miércoles, 6 de octubre de 2010

Bárbara y Greta





La verdad es que a primera vista Greta no era tan linda. Por la forma en que se arreglaba era una especie de clon de Bárbara; mucho hombro, mucha panza al aire, pero con menos curvas. Bárbara era más linda y tenía un cuerpazo. Usaba jeans de hombre que le iban grandes y revelaban astutamente las tiritas de la tanga. Y arriba algún top o musculosita que apenas contenía el desborde de unas tetas fenomenales. La piel era de un tono dorado natural, que tomaba un brillo tornasolado bajo las luces. Las formas de Greta eran largas y estilizadas, aunque había un tono levemente varonil en sus movimientos. Como el sonido de sus nombres, los rasgos de Bárbara estaban delineados con trazos blandos, modulados, mientras que los de Greta eran secos y tajantes. Las dos usaban el pelo corto peinado de costado y batido atrás, siempre con vinchas, pañuelos o hebillitas. Si uno las miraba con atención, podía notar que de un fin de semana al otro intercambiaban alguna prenda; a veces era un top, a veces unos jeans, a veces una mini o una camperita Adidas. La belleza de Bárbara era indiscutible. En cambio la de Greta era menos evidente, y se volvía atractiva justamente por eso, por todo lo que no mostraba. Bárbara ejercía en ella un dominio sutilmente despectivo, y cuando Greta se reía muy fuerte, Bárbara la desactivaba con una mirada hermética. Y aunque por momentos parecían distenderse, siempre volvían a ese estado, como de alerta.
Se decía que andaban en cosas raras. Que Bárbara se dedicaba a seducir tipos con plata, gente pesada del ambiente nocturno; managers de bandas, dealers, publicistas o dueños de boliches. Vivía de ellos durante algún tiempo, y a su vez de ella vivían Greta y Matilde (una tercera a quien nunca nadie vio). De esa forma obtenían drogas y alcohol gratis, hasta que Bárbara desaparecía en forma abrupta, siempre misteriosa, con el duplicado de alguna tarjeta de crédito, o un fajo de dólares o pesos. Atrás de ella se iba Greta, que hacía un bolso y nada de preguntas. Y en la huida a veces se olvidaban de Matilde, que se perdía hasta que volvían a ubicarla, algunos meses después. Vivían como un par de forajidas. Cuando viajaban en taxi, Bárbara pagaba el importe con besos de lengua. Y si el taxista le gustaba un poco, Greta tenía que ir a fumar a la esquina, recostada contra un árbol o sentada en el umbral de alguna puerta oscura.
Los fines de semana el boliche era una especie de refugio de niños perdidos; un amparo al paso de las horas, del tiempo, de las decisiones, del futuro... Los sillones estaban forrados de paño color bordó, las paredes eran de piedra con arcadas de formas irregulares. En el centro, la bola de espejos giraba como una fuente de vida inagotable; cada uno recibía en la frente un fino haz de luz. Desde afuera la puerta no decía nada, al pasar la entrada había que atravesar un pesado telón de terciopelo color uva. De un sábado al otro las caras se repetían. Iban llegando en oleadas; los primeros caían frescos, cancheros, impecables, lookeados a conciencia, mirándolo todo como por primera vez. Sonreían de costado, quebrando con los dientes caramelos de mentol. Con las horas iban viniendo cada vez más jugados: lo últimos descorrían el telón con una determinación explosiva. Se los veía como trabados, autómatas, con la vista en un punto, buscando algo o a alguien, adictos al baile en el mejor de los casos.
Bárbara y Greta caían entre las cuatro y las cuatro y media. Pasando el telón de color uva, algo todavía palpitaba en sus miradas, como si atrás hubiesen dejado al peligro que las acechaba. Generalmente pasaban directo hacia el fondo del local, donde la luz negra no llegaba a definir las caras, sólo las líneas blancas que peinaban sobre cubos de acrílico transparente. Conciente de sí misma, Bárbara avanzaba con la vista adelante, con un brillo apático, gastado, dejando un surco entre las miradas que se abrían para verla. Detrás de ella iba Greta, que sacaba pecho y curvaba la cintura, recibiendo agradecida las miradas que sobraban. Cerraba los ojos cuando sentía que unos dedos anónimos le rozaban la piel.

A mí me gustaba Greta, y había notado que ella también se fijaba en mí. Cuando volvían del fondo solían ubicarse a un costado, bajo una luz fija, y ahí se quedaban toda la noche, tomando algo y fumando sin hablar, apenas mirando a los demás. En cambio mi lugar era la pista. Una vez una chica me había escrito en una servilleta que yo bailaba “como una gacela enfurecida”. Me gustó la imagen: me vi como un pájaro estrambótico, de patas largas y hermosas plumas, seduciendo con mi baile a las hembras que se juntaban para verme. Después supe que una gacela no es un pájaro, sino una especie de antílope con cuernos largos y enroscados. ¿Cómo baila una gacela enfurecida? ¿Dándose cabezazos con otras? Vi que Greta andaba cerca y con ganas de bailar. Solté el cuerpo y me deslicé hasta ella, dejando que notara que me sabía la letra del tema. Mi amigo Nikolai era el Dj, y en ese momento estaba pasando hip-hop. Yo bailaba moviendo los brazos como esos negros de los videos, que la tienen clarísima. Ella me seguía atentamente, y sonreía con un gesto afirmativo. Movía la cabeza y los hombros a mi ritmo, y después le hablaba al oído a Bárbara, que me miraba de costado y no decía nada. Sólo seguía fumando. Al final del tema di un giro perfecto y quedamos enfrentados. Y ahí Greta me dedicó una sonrisa que nunca le había visto, y me dejó medio trabado. Vi que tenía los ojos cansados, y cuando se reía, los labios finos se estiraban y la nariz grande se doblaba un poco hacia abajo. Le dije la primer pavada que me vino a la mente y a ella no pareció importarle. Seguía sonriendo mientras yo hacía grandes gestos y le hablaba al oído casi gritando. Ella me escuchaba con atención y de golpe metía alguna frase corta y ocurrente, sin levantar demasiado la voz. Al principio, de sí misma no reveló nada más que su nombre, y evité decirle que ya lo sabía. A ciertas preguntas respondía con un silencio, una mirada que me recorría y una calada a su Virginia Slims. Sólo me contó que le gustaba cocinar, que su sueño era ser chef; al rato ya nos estábamos besando. La abrazaba con fuerza y podía sentir las tetitas duras, y los huesos de su espalda que crujían. Ella me apoyaba con torpeza y buscaba acomodar la cadera para encajar en mí. Cuando me desprendía de sus labios, la sonrisa era una prolongación de ese beso etílico. A un costado, Bárbara lanzaba miradas breves, pero tan profundas que yo las seguía viendo aunque cerrara los ojos. En la cabina, con esas manos grandes y cuadradas, Nikolai posó delicadamente la púa sobre el vinilo. Y después se quedó mirando muy fijo a Bárbara, hasta que ella lo detectó. Entonces él le hizo un gesto a través de las luces: juntó las manos y las elevó al cielo, como diciendo “Dios mío”. Atenta, ahora Bárbara renovaba la postura y meneaba las tiritas de la tanga, chequeando que todo estuviera en su lugar. Al mismo tiempo, Zuleika, la hermosísima novia de Nikolai, subía a la cabina con una Coca Light para él. Y mientras la abrazaba, Nikolai siguió mirando a Bárbara por encima del hombro de Zule. Bárbara dio media vuelta, furiosa, y sin dirigirme la vista decretó que ya se iban. Encaró para la puerta llevándose del brazo a Greta, que a su vez tiraba de mí a través de la pista. Ya era de día, y en el taxi, Bárbara le soplaba el oído al tipo mientras le daba las indicaciones. Greta no me soltaba la mano y hacía una trenza con sus dedos en los míos. Yo sacaba algún tema, me soltaba disimuladamente y ella me volvía a agarrar.
Llegamos al edificio sobre Luis María Campos, frente al Hospital Militar. Mientras Bárbara se despedía del taxista, Greta y yo pasamos al palier y aprovechamos para frotarnos un poco. El departamento del primer piso era un monoambiente lúgubre, que tenía un ventanal de lado a lado, con gruesas cortinas que bloqueaban la luz del sol. Cuando la vista se acostumbró pude observar que había una cama matrimonial con una montaña de ropa encima, percheros con rueditas y más ropa tirada por el piso, además de zapatos, corpiños, cajas de cigarrillos, envoltorios de productos femeninos y otros objetos que iba pateando. Desde algún lado me llegó un hilo de olor a comida en mal estado. En eso noté que la montaña respiraba. Me acerqué a tocarla y una de las chicas comentó que era Matilde la que dormía debajo de toda esa ropa, hacía ya como tres días. Volví a mirar; la montaña se sacudió, emitió un ronquido húmedo y un pie asomó por donde yo pensé que estaba la cabeza. Greta me entregó un vaso de agua, me dio un pico y se metió en el baño con Bárbara. Antes de que cerraran la puerta pude ver que adentro se extinguía una vela casi derretida, y una tanga colgaba de la canilla. Hablaron en conferencia; las voces se oían aceleradas, huecas, entonces me acerqué a la puerta y pude oír que Bárbara decía: ¿Pero por qué no? ¿Qué te cuesta?, y Greta le contestaba: Basta, hoy no quiero. Este pibe me gusta. La puerta se abrió de golpe; yo salté y me acodé sobre una barra de desayuno, disimulando. Salió Bárbara, y al pasar me rozó con el hombro. Nene, lo que te perdiste..., llegué a escuchar que decía, dejando escapar un suspiro. Empujó la montaña hacia la otra mitad de la cama, se sacó el top, y en la penumbra pude sentir el peso de sus tetas cayendo. Se quedó en bombacha y entró en la cama. El culo era una gloria, y me pareció ver que antes de darse vuelta para dormir, volvía a mirarme. Greta, un poco ofuscada, se agachaba para desplegar una colchoneta detrás de la barra de desayuno. Me acerqué por detrás y le mordí la nuca, dejando que sintiera mi avanzado estado eréctil. La espalda de Greta era muy blanca, con lunares que ahora se movían frenéticamente hacia mí. Los hombros eran anchos y bien definidos; en la nuca el pelo terminaba en una punta, y era un pelo duro, negro, de varón, que se hacía más suave y se extinguía sobre la línea de la columna. Yo me agarraba con fuerza de su cintura, en silencio ella arqueaba la espalda y hundía la cara en la almohada, hasta que se quedaba sin aire y resoplaba, enrojecida. La cabeza golpeaba de plano contra el zócalo, los dedos en forma de garras insertaban las uñas en el espacio entre la madera y la pared. 

Me desperté al rato, o a las horas, podrían haber sido cinco, seis u ocho, no sé. Las tres seguían durmiendo. Me solté del brazo de Greta, le besé el hombro y sigiloso tanteé mi ropa en la oscuridad. En el baño, un punto de luz agónica flotaba en un charco de cera líquida. Giré el picaporte, rogando que la puerta estuviera sin llave. Cuando la abrí, un filo de luz fresca cortó el aire pesado de adentro. En el palier de abajo me dejó salir un flaco, que entraba con un paquete, y con la mirada pareció decirme: ya sé, no me digas nada. En la vereda, el olor del tuco todavía ondulaba en el aire. Crucé Luis María Campos y esperé el ciento cincuenta y dos.

A las cinco de la mañana, dos semanas después, me vi a mí mismo en el centro de la pista con un Gin Tonic demasiado fuerte. Mirando la hora cada treinta segundos. Ante cualquier pequeño movimiento del telón de terciopelo, estiraba el cuello para ver si eran ellas. Nikolai sostenía el auricular entre el hombro y la oreja; atento al próximo enganche me miraba y se reía de mi estado lamentable. El telón se abrió de golpe. Primero apareció Bárbara, y Greta un segundo después. Vinieron directo a donde yo estaba, alegres, sonrientes, aunque las dos con ojeras profundas. Greta saltó a mis brazos como una máquina de besos que olían a alcohol. Yo había inventado una excusa por si me preguntaba por qué me había ido así, tan de golpe, pero no lo hizo. Bárbara estaba distinta conmigo; me miró como si compartiéramos un secreto y preguntó por tu amigo el Dj. Lo señalé allá arriba. Cuando la vio, Nikolai largó los auriculares y saltó por encima de las bandejas como un orangután. Se dio vuelta la visera de la gorra y se acercó a ella desplegando una serie de movimientos supuestamente sexis, un sandungueo que sólo interrumpió para pedirme un chicle de Mentol-Turbo. Bárbara fumaba y exhalaba el humo, que subía lentamente, con la muñeca quebrada y el cigarrillo en alto. Sin apuro lo dejó hablar, se mostró divertida con el acento ruso y se rió de sus chistes, pero sólo lo suficiente. Lo vio menearse para ella, lo dejó seducirla con su baile a destiempo, y ese cuerpo enorme que no dominaba del todo. Pero fue ella la que de golpe le metió un beso que casi lo tira al piso. Nikolai tenía la costumbre de pasar temas de salsa cuando ya quedaba poca gente. Así que volvió a la cabina, programó un compilado y fue corriendo hasta la barra. Reapareció con una botella de champagne dentro de un balde escarchado. Hizo saltar el corcho y las chicas festejaron, la espuma corrió y los cuatro tomamos del pico. Al rato ya no había nadie; las dos parejas seguíamos girando en sincro sobre la pista de luces de colores.
Llegamos a casa y preparamos tragos a base de vodka de medio pelo y jugo de naranja en polvo. Greta me ayudaba a romper el hielo, y en el living, Bárbara y Nikolai elegían la música. Se decidieron por una banda de soul instrumental. Brindamos otra vez mientras la música fluía entre los cuatro. Nikolai frunció la cara y se quejó del vodka “bereta”. Greta cerró los ojos y describió las formas que la música le hacía ver: círculos de luz que se movían sobre fondos de colores cálidos; había ocres, marrones y naranjas. Nikolai tocaba un bajo invisible, y a la vez un poco la batería. Yo por mi parte era un guitarrista bastante aparatoso. Las chicas se reían de nuestras payasadas y giraban sobre sí mismas, adorables, revoleando las cabezas. De a poco iban saliendo de nuestra órbita. De pronto largaban carcajadas explosivas, se colgaban con una palabra y la repetían cuatro veces. Abstraídas, ahora bailaban enfocadas una en otra, jugando a seducirse mientras los vasos se movían peligrosamente. Nikolai agarró por detrás a Bárbara, yo hice lo mismo con Greta, que se contrajo al sentirme cerca. Subí las manos por su cintura y deslicé el top hacia arriba; ella solita levantó los brazos sin abrir los ojos. Nikolai no se la esperaba; se quedó mirando las tetas de Greta y le hice un gesto para que hiciera lo mismo con Bárbara. Le subió la musculosa, se encontró con que tenía corpiño e hizo un intento por desabrocharlo. Greta se afirmaba a mí, Bárbara me miraba directo a los ojos, mientras Nikolai luchaba detrás de ella. Terminó por sacárselo ella misma por debajo de la musculosa, con ese sistema rarísimo que tienen las chicas, que siempre me llamó la atención. La musculosa de Bárbara quedó por encima de las tetas, que pendulaban, marcadas por la taza del corpiño. Greta reaccionó, abrió los ojos y sentí que su cuerpo se endurecía. Bárbara se fue acercando hasta que los pezones de las dos se tocaron. Se movía provocando una fricción suave y circular que a Greta le puso los ojos en blanco. Bárbara era la espada y yo la pared. Los pezones de Greta eran duros, chicos y oscuros. Los de Bárbara estaban hundidos en grandes aureolas rosadas. Acercó la boca a la de Greta, que entreabría la suya, toda erizada y anhelante. Se dieron un beso largo, lento, y se olvidaron de nosotros por un rato. Nikolai sólo atinaba a morder el cuello de Bárbara y a meterle manos por todas partes. Greta se soltó del beso con la boca hinchada y se dio vuelta. Llevame a la habitación, me dijo, y descansó contra mi pecho. Dejamos a Bárbara de pie, secándose la saliva con el reverso de la mano, mientras Nikolai le bajaba por detrás el cierre de la mini.

Me despertó el silencio y la claridad. Vi que Greta estaba planchada y me despegué de la sábana con un corso en la cabeza. Volví a mirarla, tenía el ceño fruncido y respiraba pesadamente. Sin saber por qué, sentí lástima por ella. En el living, Bárbara dormía en el sillón, con un brazo colgando y el culo hacia arriba. Las rayas de luz de la persiana le marcaban el cuerpo. En el pulmón de manzana el canto de los pájaros era un sonido atroz. A Nikolai me lo encontré en la cocina, en el centro de un halo de luz envolvente, insoportable; un martillazo a la cabeza. Tomaba del pico de la botella de plástico y se rascaba la nalga por debajo del bóxer. Se dio vuelta, nos miramos un segundo y largamos una carcajada muda, que nos hizo doler la sien. Ésto con el vodka de allá no pasa, dijo, nos dimos un par de trompadas suaves y en voz baja me contó que Bárbara era un avión. Después bostezó y me contagié de él. Decidimos bajar a comprar medialunas y un par de tiras de Cafiaspirina. Volvimos al rato, hablando fuerte, y encontramos a las chicas arrojadas en el sillón. Habían levantado la persiana, estaban en bombacha y se cubrían las tetas con el antebrazo. Se quedaron en silencio. No hablaban ni con la mirada, hasta que Bárbara, sonriendo, preguntó qué traíamos.

Me tomó varios días darme cuenta de que me faltaban los doscientos dólares que ahorraba para comprarme una guitarra. Lo llamé a Nikolai. Yo sabía, ¡vamos a buscarlas!, dijo, y me cortó con violencia. Eran las tres de la tarde y habrían unos treinta y cinco grados; tocamos el portero varias veces y no hubo respuesta. Me acerqué al cordón de la vereda y miré al balcón del primer piso. Sólo veía la cortina oscura de mugre y un tender con una bombacha reseca. Aunque ninguno de los dos supo muy bien para qué, nos quedamos esperando. Y mientras tanto nos tomamos un helado de agua en el maxiquiosco de al lado. Antes de irnos, intenté una vez más; justo salía alguien, y de casualidad resultó ser el mismo flaco de aquel domingo al mediodía. Cuando vio mi dedo sobre el botón del primer piso, con la mirada volvió a decirme: ya sé, no me digas nada.

Gente de la noche nos trajo la versión de que ese departamento era en realidad de un ex-novio de Bárbara. Cuando rompieron, él le había permitido quedarse hasta que pudiera conseguir otra cosa. Ella cambió la cerradura y se trajo a vivir a Greta y a Matilde. Cortó el cable del teléfono y cerró las cortinas para siempre. Todos los servicios fueron siendo suspendidos por falta de pago. Él intentó por las buenas, hasta que un día de la semana siguiente al supuesto robo en casa, las hizo echar por la policía, que terminó tirando la puerta abajo.

Con Nikolai no volvimos a mencionar el asunto, y menos, comentárselo a alguien. Era un tema sensible a nuestro orgullo. Al mío, más que al de él. Aunque a veces se mostraba solidario, y de la nada, cada tanto, me daba un abrazo. Sólo nos consolaba el hecho de haber vivido esa noche juntos, después de todo, había sido muy divertido. Y hasta llegamos a convencernos de que dos profesionales de nivel ejecutivo nos hubieran costado lo mismo.

Faltaba una semana para Navidad y en el boliche no pasaba nada. Las paredes sudaban, los vasos de plástico rodaban por el piso y los flashes revelaban las manchas en el tapizado de los sillones. Fui hasta la puerta para tomar aire, o para hacer algo distinto, y cuando alguien descorrió el telón, fugazmente pude ver que Bárbara y Greta bajaban de un taxi. Retrocedí y busqué en la cabina la mirada de Nikolai. Me miró una vez y no entendió; a la segunda reaccionó y se quitó los auriculares. Greta venía hacia mí, distraída, y cuando me vio, cambió la cara y volvió a salir. Las encaré en la vereda y Bárbara avanzó para saludarme, sonriendo, como si nada. Greta tenía una mueca dura de nervios y levantaba las manos, como diciendo que había una explicación. Hay una explicación, dijo. En eso Nikolai salió detrás mío y Bárbara se puso pálida. Como había sido rugbier, Nikolai dio un paso adelante y le aplicó un derechazo corto, veloz, al pómulo, que la sentó de culo en la vereda. Ni la vio caer, se dio vuelta, me puso una mano en el hombro y dijo: me vuelvo antes de que termine el tema.
Bárbara lloraba en el piso y Greta trataba de calmarla, mientras juntaba las cosas que habían salido volando de la cartera. Terminaron discutiendo a los gritos, empujones y puntapiés. ¡Me voy con él!, dijo Greta, y vino corriendo hasta donde yo estaba. Le expliqué que juntos no íbamos a ningún lado, que yo no sentía nada por ella, que me daba todo lo mismo, y que se metieran la plata en el orto. Bárbara cruzó y paró un taxi, secándose las gotas negras que le marcaban la cara. Antes de cerrar la puerta, en vano quiso ordenarle a Greta que se fuera con ella. Greta le hizo un fuck you y pasó a darme explicaciones, jurándome que ella no había querido hacerlo, que Bárbara la había obligado por todas las que le debía. Que yo le gustaba, que la había hecho sentir cosas lindas. Y se largó a llorar con mocos y lágrimas que me salpicaban, mientras volvía a pedirme perdón e intentaba acercarme la boca. Ella avanzaba, yo retrocedía para evitarla y así llegamos a la esquina; ahora insistía en besarme el cuello apoyándose contra mí. Le agarré las muñecas y frenó de golpe. Empezó a calmarse; se secó las lágrimas, cambió la cara, respiró profundo y dijo: ok. En forma lenta, mientras me miraba a los ojos, fue desabrochándome el cinturón. Se puso de rodillas, miró para ambos lados, y ahí nomás, en una entrada oscura, me pagó con la mamada del siglo.

Justo a tiempo, porque el siglo ya terminaba.







Abril de 2010






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