A mí me gustaba en el momento pero después me quedaba con una carga extraña, como si la paja me la hubiese hecho otro pibe.

Una mañana en vacaciones de invierno jugábamos en la calle cuando de pronto Sandra corrió hasta la esquina. La seguimos con la mirada mientras volaba en el aire a los brazos de Walter, que soltaba la bolsa marrón para recibirla. La hizo girar y girar mientras le daba besos y le decía cosas lindas, asombrado por el estirón que había pegado. Dejaron de dar vueltas y él me pareció ido, como un sonámbulo, más viejo y más flaco. Venía vestido de verde, con el pelo rapado. De cerca vimos que ya no tenía granos, solo marcas, y que toda la cabeza estaba cruzada de rayones blancos. Sandra lo trajo de la mano en silencio, Walter pasó frente a nosotros con una sonrisa pálida, y entraron. No lo vimos de nuevo hasta un par de meses después.

Cuando volvió a invitarnos a escuchar música en su habitación, había arrancado todos los pósters. Solo quedaban algunas puntas de cartulina clavadas con chinches; sobre la pintura de la pared había rectángulos más claros. Ahora ponía discos de Joni Mitchell e Invisible, sin subir demasiado el volumen. Con la vista en un ángulo del techo, Sandra prestaba atención a la música, concentrada, mientras apoyaba los dedos en las cuerdas de la guitarra. De a poco lograba seguir esta música que parecía más complicada; se notaba que estaba tocando mejor. Walter la miraba practicar en silencio, sentado en la cama con la espalda contra la pared. No decía nada y podía estar así toda la tarde. Noté que le había crecido el pelo. De Invisible me llamó la atención una letra que hablaba de un astronauta, que iba por el espacio con un banderín de River Plate sobre el comando. Le conté a Walter que por Sandra me había hecho de River, y se empezó a reír. Aproveché el momento para preguntar dónde había estado todo este tiempo. Sandra dejó de tocar y me atravesó con la mirada. Él contó que se había ido al servicio militar, y en el momento en que estaban por darlos de baja los mandaron a la guerra. Hablaba como si estuviera describiendo un sueño confuso, mientras cerraba los ojos y se echaba de costado en la cama. Por un momento pensé en la guerra y la imaginé en blanco y negro. Por esas películas que daban los domingos a la tarde. Sandra siguió tocando y a mí no se me ocurrió nada más que decir. Solo después de un rato me animé a pedirle a Walter que me copiara en un cassette el disco de Invisible.

Y en los meses que siguieron no hice más que escucharlo, iba a todos lados con el walkman en mi carterita. En las noches del verano invitábamos a los pibes de la otra cuadra y las chicas de la vuelta, y se armaban unas escondidas memorables. Duraban hasta la una o dos de la mañana, nuestros padres sacaban sillas a la vereda y se quedaban a conversar. Valía esconderse en todo el barrio sin pasar el límites de las avenidas. A Sandra le gustaba medirse con cada uno de nosotros en la carrera hasta la piedra, y se ofrecía para contar primero. Yo hacía un par de cuadras a toda velocidad y me procuraba un escondite bien alto. Trepaba las ramas de algún paraíso hasta donde las hojas alcanzaban los focos de la calle. Y ahí me quedaba, a esperar. Me distraía con los bichos que zumbaban alrededor de los halos amarillentos, y se largaban en picada hacia la luz. Al chocar hacían un ruido seco. Entonces me calzaba los auriculares y le daba play al walkman. Me gustaba el tema tres: “Alarma entre los Ángeles”. Era un tema veloz, instrumental, de guitarras, bajo, batería y un teclado medio loco. La música me hacía pensar en los ángeles que veía los domingos, y los imaginaba preocupadísimos, dando vueltas sin parar, como los bichos, porque Dios los había cagado a pedos, o algo así.

Después vino la época de Gaby Sabatini y a todos se nos contagió el entusiasmo por el tenis. Mi viejo había conseguido dos raquetas de aluminio, livianas, pero muy blandas, que se deformaban al menor golpe. Mi mamá nos había cosido a mi hermano y a mí un par de equipos de gimnasia, con los mismos colores, pero invertidos. Faina había ligado un conjunto de chomba, shorts, medias y zapatillas Ellesse, en tonos de amarillo y blanco. Siempre el amarillo patito, nos burlábamos, y él se defendía diciendo que era un regalo de la abuela, que elegía los colores del Vaticano. Pero había que ver a Sandra, toda de blanco y en pollerita corta, salir de la casa como en cámara lenta, brillando en un halo de esplendor. La vincha le aplastaba el flequillo sobre los ojos, que parecían más chicos e inexpresivos. Nos codeábamos entre nosotros: el cuerpo le había cambiado, ya era una mujer. Nos reunimos alrededor de ella y la vimos desenfundar una raqueta de grafito azul, casi negro, impecable, con brillos que nos dejaban ciegos. Era una Prince, como la de Gaby, y en el encordado tenía impresa una letra “P”, enorme y dinámica. Mi hermano y yo miramos las nuestras, que no decían nada.

Íbamos a jugar a unas canchas de polvo de ladrillo sobre la Avenida Provincias Unidas. Sandra entraba primero y se dedicaba unos minutos a elongar. Alguno de nosotros entraba con ella, en silencio y con respeto, mientras los demás nos quedábamos en un banco al costado de la cancha. Íbamos pasando de a uno y ella nos daba el pesto sistemáticamente. Jugaba muy tranquila, sobre la línea del fondo, y resolvía el partido desde ahí. Nos dejaba hacer algunos puntos hasta que metía un sablazo paralelo al fleje, o un revés cruzado bestial que ni tenía sentido ir a buscar. Y así se quedaba, en esa última figura, estática, con las rodillas flexionadas, el brazo extendido y la raqueta paralela al piso. Concentrada en sí misma imaginaba la gloria y los flashes. Yo lograba aguantarle un poco más cada punto, y la hacía correr bastante. Usaba la muñeca y la obligaba a venir a la red jugándole bolas cortas con efecto, que caían muertitas entre la línea y el final de la red. No ganar un game la enfurecía, simplemente porque no estaba en sus planes. Entonces, caminaba con serenidad hasta el fondo de la cancha, picando la pelota, y el próximo saque te lo apuntaba a la cabeza.

El entusiasmo se nos fue yendo, lento, de manera imperceptible, como se iban los días, las estaciones y los años. Sandra dejó de usarnos como sparrings y siguió yendo a entrenar sola. Desde el Club Huracán de San Justo le llegó una oferta para empezar a competir en torneos de la categoría junior. Los demás fuimos teniendo otros intereses. Las chicas de la vuelta venían a comprar cigarrillos a nuestra cuadra y pasábamos horas en la puerta de lo de Faina. A mí me gustaba Paulita y él todavía no se animaba con Flavia. Sentados con ellas en el cordón de la vereda veíamos llegar a Sandra, agotada después del entrenamiento de la tarde. A estudiar y al otro día levantarse temprano para el colegio. Nos saludaba de lejos, y mientras cerraba el portón nos contaba rápidamente en qué andaba. Y antes de verla desaparecer con las últimas luces, le decíamos que ella siempre iba a ser nuestra Gaby Sabatini.

Mudarnos a Ramos Mejía luego del divorcio fue como irse a vivir a Nueva York. Bajaba del edificio y me cruzaba con caras desconocidas, y a la vez nadie me conocía a mí. Era un extraño hasta para mí mismo. Me sentía vacío, sin personalidad, anónimo entre la gente que se reía en las heladerías, o se agolpaba en cada esquina para cruzar Avenida de Mayo. Las ruedas del skate tropezaban en la unión de las baldosas y en la calle no se podía andar, por el tránsito. Así me entregué al aire viciado de las casas de videojuegos. Ahí adentro no se sabía si era de día o de noche; me pasaba horas frente a las pantallas aunque no tuviera plata, respirando ese humo denso, como una bruma baja atravesada por explosiones de color. Me aturdía con el batifondo de musiquitas superpuestas, para no pensar, moviendo palancas que no me respondían. En uno de esos antros vi por primera vez a dos flacos más grandes que yo darse un beso en la mejilla, y usar la palabra “vieja” en vez de “viejo”. Ejemplo: “¿Qué hacés, vieja?”. 

Una tarde no aguantaba más la tristeza y llamé a Faina desde un teléfono público. Me contó que estaba de novio con Flavia y que Paulita andaba saliendo con un pibe. Quise romper la cabina a telefonazos. Cambió el tono para decirme que a Sandra le habían descubierto una enfermedad en la cadera, y era posible que tuviera que dejar el tenis. Me quedé peor que antes. Prometí tomarme el 96 e ir a visitarlos algún día. Pero nunca lo hice.

Terminaba de armar las entregas para la carrera de Diseño en un Taller 4 flamante que habían abierto sobre la calle Belgrano, al lado de Musimundo, donde antes había un cine. Una tarde tuve que hacer fotocopias color y me atendió un flaquito nuevo; tenía el pelo largo, con un flequillo que le tapaba la mitad de la cara. Usaba una remera gastada de los Ramones, y cuando preguntó qué necesitaba, oí su voz y se me erizó la piel. Era Sandra. Bajé la vista como un robot. Le di las indicaciones y la observé de reojo mientras operaba la fotocopiadora. Era Sandra, no había dudas. La vi muy pálida, descuidada, flaca y con los pómulos hundidos. Parecía un varón. Por lo bajo pude distinguir sus ojos grises. Al verla venir con las copias noté que le costaba caminar. Pagué, enrollé las láminas y salí lo más rápido que pude.
Cada vez que tenía que volver repasaba mentalmente lo que iba a decirle. Ella se quedaba el fondo del local, y al verme llegar se acercaba al mostrador. “Qué hacés”, decía, con sequedad, y yo pensaba en aquella primera vez, con el alambrado de por medio. Pero no sabía si lo decía porque me había reconocido o solo porque ya era un cliente habitual. Ante la duda bajaba la vista, pedía lo que necesitara, pagaba, agarraba mis cosas y me iba. Mi mamá llegó un día contentísima; había ido a hacer unas fotocopias para el trámite del monotributo y se había encontrado con Sandra. Siempre tan amorosa, tan deportista, qué pena verla así, tan abandonada, pobrecita, decía. Me contó que estuvieron hablando un montón, que se acordaron del barrio, de aquellas épocas, y que Sandra me mandaba muchos saludos.

Me acredité como fotógrafo en un festival de punk queer que se había organizado en Cemento. Cerraban She Devils y Sugar Tampaxxx. En la puerta había dos chicas con cresta, tiradores y tatuajes, que exhibían cierta rudeza. Tomaban del pico y le pasaban la botella a dos punkies un poco más fashion, lindas, con piercings en la nariz, que se reían de todo lo que decían las otras. Adentro se oía un quilombo infernal. Las alarmas de los autos saltaban con el estruendo. El mismísimo Chabán buscó mi nombre en la lista, bajando una regla transparente sobre el papel. Me miró por encima de los lentes. Vi que tenía tapones en los oídos. Pasá, dijo. Le di las gracias y pasé, pero noté que me seguía con la mirada. Escuchame, volvió a decir, no te pierdas a Sandra y las del Fuego. Ya casi terminan. Alta imagen, metele, chau. 

Me apuré a atravesar la cortina mugrienta y el sonido se volvió agudo, enloquecedor. La vi de lejos y el tiempo avanzó de una manera elástica, como en una alucinación. Trataba de setear la cámara sin poder pensar con claridad en lo que hacía. Las luces y el escenario se veían como al final del tubo de un caleidoscopio. Logré pasar a empujones entre cuerpos lubricados de sudor. Protegía la cámara de las patadas que volaban, esquivando a los y las que saltaban del escenario y caían cerca de mí. El olor a humo, cerveza y transpiración estaba reconcentrado. Estudiaba la luz para calcular aperturas de diafragma y velocidades de exposición, pero las cuentas no me daban. Cuando estuve frente al escenario me ubiqué junto al borcego derecho de Sandra. Desde abajo, su imagen era imponente, grandiosa, como si fuera la guardiana de un templo perdido. Ella mantenía la vista en un punto más allá, en el horizonte de cabezas, mientras hacía rabiar a la guitarra. Tenía los brazos cubiertos de tatuajes, el pelo cortado a mordiscones, chupines de tela escocesa y una musculosa blanca, que se adhería a sus tetas empapadas. Los ojos grises estaban delineados con fuerza. En el estribillo pegaba unos gritos deformes y la vena del cuello se le inflamaba. Una gota de sudor resbaló por su nariz y cayó directo sobre lente de la cámara. Empujado de un lado a otro por la multitud traté de limpiarla con un pañuelo de papel, y en ese momento Sandra me vio. Se distrajo y olvidó la entrada de la siguiente estrofa. Pero se reía y me seguía con la vista, sorprendida, mientras la banda tocaba sin ella. Las otras chicas hacían los coros y le lanzaban miradas incisivas. De pronto salió del escenario y pude ver que caminaba peor que antes. Volvió al centro, se vació una botella de agua en la cabeza, se puso de espaldas al público, contó los compases junto con sus compañeras, dio un guitarrazo y terminó el show. La gente no dejó de cantar su nombre en medio de la ovación. Después del saludo final en grupo largó la guitarra, tomó impulso y se arrojó al público. Un océano de manos la hicieron flotar bajo los haces de luz raquítica. Sandra se dejaba llevar, aliviada del peso de su cuerpo, con los ojos cerrados y los brazos extendidos. Yo la seguía de cerca, apuntando, y en ese instante saqué la foto que expuse en mi primera muestra colectiva. Luego me estiré para alcanzarla y logré acariciar la punta de sus dedos. Ella se dio vuelta: qué hacés, dijo, y me volvió a sonreír.












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jueves, 6 de enero de 2011

Hola, Frank





Es media mañana y camino distraído bajo un puente. La cortina de lluvia por un momento quedó atrás, pero sigo con el paraguas abierto. Dentro del túnel se oyen ruidos, golpes apagados que retumban en el cemento oscuro de hollín, y el suelo vibra con las toneladas de tráfico que pasan por encima. Cuando salgo del otro lado, algunas líneas de claridad atraviesan las nubes, como si estuviese aflojando, pero rápidamente vuelve la oscuridad y llueve más fuerte que antes. Entre bocinazos y ráfagas de viento y agua horizontal que casi me levantan del piso, distingo, ahogado, el ringtone de mi celular. Mientras evito meter el pie en un charco de barro inmenso, cambio de mano el paraguas para buscar en el bolso y en cada uno de los bolsillos del estuche de la laptop. Hasta que lo encuentro, pero ya no suena; tengo una llamada perdida de Labial Fucsia. La pantalla se cubre de gotitas que prisman la luz violeta de su nombre. Qué extraño. Fucsia no llama nunca, a no ser que tenga algo muy puntual que comunicar. Levanto la vista y noto que de golpe la luz del día tomó un tono verdoso. Vuelve a sonar. Es ella. Enfoco la vista en el toldo a rayas del bar de la esquina de enfrente, cruzo la calle a toda velocidad, como si fuera a mojarme menos, y pego una patinada al subir al cordón de la vereda. Me acomodo al reparo en el borde de una de las ventanas. El teléfono no deja de sonar. Del otro lado del vidrio el tiempo está quieto. Dos viejos juegan a las cartas sobre la mesa de fórmica, a un costado hay dos pocillos vacíos. Llevan los puntos empujando porotos de un montoncito a otro. Me miran de costado. Pongo cara de naipe. Me llegan el olor del café y las medialunas recién hechas. En la barra, un mozo de chaleco bordó hojea el diario sin detenerse en ningún titular. El teléfono sigue sonando.

Me escurro el agua de los bigotes, atiendo y digo "qué sorpresa". Fucsia sólo dice mi nombre en ese tono musical encantador, y con fingido desdén pregunta por qué siempre tardo tanto en atender. Le explico que en general me cuesta bastante escuchar el teléfono, y cuando lo escucho me cuesta adivinar de dónde viene la musiquita. Qué aparato, se divierte. Le pregunto si llueve por su barrio y dice que ya no tanto. Que ahora el aire está impregnado del perfume que despiden los tilos. Le cuento que no podría haber llamado en mejor momento, lo que estoy viendo es impresionante: algo está a punto de pasar. Le describo la escena que abarca mi visión desde esta esquina: el puente enorme, pesado, impactante, y el zafarrancho de autos y camiones que pasan por arriba. En cualquier momento alguno se viene abajo. Le hablo de las nubes negras, la lluvia horizontal, la gente que es atacada por remolinos de hojitas y bolsas de plástico, los colectivos que pasan demasiado cerca del cordón y levantan olas de un metro, el toldo al que tuve que venir a refugiarme, los viejos que juegan al truco y ahora me miran porque estoy gritando. No me grites, dice Fucsia en tono de reto, y después afloja: vos y tu mente literaria. Me pregunta si voy a la lectura de esta noche. ¿Qué lectura? Te acabo de mandar un mail. ¿Cuándo? Hace media hora. Ah, acabo de salir de una reunión... Bueno, fijate, y me cuenta quiénes van a leer. Le confirmo que voy, aunque mucho de poesía no entiendo. Fucsia me habla y detecto en su voz el tono impreciso de quien en realidad quiere decir otra cosa. Pero en realidad yo quería decirte otra cosa, suelta de repente, y hace una pausa para pensar. Viéndola venir enderezo la espalda, me alejo de la ventana y meto la mano en el bolsillo. Dice que leyó mi mensaje de esta mañana, que prefiere que dejemos el sexo y sigamos siendo amigos. Está muy bien, apuro, canchero, y fugazmente me pregunto si alguna vez lo fuimos. La última noche no la pasé nada bien, confiesa, por eso: dejémoslo así, está decidido. Pienso un segundo y opino que, bueno, si es por eso, con ella nunca se sabe: a veces la pasa bien y otras la pasa mal. Siempre fue así, obsesiva, hinchapelotas, muy exigente... si, si, ya sé, interrumpe con tonito de fastidio, la verdad es que conocí a alguien, así que... bueno, eso. Y mientras cambia de tema, la voz que sale del aparato se separa de la idea mental que tengo de ella. Intervengo en lo que sea que está contando para decir que su decisión me parece perfecta. Se queda callada. La lluvia no respeta el límite del toldo y estuvo mojándome todo este tiempo. Muy bien, te agradezco el llamado, digo después, mientras vuelvo a la ventana y observo el billete de dos pesos que dejaron de propina. ¿Estás siendo irónico?, se enoja, levantando un poco la voz. No, no, la esquivo, simplemente eso: agradezco que te hayas tomado la molestia de llamarme, y hago una mueca que simula ser sonrisa. Estás siendo irónico, confirma, me manda un gran beso y cuelga.

Cuelgo yo también y me quedo observando el puente: por detrás se levanta una nube extraña, oscura, alta como un edificio que gira muy despacio. Adentro hay explosiones de luz difusa, como flashes intermitentes. Desde la boca de túnel veo salir las líneas rojas, negras y blancas del colectivo cincuenta y cinco. Junto las cosas y me hago un pique hasta enfrente; el colectivo se lanza sobre la parada y empapa a los que esperan. Viajo media cuadra colgado del estribo, las gotas me acribillan hasta que puedo subir y embocar las monedas en la máquina. Logro llegar hasta el fondo. Veo la escena alejarse y empiezo a pensar en la última vez con Fucsia. Tiene razón; yo tampoco lo disfruté. Suele pasarme cuando alguien me calienta más mental que físicamente: no funciono del todo bien. Hubo otras veces que fue muy bueno, realmente conectamos. ¿Y el mensaje que le envié esta mañana? "Extraño nuestra intimidad". ¿Qué tiene de mal? Está muy bien. ¿Y el anterior? Bueno, ese era un poco más picante.

Es de noche y no quiero que este colectivo se detenga nunca. Voy tranquilo, como adormecido, no conozco del todo esta parte del centro y me dejo llevar como un turista por una ciudad nueva. El asfalto mojado refleja las luces que pasan. Veo marquesinas de locales vacíos, edificios de bancos con sus puertas giratorias detenidas, diagonales que se cruzan, cafés, plazas secas, algún que otro ministerio. Camino un par de cuadras angostas hasta que veo una luz amarillenta que se vuelca sobre la vereda. Es acá. Es una librería muy linda, chiquita, con macetas en el frente y una pizarra con recomendaciones. Tiene estantes en las paredes, una escalera caracol al fondo y en el centro un par de mesas cargadas de novedades. No hay casi nadie; sólo un flaco de gafas que se acerca a un monitor plano para poner música, otro que se encarga de recibir a quienes vamos llegando, y dos o tres personas que miran libros. Pregunto al de las gafas si la lectura ya arrancó y me sonríe; todavía no apareció ninguno de los que van a leer. Miro la hora. Me quedo parado sin saber muy bien qué hacer. Observo que algunos de los que están ahí ya se conocen, o se están conociendo ahora. Hay una chica con calzas de látex dorado que raja la tierra. Alguien en la cocinita del fondo sirve tragos de colores, y el primero es para ella. Salgo a la calle, como para hacer algo, y veo a Fucsia bajando del auto. Apunta con el mando a distancia para activar la alarma; no le funciona e intenta de nuevo. Me apuro para volver a entrar, rodeo la mesa con libros y agarro uno cualquiera. Cuic- Cuic, hace la alarma. 
Evitando mirarla directamente advierto que Fucsia me ve desde la puerta, en el camino saluda a otra persona y viene en línea recta hacia mí. El librito que agarré es de un tal Frank Báez. El nombre me suena pero no lo ubico. Paso las páginas como un autómata y me detengo en una frase cualquiera: "muchos han dicho que parezco un camillero". Recién ahí caigo en que es uno de los que van a leer. El perfume de Fucsia avanza entre las pilas de recomendados, y cuando la tengo cerca, levanto la vista y lo primero que veo es un pañuelo en forma de vincha que le recoge el pelo. Me hipnotizan esos rasgos afilados, ese peinado le da un aire aristocrático, distinguido. Cuando ofrece su mejilla para que la bese, sólo consigo decir "qué lookete"; frase que perfectamente podría haber dicho cualquiera de sus amigos gays, o alguno de esos novios que suele tener, que a menudo lo parecen. Vuelve a decir mi nombre en ese tono musical encantador y me mira durante un segundo, pícara, como desafiante. Se muerde el labio, la miro y no sé que decir, y si estoy diciendo algo, no me doy cuenta. Estoy en pausa, me perdí en un bache espacio-temporal en el que no entiendo el significado de las palabras. De golpe algo llama a su atención, agarra un libro y lo examina con detalle. Yo vuelvo a mío simulando concentración, pero me late la sien, el papel cambia de color y las letras son hormigas que se chocan entre sí. Una vez, en una fiesta, cuando les conté a mis amigos que estaba viéndome con Fucsia, hicieron cola para criticarla. Una amiga llegó a decir que, si se la comparaba con las chicas que me habían conocido, así muy tranquis, modositas, ésta tenía la energía de un travesti. Me fabrico una actitud desinteresada que me permite llegar hasta la puerta. Veo venir más gente desde la esquina. Un flaco de mirada tranquila y acento centroamericano me pasa por al lado; el de gafas y el otro que atiende la librería lo saludan con afecto.

Salgo a dar una vuelta por el barrio. Paso por un almacén antiguo y me siento llamado por el aroma de los salames que cuelgan sobre el mostrador. Me arreglo con un paquete de papafritas con sabor a pato a la naranja y lo liquido antes de hacer dos cuadras. Vuelvo a parar en un minimercado y voy directo a las heladeras. Agarro la latita de cerveza más fría que encuentro y la llevo hacia la caja. Una señora muy amable la pasa por el lector y dice que son cinco pesos. Le entrego un billete de cinco, acciona la caja registradora y antes de meterlo se queda pensando. Acerca su cara a la mía como si fuera a decirme un secreto, y me comenta que la lata cuesta cinco pesos, mientras que la botella de litro, seis. Sugiere que tal vez me convenga la de litro.  "Es sólo un pesito más", dice, y me guiña un ojo.

Reaparezco en la librería tomando del pico de mi cerveza de litro. Se reunió bastante gente y todavía siguen llegando. Adentro flota una especie de carnavalito electrónico, si no es Villa Diamante le pega en el palo. Algunos ya se animan a bailar. La chica de látex dorado está girando sobre sí misma, y en un movimiento brusco vuelca un poco de cerveza sobre los libros. Larga una risotada y se le aflojan las piernas. El de gafas aparece por detrás, con gesto duro y un trapo repasador. Sospecho que hoy será noche de perfos. En la vereda sigo tomando del pico y a través del vidrio busco la mirada de Fucsia, hasta que la ubico en el entrepiso. Está tirada en un sillón, conversando con amigos, mientras pasa el porro para un costado y se tira hacia atrás para largar el humo. Me recuesto sobre el marco de la puerta y de repente veo que la grúa se está llevando un auto. Miro de nuevo, es el de Fucsia. Doy el grito de alarma y todos se dan vuelta, menos ella. Alguien le avisa, Fucsia se levanta de un salto y baja las escaleras a gran velocidad. Me pasa por delante toda destartalada y la veo tan ridícula que pienso: "¿tanto lío por esta mina?". La grúa se está yendo con el auto, ella cruza sin mirar y casi muere atropellada por un colectivo que clava los frenos en el último instante. Los pasajeros se desparraman por el piso y Fucsia se queda muy quieta, como un espectro frente a las luces. Reacciona y empieza a discutir con los tipos de la grúa. En el colectivo los pasajeros insultan al chofer, el chofer insulta a Fucsia y ella se desquita conmigo: cuando todo se resuelve, me pasa por al lado y dice "gracias", en un tono que también parece un insulto. Pero se frena en la puerta, y en pose declamatoria dice a los de adentro "no pienso moverlo; ¡estoy demasiado fumada!". Todos le festejan la ocurrencia menos la chica de látex, que no puede más: baila como enloquecida y su paso ya no es tan firme. Fucsia se une a los que bailan alrededor de ella y la alientan para que se descontrole. Me acerco a la ronda, me queda poca cerveza y empiezo a pensar en la próxima. Quisiera no tener que estar borracho para bailar bien. La chica de látex se deja caer de espaldas al piso. Mueve la pelvis arriba y abajo, y todos quedamos imantados de energía sexual. Después abre las piernas y se dobla hacia atrás. Todos a la vez estamos viendo cómo el látex se adhiere a sus pliegues íntimos. Fucsia impone su voz sobre la música: "ésta quiere que la penetren... ¡Como yo!". Desearía que alguien hiciese un pase de magia que me haga desaparecer. Es hora de ir por otra cerveza.

Cuando vuelvo, hay silencio y la chica de látex está sentada en la puerta, con la cabeza entre las piernas. La miro, me mira, le sonrío, me sonríe, pone los ojos en blanco y golpea la cabeza contra la pared. Sale alguien con un vaso de agua. En la planta baja no hay nadie; el de gafas señala la escalera hacia arriba, sin dejar de mirar el monitor. Pasando el descanso me encuentro con algunos rezagados como yo que buscan acomodarse. Sigo subiendo y oigo la voz de Fucsia, que viene desde adentro: "¡Vamos, apúrense!". 

La lectura es en una especie de depósito del segundo piso. Hay una atmósfera tenue, con un par de sillones viejos y tres hileras de sillas de plástico que forman un semicírculo. Al frente hay un micrófono, sobre una pared blanca de fondo. Tratando de que Fucsia no entre en mi campo visual, encuentro un lugar en la primera fila. Me inclino un poco hacia adelante para que los de atrás puedan ver. Se hace un silencio, las conversaciones van apagándose hasta que sólo se escuchan un par de toses. El primero en leer es un pelado enorme, de boca grande, dientes raros y una barba simpática. Ahora lo ubico: es editor de una revista de humor político de la cual soy fan. Es histriónico, parpadea mucho, y lee poemas graciosos de una carpeta con folios que se mueve de un lado a otro. Tiene un humor un poco retro. Cuando está por decir la última frase, su hijita entra en escena para pedirle un pañuelo de papel. La gente se divierte, él termina de leer como puede, revolviendo en los bolsillos mientras la nena aguanta los mocos. Aplaudo desganadamente, no me siento de buen humor. Le sigue un tipo más alto y más gordo, de barba larga y pelirroja, que usa anteojos culo de botella. Se toma un tiempo para observarnos con una mirada inexpresiva, que podría ser la de un asesino serial. Empieza bien arriba, exasperado, con una voz gastada que le sale por la nariz. Actuando de perdedor lee con gracia de una forma demencial, y se le empieza a hinchar la papada hasta quedar sin aliento. Suelta poemas y mini relatos delirantes, su vida transcurre en internet: conversaciones por chat, música, películas, pajas y otros fluidos corporales. Hace una pausa, se tranquiliza y baja la voz. Todo el tiempo da "refresh" y vuelve a empezar. Es un provocador inactivo, de un aplomo realmente admirable. Aplaudo con más ganas que antes. Tomo un trago de cerveza, levanto la botella a contraluz y veo que está casi vacía. Eructo internamente. La lectura continúa con un flaco que habla muy bajo y me pone nervioso. Comparándolo con el anterior, le sobra mucha pared a los costados. Es bastante raro, tiene la vista clavada en el piso y se hamaca de un lado a otro, como Dustin Hoffman en esa película donde hace de autista. ¿Es de así de verdad o es mentira? Todos se ríen y eso me alivia la culpa. Fuera de programa presentan a una chica especialmente invitada. Tiene cuerpo de varón, el pelo no muy largo peinado de costado y unos lentes en punta, iguales a los de Victoria Ocampo. Pide una silla, se la alcanzan. Cuando empieza a leer, directamente no entiendo de qué habla. Se dirige a un alguien indefinido, y por el tono parece que le diera órdenes. O sentencias. Pero seguramente soy yo el que está un poco disperso, además mucho de poesía no entiendo. La gente aplaude entusiasmada, y ella hace muecas de vergüenza. Huelo un porro y veo que viene pasando de manos por detrás mío. Sobre mi hombro reconozco esa mano chiquita, de uñas cortas, que me pasa una tuca a la cual le queda poca vida. Le doy un par de caladas, hago subir el humo en línea recta, y de a poco el entorno empieza a acomodarse de otra forma.

Adelante aparece el flaco de mirada tranquila y acento centroamericano que me crucé en la puerta. Tiene un aspecto caribeño; piel oscura, bucles, sonrisa de chico y dientes de conejo. El suéter le queda corto y se lo acomoda todo el tiempo. Es cierto, lo veo con una camisa verde y perfectamente podría ser un camillero. Parece un poco tímido. Dice que se llama Frank Báez, hace una breve introducción para agradecer, contar que es dominicano y tal, pero de repente algo se modifica en él. Se queda mirando hacia un punto en la nada. "¡SOY LA MARYLIN MONROOUUUUU DE SANTO DOMINGO!", suelta de golpe, y un par de chicas aúllan. Lo veo así medio barbudo y me lo imagino con peluca platinada y el vestido blanco escotado, con pelos en el pecho, meneándose entre los autos del malecón. El aire que lo rodea empieza a moverse en remolinos. "¡SOY UN MONSTRUO QUE MENSTRUA!", sigue después el poema, y sin que nos demos cuenta nos atrae con su influjo gravitacional. Ahora giramos como satélites alrededor del planeta Báez. "¡SOY LA CICCIOLINA!" Degusta el sonido de alguna palabra como si tomara de un frasco el caramelo de su color preferido. Las desmenuza, les saca el jugo, las repite como un loop hasta que pierden el significado y sólo dejan melodías flotando. Hay un placer fetichista en su forma de decir, y se genera un efecto físico: ahora su cuerpo ocupa la pared entera. Es un freestyler, un juglar moderno, un reggetonero sin música ni mujeres que bailen, pero dispara con gracia, más bravo que cualquiera, se planta y dispara: pá pá pá pá pá, y todos bailamos mentalmente. Fucsia y una amiga aúllan, le gritan algo, yo también casi lo hago, pero me contengo. Habla de los jevis dominicanos, ex aficionados al baloncesto que echan panza y pelos en la espalda, de policías que gustan de la poesía que él escribe, de poetas de veintidós años que ya escriben mejor que él. "A los veintidós te sientes como una central atómica, después de los treinta, como el operario de la central atómica", recita en un poema que se llama “Treinta años”, y es como si estuviera leyendo mi mente. Surfea una ola que nos cae encima; vuelvo a mirar, y sólo veo a un tipo parado contra una pared blanca. Se oyen aplausos, y yo también aplaudo.

La sala está vaciándose de a poco. Lo veo charlando con un par de personas en el descanso de la escalera, por donde va bajando la gente. Me viene a la mente "Hello, Frank", el tema de Sumo con esa musiquita del principio. Ensayo el saludo para mí mismo; "hola Frank, ha sido muy inspirador escucharte. Venga un abrazo, compañero", y ya su tono se me ha pegado. Estoy a punto de seguir de largo, pero tengo que decirle algo. Que lo quiero, y darle un abrazo, pero temo que piense que soy víctima de un arrebato gay. Me acerco despacio, él deja de hablar y me mira. Se me ocurre decir "te felicito" y le apoyo una mano tímida en el hombro. "Venga, gracias", sonríe, y me palmea el hombro también. Bajo las escaleras sintiendo que la antigua euforia me está abandonando. El resto de mi cerveza está caliente. Paso junto a una pila de libros y veo el de Frank donde lo dejé antes. Leo el título: “Postales”. No lo quiero comprar, de momento prefiero quedarme con la resonancia que sus palabras aún tienen en mí. Ahora sí que me siento un poco gay. Cruzo la calle y me doy vuelta por última vez; la librería es lo único que se mueve en toda la cuadra. Al fondo del local distingo a Fucsia, que toma tragos cortos de un vaso que alguien le convida. Sostengo la mirada hasta que ella parece enfocar en mí. Entrecierra los ojos, y yo levanto la mano para saludarla. Se queda mirando un momento hacia afuera y después sigue hablando. Seguro que no me vio. Pobre, es tan corta de vista...





Noviembre de 2010.





























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