Es media mañana y camino distraído bajo un puente. La cortina de lluvia por un momento quedó atrás, pero sigo con el paraguas abierto. Dentro del túnel se oyen ruidos, golpes apagados que retumban en el cemento oscuro de hollín, y el suelo vibra con las toneladas de tráfico que pasan por encima. Cuando salgo del otro lado, algunas líneas de claridad atraviesan las nubes, como si estuviese aflojando, pero rápidamente vuelve la oscuridad y llueve más fuerte que antes. Entre bocinazos y ráfagas de viento y agua horizontal que casi me levantan del piso, distingo, ahogado, el ringtone de mi celular. Mientras evito meter el pie en un charco de barro inmenso, cambio de mano el paraguas para buscar en el bolso y en cada uno de los bolsillos del estuche de la laptop. Hasta que lo encuentro, pero ya no suena; tengo una llamada perdida de Labial Fucsia. La pantalla se cubre de gotitas que prisman la luz violeta de su nombre. Qué extraño. Fucsia no llama nunca, a no ser que tenga algo muy puntual que comunicar. Levanto la vista y noto que de golpe la luz del día tomó un tono verdoso. Vuelve a sonar. Es ella. Enfoco la vista en el toldo a rayas del bar de la esquina de enfrente, cruzo la calle a toda velocidad, como si fuera a mojarme menos, y pego una patinada al subir al cordón de la vereda. Me acomodo al reparo en el borde de una de las ventanas. El teléfono no deja de sonar. Del otro lado del vidrio el tiempo está quieto. Dos viejos juegan a las cartas sobre la mesa de fórmica, a un costado hay dos pocillos vacíos. Llevan los puntos empujando porotos de un montoncito a otro. Me miran de costado. Pongo cara de naipe. Me llegan el olor del café y las medialunas recién hechas. En la barra, un mozo de chaleco bordó hojea el diario sin detenerse en ningún titular. El teléfono sigue sonando.
Me escurro el agua de los bigotes, atiendo y digo "qué sorpresa". Fucsia sólo dice mi nombre en ese tono musical encantador, y con fingido desdén pregunta por qué siempre tardo tanto en atender. Le explico que en general me cuesta bastante escuchar el teléfono, y cuando lo escucho me cuesta adivinar de dónde viene la musiquita. Qué aparato, se divierte. Le pregunto si llueve por su barrio y dice que ya no tanto. Que ahora el aire está impregnado del perfume que despiden los tilos. Le cuento que no podría haber llamado en mejor momento, lo que estoy viendo es impresionante: algo está a punto de pasar. Le describo la escena que abarca mi visión desde esta esquina: el puente enorme, pesado, impactante, y el zafarrancho de autos y camiones que pasan por arriba. En cualquier momento alguno se viene abajo. Le hablo de las nubes negras, la lluvia horizontal, la gente que es atacada por remolinos de hojitas y bolsas de plástico, los colectivos que pasan demasiado cerca del cordón y levantan olas de un metro, el toldo al que tuve que venir a refugiarme, los viejos que juegan al truco y ahora me miran porque estoy gritando. No me grites, dice Fucsia en tono de reto, y después afloja: vos y tu mente literaria. Me pregunta si voy a la lectura de esta noche. ¿Qué lectura? Te acabo de mandar un mail. ¿Cuándo? Hace media hora. Ah, acabo de salir de una reunión... Bueno, fijate, y me cuenta quiénes van a leer. Le confirmo que voy, aunque mucho de poesía no entiendo. Fucsia me habla y detecto en su voz el tono impreciso de quien en realidad quiere decir otra cosa. Pero en realidad yo quería decirte otra cosa, suelta de repente, y hace una pausa para pensar. Viéndola venir enderezo la espalda, me alejo de la ventana y meto la mano en el bolsillo. Dice que leyó mi mensaje de esta mañana, que prefiere que dejemos el sexo y sigamos siendo amigos. Está muy bien, apuro, canchero, y fugazmente me pregunto si alguna vez lo fuimos. La última noche no la pasé nada bien, confiesa, por eso: dejémoslo así, está decidido. Pienso un segundo y opino que, bueno, si es por eso, con ella nunca se sabe: a veces la pasa bien y otras la pasa mal. Siempre fue así, obsesiva, hinchapelotas, muy exigente... si, si, ya sé, interrumpe con tonito de fastidio, la verdad es que conocí a alguien, así que... bueno, eso. Y mientras cambia de tema, la voz que sale del aparato se separa de la idea mental que tengo de ella. Intervengo en lo que sea que está contando para decir que su decisión me parece perfecta. Se queda callada. La lluvia no respeta el límite del toldo y estuvo mojándome todo este tiempo. Muy bien, te agradezco el llamado, digo después, mientras vuelvo a la ventana y observo el billete de dos pesos que dejaron de propina. ¿Estás siendo irónico?, se enoja, levantando un poco la voz. No, no, la esquivo, simplemente eso: agradezco que te hayas tomado la molestia de llamarme, y hago una mueca que simula ser sonrisa. Estás siendo irónico, confirma, me manda un gran beso y cuelga.
Cuelgo yo también y me quedo observando el puente: por detrás se levanta una nube extraña, oscura, alta como un edificio que gira muy despacio. Adentro hay explosiones de luz difusa, como flashes intermitentes. Desde la boca de túnel veo salir las líneas rojas, negras y blancas del colectivo cincuenta y cinco. Junto las cosas y me hago un pique hasta enfrente; el colectivo se lanza sobre la parada y empapa a los que esperan. Viajo media cuadra colgado del estribo, las gotas me acribillan hasta que puedo subir y embocar las monedas en la máquina. Logro llegar hasta el fondo. Veo la escena alejarse y empiezo a pensar en la última vez con Fucsia. Tiene razón; yo tampoco lo disfruté. Suele pasarme cuando alguien me calienta más mental que físicamente: no funciono del todo bien. Hubo otras veces que fue muy bueno, realmente conectamos. ¿Y el mensaje que le envié esta mañana? "Extraño nuestra intimidad". ¿Qué tiene de mal? Está muy bien. ¿Y el anterior? Bueno, ese era un poco más picante.
Es de noche y no quiero que este colectivo se detenga nunca. Voy tranquilo, como adormecido, no conozco del todo esta parte del centro y me dejo llevar como un turista por una ciudad nueva. El asfalto mojado refleja las luces que pasan. Veo marquesinas de locales vacíos, edificios de bancos con sus puertas giratorias detenidas, diagonales que se cruzan, cafés, plazas secas, algún que otro ministerio. Camino un par de cuadras angostas hasta que veo una luz amarillenta que se vuelca sobre la vereda. Es acá. Es una librería muy linda, chiquita, con macetas en el frente y una pizarra con recomendaciones. Tiene estantes en las paredes, una escalera caracol al fondo y en el centro un par de mesas cargadas de novedades. No hay casi nadie; sólo un flaco de gafas que se acerca a un monitor plano para poner música, otro que se encarga de recibir a quienes vamos llegando, y dos o tres personas que miran libros. Pregunto al de las gafas si la lectura ya arrancó y me sonríe; todavía no apareció ninguno de los que van a leer. Miro la hora. Me quedo parado sin saber muy bien qué hacer. Observo que algunos de los que están ahí ya se conocen, o se están conociendo ahora. Hay una chica con calzas de látex dorado que raja la tierra. Alguien en la cocinita del fondo sirve tragos de colores, y el primero es para ella. Salgo a la calle, como para hacer algo, y veo a Fucsia bajando del auto. Apunta con el mando a distancia para activar la alarma; no le funciona e intenta de nuevo. Me apuro para volver a entrar, rodeo la mesa con libros y agarro uno cualquiera. Cuic- Cuic, hace la alarma.
Evitando mirarla directamente advierto que Fucsia me ve desde la puerta, en el camino saluda a otra persona y viene en línea recta hacia mí. El librito que agarré es de un tal Frank Báez. El nombre me suena pero no lo ubico. Paso las páginas como un autómata y me detengo en una frase cualquiera: "muchos han dicho que parezco un camillero". Recién ahí caigo en que es uno de los que van a leer. El perfume de Fucsia avanza entre las pilas de recomendados, y cuando la tengo cerca, levanto la vista y lo primero que veo es un pañuelo en forma de vincha que le recoge el pelo. Me hipnotizan esos rasgos afilados, ese peinado le da un aire aristocrático, distinguido. Cuando ofrece su mejilla para que la bese, sólo consigo decir "qué lookete"; frase que perfectamente podría haber dicho cualquiera de sus amigos gays, o alguno de esos novios que suele tener, que a menudo lo parecen. Vuelve a decir mi nombre en ese tono musical encantador y me mira durante un segundo, pícara, como desafiante. Se muerde el labio, la miro y no sé que decir, y si estoy diciendo algo, no me doy cuenta. Estoy en pausa, me perdí en un bache espacio-temporal en el que no entiendo el significado de las palabras. De golpe algo llama a su atención, agarra un libro y lo examina con detalle. Yo vuelvo a mío simulando concentración, pero me late la sien, el papel cambia de color y las letras son hormigas que se chocan entre sí. Una vez, en una fiesta, cuando les conté a mis amigos que estaba viéndome con Fucsia, hicieron cola para criticarla. Una amiga llegó a decir que, si se la comparaba con las chicas que me habían conocido, así muy tranquis, modositas, ésta tenía la energía de un travesti. Me fabrico una actitud desinteresada que me permite llegar hasta la puerta. Veo venir más gente desde la esquina. Un flaco de mirada tranquila y acento centroamericano me pasa por al lado; el de gafas y el otro que atiende la librería lo saludan con afecto.
Salgo a dar una vuelta por el barrio. Paso por un almacén antiguo y me siento llamado por el aroma de los salames que cuelgan sobre el mostrador. Me arreglo con un paquete de papafritas con sabor a pato a la naranja y lo liquido antes de hacer dos cuadras. Vuelvo a parar en un minimercado y voy directo a las heladeras. Agarro la latita de cerveza más fría que encuentro y la llevo hacia la caja. Una señora muy amable la pasa por el lector y dice que son cinco pesos. Le entrego un billete de cinco, acciona la caja registradora y antes de meterlo se queda pensando. Acerca su cara a la mía como si fuera a decirme un secreto, y me comenta que la lata cuesta cinco pesos, mientras que la botella de litro, seis. Sugiere que tal vez me convenga la de litro. "Es sólo un pesito más", dice, y me guiña un ojo.
Reaparezco en la librería tomando del pico de mi cerveza de litro. Se reunió bastante gente y todavía siguen llegando. Adentro flota una especie de carnavalito electrónico, si no es Villa Diamante le pega en el palo. Algunos ya se animan a bailar. La chica de látex dorado está girando sobre sí misma, y en un movimiento brusco vuelca un poco de cerveza sobre los libros. Larga una risotada y se le aflojan las piernas. El de gafas aparece por detrás, con gesto duro y un trapo repasador. Sospecho que hoy será noche de perfos. En la vereda sigo tomando del pico y a través del vidrio busco la mirada de Fucsia, hasta que la ubico en el entrepiso. Está tirada en un sillón, conversando con amigos, mientras pasa el porro para un costado y se tira hacia atrás para largar el humo. Me recuesto sobre el marco de la puerta y de repente veo que la grúa se está llevando un auto. Miro de nuevo, es el de Fucsia. Doy el grito de alarma y todos se dan vuelta, menos ella. Alguien le avisa, Fucsia se levanta de un salto y baja las escaleras a gran velocidad. Me pasa por delante toda destartalada y la veo tan ridícula que pienso: "¿tanto lío por esta mina?". La grúa se está yendo con el auto, ella cruza sin mirar y casi muere atropellada por un colectivo que clava los frenos en el último instante. Los pasajeros se desparraman por el piso y Fucsia se queda muy quieta, como un espectro frente a las luces. Reacciona y empieza a discutir con los tipos de la grúa. En el colectivo los pasajeros insultan al chofer, el chofer insulta a Fucsia y ella se desquita conmigo: cuando todo se resuelve, me pasa por al lado y dice "gracias", en un tono que también parece un insulto. Pero se frena en la puerta, y en pose declamatoria dice a los de adentro "no pienso moverlo; ¡estoy demasiado fumada!". Todos le festejan la ocurrencia menos la chica de látex, que no puede más: baila como enloquecida y su paso ya no es tan firme. Fucsia se une a los que bailan alrededor de ella y la alientan para que se descontrole. Me acerco a la ronda, me queda poca cerveza y empiezo a pensar en la próxima. Quisiera no tener que estar borracho para bailar bien. La chica de látex se deja caer de espaldas al piso. Mueve la pelvis arriba y abajo, y todos quedamos imantados de energía sexual. Después abre las piernas y se dobla hacia atrás. Todos a la vez estamos viendo cómo el látex se adhiere a sus pliegues íntimos. Fucsia impone su voz sobre la música: "ésta quiere que la penetren... ¡Como yo!". Desearía que alguien hiciese un pase de magia que me haga desaparecer. Es hora de ir por otra cerveza.
Cuando vuelvo, hay silencio y la chica de látex está sentada en la puerta, con la cabeza entre las piernas. La miro, me mira, le sonrío, me sonríe, pone los ojos en blanco y golpea la cabeza contra la pared. Sale alguien con un vaso de agua. En la planta baja no hay nadie; el de gafas señala la escalera hacia arriba, sin dejar de mirar el monitor. Pasando el descanso me encuentro con algunos rezagados como yo que buscan acomodarse. Sigo subiendo y oigo la voz de Fucsia, que viene desde adentro: "¡Vamos, apúrense!".
La lectura es en una especie de depósito del segundo piso. Hay una atmósfera tenue, con un par de sillones viejos y tres hileras de sillas de plástico que forman un semicírculo. Al frente hay un micrófono, sobre una pared blanca de fondo. Tratando de que Fucsia no entre en mi campo visual, encuentro un lugar en la primera fila. Me inclino un poco hacia adelante para que los de atrás puedan ver. Se hace un silencio, las conversaciones van apagándose hasta que sólo se escuchan un par de toses. El primero en leer es un pelado enorme, de boca grande, dientes raros y una barba simpática. Ahora lo ubico: es editor de una revista de humor político de la cual soy fan. Es histriónico, parpadea mucho, y lee poemas graciosos de una carpeta con folios que se mueve de un lado a otro. Tiene un humor un poco retro. Cuando está por decir la última frase, su hijita entra en escena para pedirle un pañuelo de papel. La gente se divierte, él termina de leer como puede, revolviendo en los bolsillos mientras la nena aguanta los mocos. Aplaudo desganadamente, no me siento de buen humor. Le sigue un tipo más alto y más gordo, de barba larga y pelirroja, que usa anteojos culo de botella. Se toma un tiempo para observarnos con una mirada inexpresiva, que podría ser la de un asesino serial. Empieza bien arriba, exasperado, con una voz gastada que le sale por la nariz. Actuando de perdedor lee con gracia de una forma demencial, y se le empieza a hinchar la papada hasta quedar sin aliento. Suelta poemas y mini relatos delirantes, su vida transcurre en internet: conversaciones por chat, música, películas, pajas y otros fluidos corporales. Hace una pausa, se tranquiliza y baja la voz. Todo el tiempo da "refresh" y vuelve a empezar. Es un provocador inactivo, de un aplomo realmente admirable. Aplaudo con más ganas que antes. Tomo un trago de cerveza, levanto la botella a contraluz y veo que está casi vacía. Eructo internamente. La lectura continúa con un flaco que habla muy bajo y me pone nervioso. Comparándolo con el anterior, le sobra mucha pared a los costados. Es bastante raro, tiene la vista clavada en el piso y se hamaca de un lado a otro, como Dustin Hoffman en esa película donde hace de autista. ¿Es de así de verdad o es mentira? Todos se ríen y eso me alivia la culpa. Fuera de programa presentan a una chica especialmente invitada. Tiene cuerpo de varón, el pelo no muy largo peinado de costado y unos lentes en punta, iguales a los de Victoria Ocampo. Pide una silla, se la alcanzan. Cuando empieza a leer, directamente no entiendo de qué habla. Se dirige a un alguien indefinido, y por el tono parece que le diera órdenes. O sentencias. Pero seguramente soy yo el que está un poco disperso, además mucho de poesía no entiendo. La gente aplaude entusiasmada, y ella hace muecas de vergüenza. Huelo un porro y veo que viene pasando de manos por detrás mío. Sobre mi hombro reconozco esa mano chiquita, de uñas cortas, que me pasa una tuca a la cual le queda poca vida. Le doy un par de caladas, hago subir el humo en línea recta, y de a poco el entorno empieza a acomodarse de otra forma.
Adelante aparece el flaco de mirada tranquila y acento centroamericano que me crucé en la puerta. Tiene un aspecto caribeño; piel oscura, bucles, sonrisa de chico y dientes de conejo. El suéter le queda corto y se lo acomoda todo el tiempo. Es cierto, lo veo con una camisa verde y perfectamente podría ser un camillero. Parece un poco tímido. Dice que se llama Frank Báez, hace una breve introducción para agradecer, contar que es dominicano y tal, pero de repente algo se modifica en él. Se queda mirando hacia un punto en la nada. "¡SOY LA MARYLIN MONROOUUUUU DE SANTO DOMINGO!", suelta de golpe, y un par de chicas aúllan. Lo veo así medio barbudo y me lo imagino con peluca platinada y el vestido blanco escotado, con pelos en el pecho, meneándose entre los autos del malecón. El aire que lo rodea empieza a moverse en remolinos. "¡SOY UN MONSTRUO QUE MENSTRUA!", sigue después el poema, y sin que nos demos cuenta nos atrae con su influjo gravitacional. Ahora giramos como satélites alrededor del planeta Báez. "¡SOY LA CICCIOLINA!" Degusta el sonido de alguna palabra como si tomara de un frasco el caramelo de su color preferido. Las desmenuza, les saca el jugo, las repite como un loop hasta que pierden el significado y sólo dejan melodías flotando. Hay un placer fetichista en su forma de decir, y se genera un efecto físico: ahora su cuerpo ocupa la pared entera. Es un freestyler, un juglar moderno, un reggetonero sin música ni mujeres que bailen, pero dispara con gracia, más bravo que cualquiera, se planta y dispara: pá pá pá pá pá, y todos bailamos mentalmente. Fucsia y una amiga aúllan, le gritan algo, yo también casi lo hago, pero me contengo. Habla de los jevis dominicanos, ex aficionados al baloncesto que echan panza y pelos en la espalda, de policías que gustan de la poesía que él escribe, de poetas de veintidós años que ya escriben mejor que él. "A los veintidós te sientes como una central atómica, después de los treinta, como el operario de la central atómica", recita en un poema que se llama “Treinta años”, y es como si estuviera leyendo mi mente. Surfea una ola que nos cae encima; vuelvo a mirar, y sólo veo a un tipo parado contra una pared blanca. Se oyen aplausos, y yo también aplaudo.
La sala está vaciándose de a poco. Lo veo charlando con un par de personas en el descanso de la escalera, por donde va bajando la gente. Me viene a la mente "Hello, Frank", el tema de Sumo con esa musiquita del principio. Ensayo el saludo para mí mismo; "hola Frank, ha sido muy inspirador escucharte. Venga un abrazo, compañero", y ya su tono se me ha pegado. Estoy a punto de seguir de largo, pero tengo que decirle algo. Que lo quiero, y darle un abrazo, pero temo que piense que soy víctima de un arrebato gay. Me acerco despacio, él deja de hablar y me mira. Se me ocurre decir "te felicito" y le apoyo una mano tímida en el hombro. "Venga, gracias", sonríe, y me palmea el hombro también. Bajo las escaleras sintiendo que la antigua euforia me está abandonando. El resto de mi cerveza está caliente. Paso junto a una pila de libros y veo el de Frank donde lo dejé antes. Leo el título: “Postales”. No lo quiero comprar, de momento prefiero quedarme con la resonancia que sus palabras aún tienen en mí. Ahora sí que me siento un poco gay. Cruzo la calle y me doy vuelta por última vez; la librería es lo único que se mueve en toda la cuadra. Al fondo del local distingo a Fucsia, que toma tragos cortos de un vaso que alguien le convida. Sostengo la mirada hasta que ella parece enfocar en mí. Entrecierra los ojos, y yo levanto la mano para saludarla. Se queda mirando un momento hacia afuera y después sigue hablando. Seguro que no me vio. Pobre, es tan corta de vista...
Noviembre de 2010.
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