lunes, 24 de agosto de 2009

Tus cuentos




A la ida, ella manejó en silencio. Iba con la vista hacia adelante, concentrada, la espalda bien recta y los anteojos de marco finito. Escuchaban una FM de música clásica. Cada tanto, él giraba la vista hacia ella y se quedaba mirándola. Miraba sus rulos con brillantina, sus manos chicas en el volante, y advertía esa sonrisa sutil, ambigua. Era como la Gioconda, pero de piedra. Cuando él hacía algún comentario, ella ni contestaba, o lo hacía al rato, con monosílabos. Si no, hablaba de repente, cuando quería y sobre cualquier tema, sin esperar respuesta. Las sombras de las calle se movían dentro del auto. Él sintió que ese último trago de vodka en casa de ella había estado de más; ahora subía y le nublaba vista. Mientras el pedacito de cartón se disolvía debajo de la lengua, se entretenía con la botella de vino blanco que llevaban de regalo: la movía en el aire y se colgaba viendo las formas del líquido a contraluz. O corregía el dial de la radio, que ella tenía seteado de antes, o chequeaba la calefacción una vez más, acercando la palma abierta a la boca de aire en el tablero. Conteniendo el mal humor, de reojo ella seguía el movimiento de esas manos, que no paraban. Hasta que se cansó y metió un cambio, se afirmó al volante y aceleró de golpe. El envión lo tiró hacia atrás y ahí se quedó quieto, durito en el fondo del asiento. Con aire triunfal, ella volvió a ajustar la radio, subió el volumen y tarareó la melodía que sonaba. Ahora, él miraba hacia afuera; las imágenes del barrio vacío pasaban a través del vidrio de sus ojos.


Ella dobló rápido, como venía, y él sintió el frío del marco de la puerta contra la cara. Llegaron, y ella hizo entrar el auto en una sola maniobra. Después bajó, se subió el cuello del tapado y lo esperó en la vereda, disimulando un bostezo. Ya apuntaba el mando a distancia para trabar las puertas, cuando él todavía seguía buscando la botella, que había rodado debajo del asiento. La encontró, bajó del auto y subió a la vereda cerrándose el mongomery. "¡Cuíc-Cuíc!", hizo la alarma detrás suyo, y del susto pegó un salto. Ella sonrió y lo disculpó con la mirada. En un tono musical, comentó que le encantáaaaba su forma de vestir, y que esos bigotes le daban un look mejicano. Él, con una ceja levantada, remarcó una expresión canchera. De golpe, ella le arrebató la botella, quería dársela en persona a la dueña de casa. Tocó timbre y de algún lado salió una voz eléctrica, anónima, animada, que los invitó a pasar de una. La puerta se activó y ella pasó primero. Él pasó después, tropezando con un escalón que salió de la nada. Al fondo se oían gritos, risas y el latido sordo de los graves de la música. La fiesta era en el living de una casa discreta, tipo chorizo, que quedaba al final de un pasillo largo de plantas colgantes y puertas oscuras, pasando un patio con macetas descoloridas, y baldosas tan frías como cuadradas, bajo las estrellas del cielo de Nuñez.


Atravesando la música, los flashes intermitentes suspendían durante breves lapsos de tiempo los movimientos de esa pequeña multitud eufórica. Fuera del centro de la escena, oculto en su lugar de observador, él veía esas imágenes fragmentadas como si fueran fotogramas de una película que se proyectaba sobre sus pupilas, que reaccionaban, contrayéndose. Caras desconocidas se fijaban a la visión en explosiones de color que quedaban como detenidas, superpuestas, como constelaciones de máscaras de expresiones deformes. Veía los flashes como cuchillazos helados que rasgaban el oscuro velo de irrealidad que cubría a todos ellos, y detrás de los tajos asomaba esa realidad blanca, pétrea, perfectamente delineada, que se multiplicaba hacia el infinito. El tiempo se detenía en cada imagen. Lo veía tan claro. Todo ese proceso de eternización de lo fugaz apenas duraba unas milésimas de segundo, y generaba en él un lúcido efecto de alucinación.


Las líneas del bajo de ese house italiano corrían entre las piernas, se metían por el estómago y salían por la nuca. Las cabecitas giraban como locas. La onda expansiva del golpe del bombo digital producía ondulaciones en el parquet que hacían saltar los pies. El hi-hat pasaba de un canal a otro, desarmaba los peinados cuidadosamente diseñados, y rebotaba en los ángulos del techo. Los cuerpos apretados se fundían unos con otros por efecto del calor, formando un único cuerpo danzante. El DJ manejaba perillas con probada pericia y tacto sutil. Y en el clímax de esa especie de rito levantaba los brazos al cielo, dejándose adorar por sus fieles. Ante el gesto místico, los adictos al baile le hacían reverencias, arengadísimos, aullaban y rebotaban como poseídos. A un costado de la pista, con un vaso de cerveza medio vacío y una mano por encima de la cabeza, él se concentraba en su propio ritmo, moviéndose a destiempo de los demás.


Ella andaba por ahí, iba y venía entre la gente, mostrándose dispuesta para alguna charla al paso. Pedía permiso como distraída, sólo para que se dieran vuelta a mirarla. Si alguien intentaba seducirla, quebraba la cintura y cruzaba los brazos por detrás, con un suave vaivén de los hombros. Sonreía ampliamente y miraba los labios del que le hablaba, marcando el ritmo con la punta de la bota. Cuando se aburría, volvía a donde estaba él. De paso se miraba en el espejo que ocupaba todo el costado del living, y extendía el ambiente hacia otra dimensión. Pasaba por detrás de él y lo rozaba con las tetas, para ir a buscar el vaso de vino blanco estratégicamente ubicado sobre una especie de piano alto, o mueble con estantes. Tomó un sorbo y frunció la nariz, antes había comentado que no estaba tan rico como pensaba al momento de elegirlo en la góndola del súper. Lo dejó en su escondite detrás de unos abrigos y volvió a él, bailando suavemente. Él disimulaba el haberla seguido con la vista: sin mirarla, pero consciente de su ella, se activó en un despliegue escénico que la tomó por sorpresa. Propuso un paso que consistía en un quiebre del cuello hacia un lado y hacia el otro, acompañado por las manos primero, y los hombros después. Ella se sumó a la coreografía, curiosa, divertida, atenta a cada uno de sus movimientos. Fueron acercándose, hasta quedar nariz con nariz. De golpe ella saltó, con los ojos muy abiertos:

-¡Me tocaron el culo! ¿Quién me tocó el culo? ¿Vos me tocaste el culo?

-Ahá- dijo él, con la cabeza lenta.

Ella le dio un cachetazo teatral, suave, casi como una caricia. Se rieron; la sonrisa de ella era pícara, y le brillaban ojos. Él bajó la vista, y fue subiendo por esas botas marrones de caña corta, que terminaba en dos alitas, al estilo Robin Hood. Las calzas color azul francia, las caderas generosas, la cintura minúscula, el cinturón ochentoso, el bretel de la musculosa caído de costado, los hombros desnudos, firmes, y esas tetas impactantes. La línea del cuello se metía en el pelo corto peinado hacia el costado, en una compleja arquitectura de hebillas invisibles. Olió su piel y sintió el perfume especiado de la crema que usaba para untarse el cuerpo. Quiso morderla, pero ella se contrajo, retrocedió y le metió un empujón de potencia considerable. Si no hubiera estado el espejo, hubiera terminado en el piso. O hubiera pasado a la otra dimensión. Ella se se fue entre la gente y él se quedó ahí: estampado sobre sí mismo, y lento de reflejos.


La luz que entraba por la ventana del patio caía sobre la mesa de las bebidas y traslucía el contenido de los envases. Él levantó una botella de cerveza esperando encontrarla pesada y a cambio la encontró liviana. Por el costado del ojo vio a una chica en la misma operatoria, y a su vez, ella lo miró también. Así quedaron un segundo, conectados. Con un gesto alegre, la chica le hizo notar que había tenido mejor suerte que él. Como respuesta, él levantó los hombros. Con otro ademán, la chica se ofreció a servirle. Él acercó el vaso y ella lo llenó demasiado, la espuma rebalsó, corrió sobre la mano y cayó en pesados gotones sobre unos sandwiches de miga. La chica dejó ver sus pequeños dientes, con un poco de vergüenza. Secándose la espuma del bigote con el puño de la camisa, él se acercó al oído de ella y le dijo que no se afligiera, que de seguro sandwiches serían de roquefort o de esos que vienen con ananá, que son variedades que no le gustan a nadie. La chica largó una carcajada explosiva y casi pierde el equilibrio. Tomó un sorbo y volvió con sus amigos, que charlaban a un costado. Después hablaron en conferencia, y le lanzaron algunas miradas, extrañados, divertidos. Él los miró sin entender, se volvió hacia la gente, frunció el ceño, resopló e hizo una extraña mueca con la boca, en forma de trompa o puchero. Por un momento logró verse a sí mismo y vio que no dominaba del todo la cara. Tomó un trago. Estaba caliente. Pasó la vista por la fiesta. Todos estaban a pleno. Había un diseñador muy famoso que estaba como desquiciado, colgado de una lámpara. Eructó sonoramente, y el gas que salió por la nariz le produjo una especie de burbujeo en los ojos. Sintió como un escalofrío, y después, unas ganas tremendas de mear.


En la cola del baño había dos chicos. Hacia el final del pasillo, la puerta de la habitación de la dueña de casa estaba abierta, y sobre la cama, había una montaña de abrigos, mochilas y carteras. Entre la gente que charlaba alrededor de la montaña, la vio a ella, que escuchaba con atención a una chica más baja, seca, de pelo corto y aspecto general de varoncito. La chica hablaba con la boca muy cerca de los labios de ella, mientras pasaba un mano alrededor de su cintura. La vista hizo zoom al detalle de las bocas, que justo se tocaron en un beso suave. Un rush de celos subió por las venas del cuello y le inyectó la cara en un ardor parejo. Rápidamente sacó la vista de ahí, y se afirmó con la espalda pegada a la pared. Los chicos de adelante entraron juntos al baño. Avanzó deslizándose hasta el marco de la puerta y volvió a mirar discretamente hacia donde estaba ella. La luz de un velador le acariciaba el costado de la cara. Era más linda cuando no sabía que él la estaba mirando. La otra chica ya no estaba. Una línea de luz cortó la penumbra del pasillo y se ensanchó, barriéndole los ojos. Las pupilas achicaron. La puerta del baño se abrió del todo y los dos chicos salieron, refregándose la nariz. Justo en ese momento ella salía de la habitación y venía por el pasillo, directo hacia él.

-¿Vas a tomar pichi?

Dijo al pasar para el living, rozándole el brazo con el hombro desnudo.

-¿Si, querés?

Respondió él, haciendo de cuenta que sacaba algo del bolsillo. Ella reaccionó a lo lejos, con un gesto que en palabras sería algo así como "qué hambre": levantó el mentón, mordiéndose el labio de abajo. Después se mezcló entre la gente, dando saltitos, y él entró apurado en el baño.


Cuando cerró la puerta el mundo se clausuró. Los graves de la música hacían vibrar las paredes y el botiquín. Se sentía dentro de una cápsula subacuática. Podía sentir el piso moviéndose en direcciones circulares. Se estudió en la imagen del espejo. Oyó muy amplificada la charla de dos o más chicas al otro lado de la puerta. Boluda ésto, boluda lo otro. "Boluda boluda boluda boluda boluda boluda boluda...", repitió sin parar, hasta que la palabra perdió su significado, y fue sólo un conjunto de sonidos. La imagen del beso. Palpitaciones. Calma. La luz de las velas embutidas en recipientes de colores sobre el mueble del lavamanos, le daba al ambiente un clima de altar religioso. Un altar subacuático. Perfecto. Exhaló por la boca. Imaginó ondas líquidas proyectándose en las paredes. Bajó el cierre, y mientras se aflojaba, sintió que lo asaltaba una fuerte capacidad de percepción. Agudo, afilado, se vio a las puertas de una verdad absoluta. Todas las preguntas tuvieron respuesta, y ahí entendió todo: indiferencia total. Sintió una paz que le erizó los pelos de la nuca. ¿Epifanía, se llamaba a eso? El chorro fue disminuyendo. Sacudió enérgicamente. Subió el cierre, con cuidado de no engancharse. Apretó el botón de la cisterna y el agua fue subiendo en remolinos.


Las tres chicas que esperaban afuera quedaron mirándose entre sí cuando pasó junto a ellas. Afinando los ojos, con gesto canchero les había lanzado una mirada general entre curiosa y provocadora, y después, otra más personalizada a cada una. El volumen de la música le desconó los oídos cuando pasó junto al parlante. Vista desde el otra lado, la fiesta parecía distinta. Anduvo entre la gente, comparando los looks, enfocando en sus labios, tratando de imaginar las conversaciones. Vio una chica maquillada en exceso que llevaba un tapado corto, bien chic, que tenía olor a abuela y a fijador de pelo. Viéndolo de frente, comprendió que era sobre un mueble y no sobre un piano donde ella apoyaba el vaso de vino blanco. La encontró de espaldas, sola, en medio de un claro entre la gente. Apenas se movía. Ella se dio vuelta como si lo hubiera percibido. Sus ojos radiantes emitían un brillo turquesa. Entreabierta, la boca líquida de color durazno parecía recién delineada. Quedaron los dos como suspendidos entre los que bailaban, saltaban y volcaban sus tragos. Él cerró los ojos e improvisó una serie de movimientos, en una escala de destreza que fue en aumento. Ella suspiró, con las manos juntas sobre el pecho, y tomó distancia para verlo de cuerpo entero. Empezó a mover la cabeza al ritmo de él y se acercó, sigilosa, imitando el flamante paso de baile que acababa de inventar.

-Vos tomaste algo.

Le dijo al oído, arrastrando las eses como lo hacía.

-No. Yo soy así.

Contestó él, casi para sí mismo, concentradísimo en el sincro de los pies y los hombros. Ella sonrió con ganas y bailó muy cerca, estudiando sus movimientos. La narices, los muslos y las manos se rozaban y todo simulaba darse casualmente. Una chica muy hermosa bailaba cerca de ellos. Ella la miró como sólo una mujer mira a otra. Después se volvió para ver si él la había notado. La chica hermosa siguió bailando, pero ahora con una actitud distinta. Él también la miraba, incluso ya la había visto antes.

-¿No es preciosa esa chica?

Dijo ella, cabeceando sutilmente hacia ese lado.

-Sí. Divina. Andá y decile que estamos con auto.

Ella largó una carcajada que llamó la atención de los que estaban más cerca. Dejó de bailar y se quedó mirándolo, como escandalizada, negando con la cabeza.

-Qué pibe...

Y estuvo a punto de decir algo más pero no dijo nada, aunque cada tanto volvía a mirarlo de reojo, con cierto interés. Lo observaba como si recién lo conociera. Él, como si nada, seguía girando sobre sí mismo. Ella paseó la vista por todo el lugar, se dejó cegar por los flashes, y aulló como aullaban los otros, pero sin demasiadas ganas. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Bajó la vista y se quedó un segundo así. Después se acercó a él, muy seria, y sin forzar la voz, le dijo:

-Sabés... esta noche veo todo y siento todo... -dijo "todo" y suspiró, buscó las palabras, parpadeó un par de veces- no sé, como si estuviera dentro de uno de tus cuentos.



Agosto de 2009




























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