lunes, 25 de julio de 2011

Tres Bocas





Flotando en la colchoneta, desde abajo veo flecos de sol entre las hojas del sauce, que llora sobre mí. Las ramas tocan el agua, agarro una y siento cómo la corriente empuja, mansa, queriendo llevarme de vuelta al muelle. La rama se estira hasta que me suelto, y me voy yendo, aleteo con un solo brazo y empiezo a girar. Sigo girando con los ojos cerrados, y ahora, en vez de ser yo la que se mueve, es la tarde la que da vueltas a mi alrededor. El sol, el perrito que me ladra, las chicharras, las voces y el tintineo de los cubiertos en el muelle de enfrente: todo se funde. Aflojo las tiras de la bikini, abro un ojo y veo a Fabi sentada en el borde, allá arriba. Se hace sombra con una mano, suspira y sonríe satisfecha. Tiene los párpados bajos y me mira como si hubiera comprobado algo. Como si esta imagen de mí, girando distraída en el agua, fuera la imagen poética que ella imaginó. Fabi insistió para que viniera nadando hasta el sauce, me explicó su técnica para arrojarse de panza a la colchoneta sin meter los pies en el barro apestoso del fondo. Sugirió que intentara lo de la rama, soltarse y dejarse llevar, todo eso. Al principio dije que no, gracias, estoy medio borracha y sólo quiero flotar. Hizo un silencio y volvió a insistir, quería convencerme de que en realidad era yo la que tenía muchas ganas de hacerlo. Le di el gusto, como siempre; fingiendo que me daba lo mismo. Y mientras nadaba la veía acompañarme desde la orilla, caminando a la par de la colchoneta, abanicándose con el sombrerito celeste. Ahora se levanta, me saluda con una mano y se va. Vuelve para la casa, dice que el sol está muy fuerte.
Estoy haciendo malabares en el muelle para no tocar el barro del fondo, y me llega la conversación de las chicas, en tonos agudos que serpentean. Subo la escalera chorreando agua y dejo la colchoneta al sol contra la ligustrina. Cuando aparezco, la conversación entra en tiempo muerto para cambiar el switch hacia temas más generales. Las chicas me miran de reojo y se sonríen. Me escurro el agua del pelo y recibo el reto de Fabi, que señala las marcas de la bikini en mi espalda. Me lanza el protector sin avisar y reacciono atrapándolo en el aire. En eso veo que me quedé sin reposera. Arriba, contra el cielo, las copas de los árboles más altos apenas se mueven. Como si observara lo mismo que yo, Fabi comenta que en invierno el soplido del viento en las ramas la pone triste. Soledad baja de la casa con otra vuelta de Campari y pomelo; mueve la bandeja en el aire y me la enchufa adelante. ¿Otro?, sonríe. Ya me tomé tres, o cuatro, me excuso. Dale, está suavecito, insiste. Tengo protector en los dedos, y se pone impaciente. Termina agarrando uno y me lo entrega, guiña un ojo, y dice que en la mesita hay pan con queso azul. 
Desde el agua veo pasar caminando a un grupo de yanquis, que me lanzan miradas fugaces, impasibles, como si yo fuera algo autóctono, apenas una parte móvil de la naturaleza. Van como si les diera lo mismo el Tigre, Caminito o el Obelisco. El ecosistema entero se detiene, una nube zumbante de bichos se abre en dos para dejarlos pasar con su griterío. El perrito de antes olfatea el aire, que todavía se mueve, y sale del fondo de la siesta a chumbar. Me impulso con los brazos y la colchoneta avanza a la par ellos. Pataleo fuerte, alborotando el agua para llamar su atención. Uno de los chicos se da vuelta y me mira con curiosidad. Es muy rubio, o pelirrojo, dice algo que no entiendo, y me saca una foto.

***

Lo amargo del pomelo cae por mi garganta. Ana va relajándose de a poco sobre la manta prolijamente extendida. Toma tragos cortos y sonríe detrás de unos Ray-Ban espejados, tipo Top Gun. Hoy se pintó las uñas de los pies de color rojo cereza. Se ve que está contenta. La sonrisa de Itatí me reconforta, parece atrapar la vida en el movimiento de sus manos. Repito su nombre para mí misma, con acento del litorial: Iii, taaa, tíiii... El pelo largo y negro, en hebras, y el tono oscuro de su piel me hacen pensar en tierra colorada, en una selva fresca, sombreada, tranquila. Con su vocecita cuenta cómo va creciendo la panza, y se fastidia cuando relata que todo el mundo la previene sobre ésto y sobre aquéllo. Dolores, molestias, peligros, precauciones. Se queja de que ahora todos son expertos, y nos reímos con ella. Par hacerse problemas todavía hay tiempo, dice, ya se verá; por ahora es todo disfrute. Cuando termina de hablar, sin darnos cuenta todas estamos diciendo que sí con la cabeza. Itatí sabe, Itatí entiende.
Dos viejitos encorvados inician una larga maniobra para bajar a un bote de remo. Parecen hermanos, los cuerpos están como caídos, pero en buena forma: fibrosos y muy bronceados. La piel hace juego con el barniz gastado del casco. Uno se sienta en el banco móvil, y se afirma a los remos con un jadeo suave. La madera cruje, y el otro da las indicaciones para salir al Sarmiento. Impulso la colchoneta hacia un costado para que puedan girar; el bote es largo y mueve el agua en ondas lentas, que me balancean. Cuando se están yendo, el que rema me saluda con un despiste simpático. Inclina la cabeza, como si yo fuera otra embarcación. El otro no hace ningún gesto, sólo comenta que el río está bajando.
El cuerpo de Ana se tensa en cada movimiento. Está muy concentrada y se anticipa a todos mis golpes, súper atenta a la pelotita roja. Es como si cada jugada sucediera primero en su mente. Veo mi brazo surcar el aire como un reflejo de otra época. El cuerpo tiene memoria, pienso, mientras le doy efecto a un revés, con la muñeca bien firme. Ana se adelanta y la pelotita no llega a tocar el pasto. Por el costado del ojo percibo que las chicas dejaron de hablar, dieron vuelta las reposeras y ahora las cabecitas siguen cada punto. Desde algún lado llega el eco de voces jugando en el agua. Ana sacude un derechazo y me estiro en el aire, en un aspaviento heroico. Mientras caigo, la pelotita se pierde en la ligustrina de atrás. Pedimos permiso y la buscamos en la casa de al lado, entre pilas de leña húmeda. En mi mente veo la imagen de la pelotita, revelándose en un hueco oscuro, entre telarañas, como si estuviera haciéndonos un chiste. Seguro que Ana y yo la perdonaríamos, para poder seguir jugando. Por favor, por favor, aparecé. Aunque las chicas nos ayudan a buscar, no va a aparecer nunca más. Fue demasiado corto, nos quedamos un poco tristes.

***

El último rayo de la tarde se derrite en el hielo de mi trago, y me lo tomo de un solo envión. Acompañamos a Itatí a tomarse la lancha colectiva en Tres Bocas. Tres Bocas, recuerden: Muá, Muá, Muá, decía Fabi en el mail con las indicaciones para llegar. Una por una vamos besando y abrazando a Itatí, que nos dedica una sonrisa final de dientes grandes y blancos. A coro le deseamos lo mejor para la panza, nos estamos viendo en marzo, dice. El marinero le extiende una mano firme, e Itatí estira la pierna divertidamente. La lancha se separa del muelle y seguimos viéndola por la ventana; ya está distraída en cualquier cosa. Con Itatí se va un poco de nosotras, de las que fuimos en este día. La vida sigue, dentro de ella.
Soledad decreta que habrá una última ronda de Campari antes de la actividad propuesta por Fabi: salir a explorar la selva. Fabi pasa revista a nuestro calzado, y nos advierte que el camino será difícil. Descubre mis ojotas y hace un gesto negativo, como diciendo: yo no… Bordeando la isla pasamos por casitas sencillas, pero lindas. La gente descansa en los jardines, espantándose los mosquitos, o aprovecha para hacer algún arreglo. La mayoría son artistas, y aunque varios sólo alquilan por los fines de semana, ya hay un vínculo como de exiliados. Buenaass, dice Fabi, que conoce a todo el mundo, o más bien todos la conocen a ella, y le devuelven el saludo con alegría. Hay un clima expectante, como de fiesta: esta noche actúa una banda de fox-trot en El Hornero, la parrilla que queda pasando el puente de Tres Bocas. Todos quieren saber si Fabi asistirá. Ella va repitiendo que es muy posible, y por lo bajo nos desliza la invitación para que la acompañemos. Las chicas responden que sí de una, yo pregunto qué es el fox-trot, para hacerme la graciosa. Pero nadie me contesta. Seguimos caminando y después, como una guía de turismo súper animada, Fabi nos indica qué mirar. Nos detenemos frente a una población de plantas alienígenas: un cúmulo de flores de color lila, que parecen copos de arroz inflado, grandes como una pelota de vóley. Fabi nos explica que durante el día la luz directa las vuelve blancas, y a la tardecita recuperan ese color lavanda. Ana y Soledad no paran de sacar fotos. Fabi sentencia que es en vano intentar atrapar tanta belleza en una imagen, y retoma la marcha. Las chicas revisan el display de sus cámaras, un poco desencantadas.
Las casas van desapareciendo. Cruzamos un cauce seco, haciendo equilibrio sobre un tronco tambaleante. A partir de ahí tenemos que seguir un sendero que de a ratos se hace invisible. La fila se va abriendo, los árboles se cierran, la luz ya casi no entra en esta atmósfera húmeda, palpitante. Voy última y me concentro en los talones de Ana, hasta que la pierdo. Me orientan el sonido de ramas quebrándose adelante, y los gritos de nuestra líder, que pregunta quién tiene el Off. Esquivo bichos grandes que vuelan directo a los ojos y zumban en los oídos. Hay un olor espeso en el aire. Como si algo estuviera pudriéndose, algo muy vivo latiendo por lo bajo. Vuelvo a encontrar a Ana en el próximo tronco flojo. Me está esperando; pregunta si estoy bien y digo que sí, pero en realidad no sé. Ana cruza y me quedo confundida: estoy acá pero a la vez no. Los ojos me pesan, estoy separada de mí. Cerca del piso flotan malos pensamientos, que empiezan a subir, como una bruma lenta. Burbujean como demonios en los charcos de agua estancada. ¿Me estoy enamorando? Cruzo el tronco haciendo equilibrio, como si caminara al borde de mi mente. Sigo avanzando hacia donde creo escuchar que vienen las voces. Las ramas son como manos deformes que me lastiman los brazos, las ojotas se traban en los tallos secos. Levanto la vista, y de pronto, el culo floreado de Ana es una imagen salvadora. Veo la luz al final del túnel. Aire, casas, y más allá, Fabi y Soledad, que ya descansan en una especie de mirador que da al río Sarmiento. Hay otra isla al fondo, justo debajo de una gran nube naranja, que se refleja en el agua. Me acerco a la baranda y veo gente haciendo deportes acuáticos. Me reconforta el ruido espumoso de un jet ski.

***

Bajo las ramas de esta acacia gigante se teje un cielo de lucecitas de colores, que cubre todo el patio. El clima es relajado; entre las mesas fluyen las conversaciones, todos se ven frescos, lustrosos, impecables. Los perfumes se mezclan en el aire. Todos quieren cruzar una palabra con Fabi, algunos se acercan, otros le hablan desde lejos. A Fabi le gusta, pero se aburre pronto, como con todo. Pedimos cerveza bien fría. Cuando servimos, la espuma se vuelca y brindamos por el año que empieza. La moza avanza entre las mesas llevando platos de carne asada, y un halo exquisito se tiende sobre nosotras. Fabi se activa y busca mi complicidad para pedir un choripán, que ni bien llega devoramos con alegría. Ana y Soledad van a compartir una porción de papas fritas. Sole consulta al grupo y pide más cerveza. Masticando el último bocado, Fabi me busca con la mirada. ¿Otro chori o una hamburguesa completa? Me entusiasmo con lo segundo, para probar, digo, y automáticamente el dedo de Fabi encuentra a la chica. Al rato, cuando nos dejan la hamburguesa adelante, se frota las manos, relamiéndose. Cuando ya no queda nada, sólo migas y gotas de grasa, nos quedamos mirando los platos de plástico. Ana y Soledad charlan y se ríen exageradamente. Fabi cree leer una nota oscura en mi cara. Duda. ¿Estaba medio seca, no?, pregunta. ¿Sabés que sí?, le confirmo. Alunada, empuja el plato hacia adelante y se tira para atrás. Pucha, hubiéramos pedido otro chori.
De a poco voy quedando al margen de la conversación. Todas estamos un poco cansadas, o aburridas, y empezamos a discutir por pavadas. Se está haciendo tarde, y a un costado del escenario la famosa banda recién prueba sonido. Soledad me invita a liquidar el resto de cerveza y digo que no, gracias. Tengo una nube de gas en el cerebro. Me levanto sin decir nada, las tres hacen una pequeña pausa y después siguen hablando. Cruzo el límite de la atmósfera animada, hasta donde algunos vienen a fumar. Salgo a caminar bajo las luces de los muelles, separados por intervalos de oscuridad. El agua está planchada, fosforescente. Encuentro un muelle sin luz, con un banco largo, y me recuesto con las manos detrás de la cabeza. Lo otro sigue pasando, lejos, en algún lado, como un recuerdo. El presente ahora es esto. El agua mueve un bote ahí abajo, que repite un golpe seco contra la escalera. Pasa una lancha y todo se agita. El bote golpea más fuerte y las olas burbujean entre los juncos. Adivino una luna muy brillante, la luz se filtra entre las ramas que la cubren. Detecto toda una constelación de ruiditos en los árboles de la orilla de enfrente. Empieza a tocar la banda. Es una música alegre, como de jazz antiguo, que me hace mover el pie. Un hombre canta en inglés, con una voz que suena dulce, armoniosa, y una guitarra hace punteos delicados. Siento una euforia tenue, que va creciendo. Se suma la voz de una chica que desencuadra un poco todo: desafina bastante. Trato de separarla del resto. Oigo el chancleteo de unos pasos que se acercan. Es Fabi, que me encuentra en la oscuridad. La veo como recién llegada de un viaje en el tiempo. Viene y se desparrama a mis pies en el banco. Doblo las piernas para darle lugar, ella descansa un brazo sobre mis rodillas. Se inclina hacia atrás y suspira. Me estiro para tocarle el pelo, pero no llego. ¿Viste qué linda música?, le comento. Divina, dice, mirando el cielo. Aunque ella desafina un poco, apunta, moviendo una pierna al ritmo. Pero él tiene una voz preciosa, digo. Si, él tiene una voz preciosa, contesta, y vuelve a suspirar. Estamos en una película de Woody Allen, digo al rato, como pensando en voz alta. Fabi larga una carcajada y se levanta de golpe. Qué comentario más chongo, observa, se sigue riendo y me contagia. Después, me comunica que en realidad vino para preguntarme si estoy de acuerdo en llamar una lancha taxi para las once. Me parece perfecto. Muy bien, responde, con un saludo de marinero a capitán, y se va dando saltitos. Al rato vuelve a aparecer: me olvidé de pedirte los veinte pesos, tu parte de la cuenta. Veinte pesos, pienso, qué barato, y se los doy.

***

Voy con la nuca en el aire, el pelo volando fuera de borda. La luna viaja a través de la noche clara, y una estela de planetas la siguen, como gansitos a una mamá gansa estelar. Vamos dejando un surco de espuma plateada, que mueve los juncos de la orilla. En silencio, y quizás sin saberlo, Ana, Soledad y yo estamos viviendo un momento íntimo, de conexión espiritual. Soledad ahora hace equilibrio peligrosamente acostada en el borde, con los brazos abiertos, tarareando un tema de cumbia. Ana trata de aguantarse pero no puede; tené cuidado querés, la reta. No se peleen, se divierte el comandante desde la cabinita. Creo que le caímos bien de entrada. Ya se reía mientras ayudaba a las chicas a embarcar, a medida que Fabi se iba despidiendo de cada una. Yo quedé para lo último, y cuando la abracé, fuerte, en la oscuridad pude ver que le brillaban los ojos. Creo que a mí también.
Gracias por todo, dije. 
Y salté a la lancha.


Febrero de 2011.













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viernes, 27 de mayo de 2011

Excuse me, sir




Yo estaba sentado sobre una piedra enorme y redonda, en la orilla del lago más grande del Central Park. De tanto ir, la piedra ya era un poco mía. Desde ese lugar me quedaba mirando el bosque compacto contra los edificios, que empezaban a iluminarse, y el duplicado perfecto en el agua, suave como una bandeja de plata. Era fin de febrero, el invierno se iba de Nueva York, y ante mis ojos la noche bajaba en degradé. La ciudad zumbaba a lo lejos. Distraído con la postal, se me ocurrió pensar en que el olor de cada país es distinto. De repente escuché algo, como un jadeo. El eco llegaba a través de la superficie del agua. Era una respiración fuerte, seca, animal. Afiné la vista, y allá lejos, las últimas luces definieron la imagen de un hombre, que lanzaba enérgicamente una pelota desde la orilla hasta el centro del lago. Un perro flaco, ágil, de pelo largo casi naranja, se zambullía atolondrado, y nadaba con la cabecita apenas fuera del agua, dejando una estela muy fina. El hombre volvió a lanzar la pelota varias veces, y cada vez la mandaba más lejos. Cuanto más tenía que nadar, más exagerada era la fiesta que hacía el perro cuando volvía a entregársela al amo en la orilla. Yo estaba fascinado. El tipo se dio cuenta, y cuando me vio, fue torciendo la dirección de la bola hacia mi lado. Cuando la tuve ahí nomás, flotando, esperé ansioso a que el perro viniera hacia mí. Llegó sonriente y con la lengua afuera. Los perros siempre parecen sonreir cuando vienen con la lengua afuera. Me estiré hasta el agua para tocarle la cabeza, y en los pelos aplastados le hice un peinado punk. Cazó la bola de un tarascón, dio media vuelta y volvió nadando.




Me chistaron desde atrás. Me di vuelta y vi a Katia y a Miguel, que me miraban, extrañados. Estaba tan contento que bajé mi piedra de un salto. Le di una trompada suave en el hombro a Mike, él hizo lo mismo, pero sin demasiado énfasis. Katia tiritaba con la bufanda hasta las orejas, y por las caras me di cuenta de que habían fracasado en el intento de conseguir dónde coger. "¿Loco, la gente no va al telo acá?", rezongó ella estrujando el brazo de él, mientras se distraía con la panorámica. No existían los telos, habían estado averiguando en algunos hoteles y todos eran carísimos. Para hacerme el gracioso pregunté si habían probado en los arbustos, o en alguno de esos túneles que hay en el parque. Casi era de noche y ya no andaba nadie. Maicol comentó que ya lo había pensado, pero la que no quiso fue ella. Katia le clavó la vista en un mini arranque de furia. "Se ve que tenía miedo de que le entrara algún bicho por el tujes", siguió él, divertido, y ella le aplicó un rodillazo en la pierna.




Miguel y yo hicimos la carrera de diseño en la Universidad en Buenos Aires. Al tiempo empecé a decirle Mike y cuando hubo más cariño, Maicol. Juntos se potenciaba nuestra estupidez individual. Nos reíamos tanto que a veces alguno de los dos tenía que irse lejos. Lo peor era cuando nos atacaba "la risa muda": se nos trababa la mandíbula, nos quedábamos sin aire y terminábamos con un dolor tremendo en el pecho. Una vez en la casa de él tuve que darme un saque con el aparatito que usaba el hermano de Mike para el asma. Maicol era ocurrente, entrador, y cuando se reía, la piel de la frente se le ponía muy roja, la boca se le iba para todos lados, y los ojos se le achicaban, como dos bolitas negras y brillantes. Katia y Mike se conocieron en Chakira, un boliche de Palermo que ya no existe; íbamos siempre a bailar música disco y Hip Hop. Esa noche Maicol cumplía veintidós años, y se le había dado por usar una túnica blanca y larga hasta el piso, onda Alan Faena. Katia siempre contaba que se había enamorado al verlo brillar bajo las luces negras, como una lámpara de pie.




Hacía dos semanas que Mike y yo estábamos parando en Queens; saliendo de Manhattan, cruzando el río Hudson. Nuestros amables anfitriones eran Araceli González y su marido Harry. Araceli, una chica de cuarenta, morocha, simpática, y muy sexy, era una prima lejana de mi familia. Yo la había conocido hacía muy poco, en la fiesta de fin de año en Buenos Aires. La atracción de la noche, además de que varios de nosotros recién conocíamos a la prima que vivía en Estados Unidos (y se llamaba igual que una modelo), era la presentación formal de su marido portorriqueño. Harry, un tipo alto de barba rubia y cincuenta y pocos, se había mostrado atento, chispeante y muy afectuoso con todos nosotros. Pero al verlo con su primer medida de whisky pude notar que su mirada brillante se opacaba. En ese momento, al otro lado del living, Araceli parecía notar lo mismo que yo. Dudó un segundo, y siguió conversando con un pariente, como resignada. Rápidamente entré en confianza con Harry, y cuando le comenté a que Mike y yo estábamos por viajar a Nueva York, ahí nomás nos ofreció alojamiento en su casa. Sin consultar ni darle tiempo de reaccionar Araceli, que ya parecía acostumbrada a esos arranques. De entrada me costó aceptar, pero él insistió: "Venga, no vas a andar pagando un hotel, brother".




Cuando Mike y yo volvíamos tarde a Queens, entrábamos sigilosamente para no despertarlos. Pero más de una vez atrás de nosotros caía Harry, caminando torcido, con la cara roja y los ojos inundados. Al vernos trataba de contener la risa, después se ponía en alerta, se espantaba bichos imaginarios y nos hacía el gesto de "silencio". Mike y yo al principio no entendíamos nada, después ya nos quedamos charlando en voz baja con él, y le dábamos agua hasta que se le pasara un poco el pedo. Dormíamos en un sótano equipado como un departamentito, sencillo, pero prolijo. Compartíamos una cama matrimonial, y como a veces volvíamos tan excitados que no teníamos sueño, nos quedábamos comentando las aventuras del día, mientras de fondo sonaba bajito una FM de "Smooth Jazz". A la mañana siguiente nos levantábamos temprano y encontrábamos a Harry en la cocina desayunando con Araceli. Ella todavía estaba media dormida y con los pelos parados. Pero a él se lo veía impecable: la camisa recién planchada, corbata con nudo corazón, perfecto, y el pelo tirante hacia atrás, tomando café negro. Trabajaba en un diario en español como jefe del área comercial. "Coman fruta", decía, y nos guiñaba un ojo de costado.




Katia venía de Londres con sus dos hermanas y una amiga de las tres. Estaban en Nueva York hacía un par de días, nosotros llevábamos dos semanas y nos quedaba una más. Como extrañaba a Mike, Katia convenció a las chicas de cambiar los pasajes y cruzar el Atlántico. Estudiaba diseño de indumentaria, y tenía una figura larga, espigada, como esas muñequitas que bocetan los modistos estrella. Usaba mucho rimmel, tenía el pelo ondulado de un rojo natural y muchas pecas en la cara y en en los brazos. Era torpe, inocente y un poco payasa: hacía muy buenos chistes e imitaciones. Aunque a veces, como era la menor de las tres, se volvía un poco caprichosa. Ni bien pisó el JFK, en una vidriera vio un maniquí que tenía una peluca de color negro azabache, con reflejos azules, de corte carre y flequillo. Entre las cuatro trataron de convencer a la vendedora, que no lograba entender que Katia quería comprar la peluca y no la ropa que exhibía el maniquí. Abrumada, la señora terminó por dejárselas en cuarenta dólares. Y ahí andaba Katy, feliz, con su peluca en la cartera para todos lados. La usaba cuando caía el sol, para cortar el día y sentirse una mujer distinta.




La hermana del medio se llamaba Sonia. Era menudita pero de carácter fuerte. De las tres era la que siempre iba al frente, la que resolvía. En ella había algo felino, una actitud más independiente, y parecía cómoda en un segundo plano detrás de Katia, que siempre la buscaba de cómplice cuando estaba tramando algo. Estudiaba abogacía, era lúcida y elegante. También era muy alegre, aunque por momentos sus ojos claros se oscurecían. Me gustaba pensar que era el único que se daba cuenta de eso. En Buenos Aires habíamos estado intercambiando algunos besos, pero ella tenía novio y se empeñaba en mantenerme a raya. La esperé ansioso cuando supe que venían a reunirse con nosotros. Dánica, la más grande, era el contrapeso ideal a la gracia liviana de las otras dos. Una amarga total. Vivía pendiente del novio, que seguramente la pasaba regio en Buenos Aires, feliz de habérsela sacado de encima por un tiempo. La respuesta natural de Dánica a sus hermanas siempre era un "No". Como era la mayor, esa amargura resultaba útil para contener los desbordes de las otras dos. La cuarta era Violeta. Delicada, de piel muy blanca y pelo negro, largo y lacio. Bonita, pero más tímida o formal que las otras, que estudiaba danzas clásicas, bailaba tango y trabajaba como traductora freelance. Hablaba un inglés flemático, abierto, y cuando lo hacía, su voz se proyectaba hacia adelante. Por eso las chicas le decían Violet, usando una voz grave. Fue un alivio para Mike y yo: cuando llegaron, se convirtió en la traductora oficial del grupo.




Hacía frío. Casi al unísono, Katia, Maicol y yo nos subimos los cuellos de los abrigos. Salimos del central Park y cruzamos la Quinta Avenida hasta Lexington, desde ahí bajamos hasta la 59 St. Habíamos coordinado con las chicas para encontrarnos a las siete en el Village. Tomamos el subte de la línea verde hasta Astor Place, desde ahí caminamos por el Bowery hasta la calle 7, donde quedaba el Caffe Della Pace. A Maicol y a mí nos había gustado esa onda bohemia. Había sillones bajos y gastados para hundirse, calorcito, revistas viejas, pilas de libros y camareras de distintas nacionalidades. Servían unos capuccinos riquísimos, enormes, de espuma compacta y bien alta. Cuando invitamos a las chicas les encantó. Terminamos adoptándolo como lugar de encuentro para planificar cómo seguían las noches. ¿Vamos al Apache? decía Maicol. En los días en que el sol entibiaba las veredas del Village, la gente salía a pasear sus looks. Rastas, punks, mods, ravers, new romantics. En cada cuadra había una disquería con olor a alfombra mojada, podíamos pasar la tarde entera revolviendo vinilos viejos, originales y baratísimos.




Cuando finalmente llegamos al café, Sonia, Dánica y Violet me saludaron a la vez: "¡Hello number tweeelve!". La noche anterior habíamos salido a pasear por el barrio gay. Ibamos por Bleecker St., pasando Broadway, y nos cruzamos con un grupo de travestis que nos invitaban a entrar a un bar, donde había un show de transformistas: "Hollywood Divas". Cruzamos miradas, y tres minutos después nos estábamos acomodando en las mesas de adelante. Yo usaba mucho un buso negro con un número doce, grande y amarillo. Después de un par de números musicales apareció una Marilyn, la anfitriona de la noche. Hizo algunos chistes, preguntó si la estábamos pasando bien y propuso un juego con el público. Se hizo sombra con una mano y buscó en la penumbra hasta que se detuvo en mí. "Oh, number twelve, come here... pleassse". De los nervios, la visión se me desfiguró. En segundo plano, borrosa, escuché la carcajada de Maicol. El nabo me empujó desde atrás y salí eyectado al escenario. Marilyn bajó con gracia un par de escalones, extendió una mano y me invitó a subir. Yo no podía pensar. Lo que siguió fue un ping-pong de preguntas y respuestas de contenido sexual. Y en inglés. No entendía nada, y se ve que Marilyn notó mi cara de espanto; me habrá visto tan tierno que se apiadó de mí, y por lo bajo me soplaba las respuestas. A mí me sudaban las manos, y las frotaba nerviosamente contra el jean. Veía los dientes enormes de Marilyn manchados de rouge, la boca deforme, monstruosa, modulando palabras incomprensibles. Y por detrás oía las risas de Katia, Maicol y Sonia. Logré entender que venía la parte final del juego. Me hizo elegir entre dos expresiones: "Bottom" y "Top" ("Pasivo" ó "Activo"). Se hizo un silencio, no sabía qué decir, tenía el cerebro trabado. En eso me llegó el susurro fuerte y excitado de Violet: "¡Decí Toppp!... ¡DECÍ TOPPP!. Aliviado, dije "top". Marilyn pidió un gran aplauso para mí, me dio las gracias y después me acompañó de vuelta a mi asiento. Amablemente me ofreció un trago como cortesía de la casa. Pedí un destornillador, el único que conocía. Tirado en el piso, Maicol se destornillaba de la risa.




Ahora Maicol miraba la carta, yo hojeaba una revista de la farándula yanqui mientras las chicas deliberaban. La mesera trajo cuatro capuccinos y dos Lemmon Pie. Yo le pedí un Caffe Latte, y se notaba que Sonia, como delegada del ala femenina, estaba esperando a que se fuera la moza para comunicarnos algo. Mike terminó pidiendo una hamburguesa, y cuando la chica se fue con la comanda, Sonia nos juntó en el centro de la mesa. Susurrando, dijo que con Katia habían tenido la idea de fumar marihuana. Dánica negaba con la cabeza, y nos advirtió que ella no estaba de acuerdo. Violet quería, pero parecía un poco asustada. Mike me preguntó qué opinaba. Dije que todo bien, pero no me parecía: todo ya era demasiado flasheante. "¡Ok, votemos!" apuró Katia. Levantamos las manos. Cuatro votos positivos, una abstención (la mía), y un voto negativo (Dánica). Después se hizo un silencio que latió entre todos. Cuando terminamos de merendar, Sonia se arrimó a una camarera española y le habló en voz baja. Volvió dando saltitos: había que fijarse en las esquinas, "hay unos tipos que se paran cerca de los tachos de basura. ¡Esos venden!". Juntamos plata mientras dejábamos la propina. Decidimos que Violet se encargaría de la operación con el tipo que nos pareciera más confiable. Dos del grupo se quedarían cerca de ella para hacer de apoyo. Katia se hizo un rodete en los rulos, sacó la peluca, se la calzó, la acomodó y buscó su reflejo en la ventana. "¿Vamos yendo?", apuró, con aplausitos. "¡Te amo!" le dijo a Maicol, y se le tiró encima. Él le decía cositas al oido, mientras le acariciaba el pelo falso.




Más frío que antes. Nos subimos los cuellos de los abrigos en un movimiento grupal coordinado. Seguimos por la calle 7 un par de cuadras hacia la Segunda Avenida. Las calles se hacían más anchas y fuimos notando que cada vez había menos gente. Empezamos a ver a los famosos tipitos apostados en las esquinas, algunos gritando en un slang cerrado, de una vereda a la otra, y otros frotándose las manos en silencio. Pasamos junto a uno de rastas, con pinta de jamaiquino. Le dijo un piropo a Sonia: "¿Italiani...? ¡Bela!", y nos pareció buena onda. Seguimos hasta la esquina, nos frenamos, y le indicamos a Violet que volviera a donde estaba el rastaman para hacer la movida. Yo la acompañé y me quedé sobre el cordón, cerca, haciéndome el distraído. Violet llegó por detrás del tipo, y como estaba nerviosa, le largó un "EXCUSE ME, SIR!", en un tono demasiado alto para esa clase de operaciones. El tipo se dio vuelta con los ojos amarillos, inflamados. Cero buena onda. Empezó a insultarla en un inglés incomprensible. Violet se quedó durita y sin saber qué hacer. Yo me acerqué con mi mejor sonrisa y las manos an alto, en señal de paz. Por lo bajo le dije a Violet que le pidiera dos porros. YA. Con voz temblorosa le pidió "two joints", pero el rasta se quedó un segundo estudiando la situación. Después fue hasta el tacho de basura, sacó algo de una bolsa, se lo entregó de mala manera y le arrancó el billete de la mano. Abracé a Violet mientras volvíamos al grupo, la pobre se quedó tan asustada que se sacó el tapado para respirar mejor. Las chicas le hacían mimos mientras le explicaban que los dealers se manejan así por cuestiones de seguridad, que no había sido nada personal contra ella. Cerré los ojos para sentir el aroma del porro. Olía a bosque de pinos, en una tarde de primavera.




Cruzamos la Segunda Avenida, después la Primera, y subimos por la Avenida C. Caminamos varias de esas cuadras largas hasta un barrio donde ya no se veía gente de a pie. El río estaba cerca, el viento helado traía olor a puerto, y en cada esquina veíamos titilar las luces de la orilla de enfrente. Llegamos hasta un complejo de monoblocks descoloridos, iluminados desde abajo, que parecían ruinas monumentales de una civilización antigua. Nos metimos en una cortada y nos sentamos codo con codo en un banco largo, bajo la sombra nocturna de una fila de árboles. Sonia me agarró el brazo, estaba muy callada. Dánica cortó el silencio: "A ver, prendan eso y déjense de joder...", y todo estuvimos más animados. Mike dio la primera calada y exhaló el humo, que subió el línea recta.




Las voces rebotaban en el espacio entre los edificios. Violet contaba chistes horribles, Katia respresentaba partes del musical "Cats", que habían visto en Londres. Era asombroso cómo cambiaba la voz con cada personaje. Dánica enumeraba una lista de posiciones sexuales que practicaba con el novio. Todas a la vez nos mostraban sus gracias a Maicol y a mí, como si fuésemos el jurado de un concurso de variedades. Sonia me soltó el brazo y se fue al piso de la risa. Al rato empezó a caminar en cuatro patas, ladraba, movía la cola, olfateaba y levantaba la patita en cada árbol. Mike dio un salto, le robó la peluca a Katia y se la puso. La otra pataleaba como si se hubiera quedado pelada de golpe. Alguien se asomó a una ventana y nos gritó "¡Get out! ¡Motherfuckers!", y otras cosas que no entendí. Violet tradujo: nos estaban amenazando con llamar a la policía.




Nos quedamos calladitos, lagrimeando, tratando de aguantar la risa. Yo empecé a cantar en voz muy baja: "Todooo concluye al fiiin..." y fue detonante. A Maicol y a mí nos agarró la risa muda. Katia tampoco podía hablar, y de repente, dio un respingo y señaló hacia la esquina. Todas la cabecitas giraron, y vimos un auto sin luces que avanzaba lentamente, regulando. La carrocería estaba abollada, parecía pintada con aerosol negro opaco. El auto frenó y contuvimos la respiración. Se abrió la puerta, y vimos la silueta oscura de un hombre.




Usaba gorro, piloto, era medio encorvado y caminaba con una bolsa de plástico en la mano. "Es la policía", susurró Sonia, desde el piso. Le dijimos que se callara, el hombre tiró la bolsa en una especie de volquete, volvió a subir al auto, que giró en "U", y dobló por la misma esquina. Se armaron dos bandos: Katia, Sonia y Violet sostenían que la policía nos estaba siguiendo desde que habíamos hecho la movida. Y claro, nos habían mandado un espía. Dánica, Mike insistíamos para que se calmaran. Igualmente, ninguno se quedó tranquilo. La euforia de antes se había esfumado. Respiramos hondo para estar más frescos. Estiramos las piernas, Maicol descartó lo que quedaba en una alcantarilla, y encaramos hacia la avenida. Caminábamos en una línea que tomaba el ancho de la calle. Yo iba colgado, mirando mis borceguíes nuevos, cuando de golpe hubo un destello que los hizo brillar. Levanté la vista. Vi unos faros muy potentes que nos estaban enfocando, y en contraluz, el contorno de tres figuras perfectamente delineadas: una adelante y dos un poco más atrás. Y una explosión de luces blancas, azules y rojas que giraban como en cámara lenta.




Por el costado del ojo vi que los chicos parpadeaban, ciegos, con las caras quemadas por los focos. El primer oficial salió del círculo luminoso. Cuando la vista se acostumbró a toda esa claridad, pude ver que era pelirrojo, tenía bigote y el pelo muy corto. Señalando a Mike (que tenía la peluca puesta), impostó la voz y dijo en inglés algo así como: "A vos te vi fumando algo. ¿Estabas fumando Marihuana?". Muy tranquilo, Mike se adelantó y dijo: "Yes, i did". Desesperada, Violet se interpuso entre él y el oficial: "¡NO! ¡OFICER, NO!, ¡HE DIDN´T!, ¡¡HE DIDN´T!!", y volviendo a Maicol, por lo bajo: "Qué decís, ¡IDIOTA!". En tonito socarrón, Mike explicó: "Si no nos pueden hacer nada...". En la otra punta de la línea, Sonia y Katia empezaron a lagrimear: "Please, oficeeer...". El oficial volvió a imponer su voz, y siguió diciendo algo así como que en los Estados Unidos era ilegal fumar marihuana, que podíamos ir presos, incluso llegar a juicio y obtener una condena. Pero cuando vio la pinta de nabos que traíamos, dejó el tono severo y preguntó qué hacíamos en el país. Maicol, más desafiante que antes, respondió: "VACATIONS", así, como suena. A esa altura, creo que el oficial ya tenía ganas de llevárselo a Guantánamo. Yo seguía toda la acción como si viera una película. El oficial ordenó que volviésemos a nuestros hoteles inmediatamente. "¡Yes, sir...!", dije yo, y esa fue mi única intervención. Se apagaron los focos, se oyeron uno, dos, tres portazos, las ruedas chillaron y las patrullas se perdieron por la Avenida C. Nos quedamos en silencio, formando una ronda en el medio de la cortada. Empezamos a reírnos, de los nervios.




Katia y Mike engancharon un taxi que andaba perdido y pidieron que los llevara a un hotel barato. Sonia, Dánica, Violet y yo corrimos a otro que apareció en sentido contrario. Yo iba con la cabeza hacia atrás, y en la luneta veía cómo se deformaban las luces de la calle al pasar. Las chicas conversaban, todavía un poco exitadas. Terminamos en una pizzería de Little Italy, llena de gente, con demasiada luz. Los acentos se mezclaban. Ellas hablaban superponiéndose, y yo me distraía con los gestos de cada una. Adelante tenía mi tercera porción de pizza, enorme, con esa película de aceite frío por encima. Era de peperoni y estaba servida en un plato de plástico rojo, gastado por el filo de los cuchillos. Miré a Sonia, y sin prestar atención a lo que decía, me quedé observando su perfil. La forma de los huesos de la cara, la piel fina, transparente, y el movimiento de sus manos en el aire. Empecé a darle besos suaves en el cuello. Las otras siguieron conversando, entre ellas, como si nada. Sonia se quedó quieta, en silencio, sin mirarme. Recosté la cabeza en su falda y ella volvió a la charla, enredando mi pelo con la punta de sus dedos. Por debajo de la mesa escuchaba el sonido hueco de las voces del salón, y sentía la vibración cálida de su cuerpo en el mío. Y así me fui yendo, hasta que me quedé dormido.






Diciembre de 2010.

lunes, 17 de enero de 2011

Nuestra Gaby Sabatini





Ni bien nos mudamos al barrio me enteré de que el jefe de la cuadra era una chica. Mis viejos desarmaban cajas y yo andaba por ahí, explorando, cuerpo a tierra entre matas de pasto crecido. La imagen de Sandra se me apareció de golpe, parada al otro lado del alambrado que dividía el fondo de nuestras casas. El terreno de su familia era mucho más grande que el nuestro, y con los años sería cancha de fútbol, tenis, sóftbol, hándbol y cualquier cosa que nos diera la excusa para mancharnos la ropa de verde. Hoy todavía sueño que desde mi habitación oigo voces de chicos que juegan; trepo el alambrado buscando en ese parque inmenso, pero no veo a nadie. 
Sandra seguía con la vista clavada en mí. Sin saber muy bien cuánto tiempo hacía que estaba ahí, me levanté de un salto y así nos quedamos un rato, estudiándonos. Ella, con la pelota dominada bajo un botín de tapones blancos, la expresión superada; y yo, sacudiéndome el pasto con un poco de vergüenza. No sabía adónde mirar; si a esos ojos grises, casi transparentes, al botín Adidas reluciente bajo el sol, o a la pelota número cinco de gajos rojos y blancos.
Qué hacés, dijo. 
Explorando, contesté. 
Tenía una voz ronca. Su corte de pelo era como el mío: un flequillo abultado que le tapaba los ojos. Usaba shorts que le iban grandes, con medias de fútbol y los cordones atados a los tobillos. Tenía una cara linda, con pecas, y era más alta que yo. Te gusta el fútbol, preguntó. Claro, apuré. Y de qué cuadro sos, desafió. De Boca, y vos. 
Silencio. 
Bajó la vista a la pelota y yo la bajé con ella. Los colores: rojo y blanco. Claro. Volvió a mirarme con una ceja levantada. Otro silencio. Más largo. Un tábano pasó volando entre los dos. El sol de las tres de la tarde hacía crujir el pasto. Te juego un cabeza, dijo, y fue hasta el final del alambrado. La seguí, me mostró un agujero por donde pasar y me advirtió que tuviera cuidado con las puntas.

El padre de Sandra se llamaba Luis, era un flaco alto y escurrido, con un aire enigmático, o quizás solo era cansancio. Usaba bigotes largos, tenía un poco de pelo arriba de la cabeza y mucho a los costados. Era dueño de un corralón de materiales; lo veíamos salir a la mañana y volver al mediodía para almorzar. Siempre con la carterita negra bajo el brazo, media sonrisa y una expresión fatigada. Fumaba mucho, gargajeaba otro tanto, y además hacía toser a un Taunus que tenía problemas con el embrague. Elena, la madre de Sandra, también tenía la voz gastada por el tabaco. Nunca se quitaba los ruleros, que usaba debajo de un pañuelo de tela brillante. Nadie llegó a saber si alguna vez se le formaron los rulos o no. Barría la vereda cuatro veces por día, y entre sus dedos siempre había un cigarrillo que se consumía de a poco. Cuando pasábamos, sacaba caramelos del bolsillo del delantal y nos acariciaba la cabeza. Sandra tenía un hermano más grande, Walter, que trabajaba con Luis desde que había terminado el secundario. También era muy alto, tenía granos y frenos en los dientes. Con Sandra pasábamos toda la tarde en la calle jugando al fútbol contra los pibes de la otra cuadra. Si estábamos en medio de un partido bravo, Walter aparecía de la nada y entraba a robarse la pelota, eludía a todos los contrarios y les hacía un golazo. Se despedía con los brazos en alto, en medio de una ovación que él mismo hacía, imitando una transmisión de radio, mientras los otros iban a quejarse con Sandra. Era macanudísimo.

 Walter me hizo escuchar por primera vez a los Beatles. Los sábados después del mediodía dejaba que Sandra y yo entráramos a su habitación. Estaba llena de estantes con vinilos obsesivamente ordenados; por todos lados había pósters de River Plate, de las chicas de Olmedo, de los Beatles, de Serú Girán y de otros grupos que yo no conocía. Le encantaba repetir frente a nosotros el ritual de sacar el disco de la funda, soplar la púa, posarla con cuidado sobre el surco y observar nuestra reacción ante las primeras notas. Disfrutaba de ver cómo nos brillaban los ojitos cuando ponía el volumen al mango. A los gritos sobre la música describía Liverpool de una manera tan nítida que parecía haber estado ahí. Mientras yo imaginaba la niebla que entraba en el puerto de esa ciudad difusa, Sandra se inclinaba sobre la guitarra criolla, a seguir los punteos de Harrison. 

Algunas de esas noches de sábado la familia de Sandra me invitaba al estadio del Club Nueva Chicago, en Mataderos. Ahí se corría la categoría Midget, que consistía en un pelotón de cartings sobre un circuito alrededor de la cancha, a toda velocidad, en un estruendo que hacía delirar a la gente. Cada dos por tres uno se tocaba con otro y se armaba un zafarrancho de autos volando por el aire. Era común ver a alguno rodar como una lata en llamas hasta dar contra el muro de contención. El piloto siempre lograba escapar de la jaula retorcida, hecho una bola de fuego humana, y se agarraba del alambrado, justo frente a nosotros, mientras los bomberos extinguían las llamas de su cuerpo.

Entre las siete y las siete y cuarto de la mañana casi todos los chicos del barrio salíamos para el colegio. Un día vimos que Walter abrazaba muy fuerte a Sandra; la levantó hasta que los pies de ella se soltaron del piso. Después, lo mismo con Elena y con Luis. Se estaba despidiendo. La primera que lloró fue la madre y los demás se fueron contagiando, pero él se contuvo y les dejó una sonrisa final. Ya no usaba aparatos. Pasó junto a mí guiñándome un ojo, le acarició la cabeza a mi hermano, y así lo vimos avanzar hasta la esquina. En el hombro llevaba colgada una bolsa marrón, como una morcilla gigante, y un paquete de sánguches de milanesa bajo el brazo. Escuché a Elena gritar que tenían que durarle un par de días, por lo menos, y después hundió la cara en el pecho de Luis, que no decía nada. Veíamos irse a Walter sin saber muy bien lo que pasaba. Ese día Sandra faltó al colegio y no volvimos a verla por un tiempo. Abrazado a mi valija busqué la mirada de Faina en la vereda de enfrente, para ver si sabía algo. Faina negó con la cabeza y levantó los hombros: no tenía idea. Después le aplicó una patada suave en el culo a Juampi, su hermano menor, y apuraron el paso hasta el micro que les tocaba bocina. 

Anduvimos tristes durante un par de semanas, pero no nos animábamos a preguntar a dónde se había ido Walter. Pero pasó el tiempo y nos fuimos olvidando. No dejé de escuchar a los Beatles en un cassette que yo mismo había compilado: grababa temas de un programa de Badía. Junté los vueltos de un año para comprarme un Walkman; mi mamá me cosió una especie de carterita de jean para colgármelo y así lo llevé a todos lados.

Faina era mi mejor amigo. Los domingos a la mañana, la madre y la abuela me invitaban a la iglesia con ellos. Yo no estaba ni bautizado, y en las partes en las que había que rezar solo hacía la mímica. Me fascinaba el eco de la voz del cura en ese espacio rodeado de mármol, y las líneas de luz severa que bajaban desde la cúpula altísima. A contraluz veía flotar, muy nítidas, las partículas de polvo que despedían los tapados de las señoras. Creía que ese halo de claridad que tocaba las primeras filas era Dios. Y casi podía elevarme con la vista hasta ese cielo cóncavo, entre imágenes de ángeles acongojados, envueltos en géneros brillantes, medio desnudos, sugerentes. Cuando la misa terminaba salíamos corriendo por el pasillo del medio y nos lanzábamos a resbalar con todo el cuerpo sobre el piso recién pulido.

Faina era medio rubio, como yo, pero más bien gordo e impulsivo. Cada vez que se calentaba hacía rechinar los dientes, y una gran mancha roja le subía desde el cuello y se expandía por los cachetes. Cada tanto nos agarrábamos a trompadas; la regla tácita decía que siempre fuera con la mano abierta. Todavía tengo esa sensación en los dientes de la vez en que le arranqué de una mordida un pedazo de buzo de plush, color amarillo patito. Como yo no tenía un gran físico, acortaba la distancia con mi rival a mordiscones. Faina lo sabía y me frenaba a cachetazos. Muchas veces, en medio del entrevero de piñas y patadas que volaban para todos lados, yo me daba cuenta de que en realidad peleábamos por la atención de Sandra. Y al final siempre volvíamos a ser amigos, pero Sandra nos fajaba a los dos. La mirábamos embobados aun cuando nos tenía contra el cordón de la vereda dándonos rodillazos en las costillas. Era una fenómena; jugaba al fútbol que daba gusto y ni entre los dos lográbamos quitarle la pelota. La corríamos desde atrás y nos alternábamos para tirarle guadañazos a los pies, y ella saltaba para esquivar las patadas. A Faina y a mí nos gustaban dos chicas que vivían a la vuelta, Flavia y Paulita. Si pasaban por nuestra vereda abandonábamos lo que estuviéramos haciendo para mirarlas, aunque ellas simularan no vernos. A Sandra le brotaban los celos y las sacudía a pelotazos.

No existía hacer otra cosa que no fuera lo que ella quería. Así nos convencía de que por ejemplo saltáramos al vacío desde la parrilla de mi casa hasta la rama horizontal de un ciruelo, acaso creyendo que éramos un grupo de trapecistas rusos. Más de una vez alguno calculó mal y se fue de boca al piso. Jugábamos a la guerra y nos arrojábamos detrás de las trincheras que armábamos con pedazos de madera, y repetíamos varias veces cada escena como si fuéramos dobles de riesgo. Sacábamos cañas del terreno baldío junto a la casa de Sandra, usábamos tanza para construir arcos y cortábamos flechas bien rectas y afiladas, que atravesaban la carne jugosa de los bananos. En verano hacíamos chozas con esas cañas bajo la sombra de un paraíso enorme. Metidos ahí adentro en tardes de lluvia, con goteras que nos daban en la cabeza, alguna que otra vez Sandra y yo nos tocamos. Yo sentía su indiferencia, tal vez había algo de curiosidad pero ningún compromiso físico. A mí me gustaba en el momento pero después me quedaba con una carga extraña, como si la paja me la hubiese hecho otro pibe.

Una mañana en vacaciones de invierno jugábamos en la calle cuando de pronto Sandra corrió hasta la esquina. La seguimos con la mirada mientras volaba en el aire a los brazos de Walter, que soltaba la bolsa marrón para recibirla. La hizo girar y girar mientras le daba besos y le decía cosas lindas, asombrado por el estirón que había pegado. Dejaron de dar vueltas y él me pareció ido, como un sonámbulo, más viejo y más flaco. Venía vestido de verde, con el pelo rapado. De cerca vimos que ya no tenía granos, solo marcas, y que toda la cabeza estaba cruzada de rayones blancos. Sandra lo trajo de la mano en silencio, Walter pasó frente a nosotros con una sonrisa pálida, y entraron. No lo vimos de nuevo hasta un par de meses después.

Cuando volvió a invitarnos a escuchar música en su habitación, había arrancado todos los pósters. Solo quedaban algunas puntas de cartulina clavadas con chinches; sobre la pintura de la pared había rectángulos más claros. Ahora ponía discos de Joni Mitchell e Invisible, sin subir demasiado el volumen. Con la vista en un ángulo del techo, Sandra prestaba atención a la música, concentrada, mientras apoyaba los dedos en las cuerdas de la guitarra. De a poco lograba seguir esta música que parecía más complicada; se notaba que estaba tocando mejor. Walter la miraba practicar en silencio, sentado en la cama con la espalda contra la pared. No decía nada y podía estar así toda la tarde. Noté que le había crecido el pelo. De Invisible me llamó la atención una letra que hablaba de un astronauta, que iba por el espacio con un banderín de River Plate sobre el comando. Le conté a Walter que por Sandra me había hecho de River, y se empezó a reír. Aproveché el momento para preguntar dónde había estado todo este tiempo. Sandra dejó de tocar y me atravesó con la mirada. Él contó que se había ido al servicio militar, y en el momento en que estaban por darlos de baja los mandaron a la guerra. Hablaba como si estuviera describiendo un sueño confuso, mientras cerraba los ojos y se echaba de costado en la cama. Por un momento pensé en la guerra y la imaginé en blanco y negro. Por esas películas que daban los domingos a la tarde. Sandra siguió tocando y a mí no se me ocurrió nada más que decir. Solo después de un rato me animé a pedirle a Walter que me copiara en un cassette el disco de Invisible.

Y en los meses que siguieron no hice más que escucharlo, iba a todos lados con el walkman en mi carterita. En las noches del verano invitábamos a los pibes de la otra cuadra y las chicas de la vuelta, y se armaban unas escondidas memorables. Duraban hasta la una o dos de la mañana, nuestros padres sacaban sillas a la vereda y se quedaban a conversar. Valía esconderse en todo el barrio sin pasar el límites de las avenidas. A Sandra le gustaba medirse con cada uno de nosotros en la carrera hasta la piedra, y se ofrecía para contar primero. Yo hacía un par de cuadras a toda velocidad y me procuraba un escondite bien alto. Trepaba las ramas de algún paraíso hasta donde las hojas alcanzaban los focos de la calle. Y ahí me quedaba, a esperar. Me distraía con los bichos que zumbaban alrededor de los halos amarillentos, y se largaban en picada hacia la luz. Al chocar hacían un ruido seco. Entonces me calzaba los auriculares y le daba play al walkman. Me gustaba el tema tres: “Alarma entre los Ángeles”. Era un tema veloz, instrumental, de guitarras, bajo, batería y un teclado medio loco. La música me hacía pensar en los ángeles que veía los domingos, y los imaginaba preocupadísimos, dando vueltas sin parar, como los bichos, porque Dios los había cagado a pedos, o algo así.

Después vino la época de Gaby Sabatini y a todos se nos contagió el entusiasmo por el tenis. Mi viejo había conseguido dos raquetas de aluminio, livianas, pero muy blandas, que se deformaban al menor golpe. Mi mamá nos había cosido a mi hermano y a mí un par de equipos de gimnasia, con los mismos colores, pero invertidos. Faina había ligado un conjunto de chomba, shorts, medias y zapatillas Ellesse, en tonos de amarillo y blanco. Siempre el amarillo patito, nos burlábamos, y él se defendía diciendo que era un regalo de la abuela, que elegía los colores del Vaticano. Pero había que ver a Sandra, toda de blanco y en pollerita corta, salir de la casa como en cámara lenta, brillando en un halo de esplendor. La vincha le aplastaba el flequillo sobre los ojos, que parecían más chicos e inexpresivos. Nos codeábamos entre nosotros: el cuerpo le había cambiado, ya era una mujer. Nos reunimos alrededor de ella y la vimos desenfundar una raqueta de grafito azul, casi negro, impecable, con brillos que nos dejaban ciegos. Era una Prince, como la de Gaby, y en el encordado tenía impresa una letra “P”, enorme y dinámica. Mi hermano y yo miramos las nuestras, que no decían nada.

Íbamos a jugar a unas canchas de polvo de ladrillo sobre la Avenida Provincias Unidas. Sandra entraba primero y se dedicaba unos minutos a elongar. Alguno de nosotros entraba con ella, en silencio y con respeto, mientras los demás nos quedábamos en un banco al costado de la cancha. Íbamos pasando de a uno y ella nos daba el pesto sistemáticamente. Jugaba muy tranquila, sobre la línea del fondo, y resolvía el partido desde ahí. Nos dejaba hacer algunos puntos hasta que metía un sablazo paralelo al fleje, o un revés cruzado bestial que ni tenía sentido ir a buscar. Y así se quedaba, en esa última figura, estática, con las rodillas flexionadas, el brazo extendido y la raqueta paralela al piso. Concentrada en sí misma imaginaba la gloria y los flashes. Yo lograba aguantarle un poco más cada punto, y la hacía correr bastante. Usaba la muñeca y la obligaba a venir a la red jugándole bolas cortas con efecto, que caían muertitas entre la línea y el final de la red. No ganar un game la enfurecía, simplemente porque no estaba en sus planes. Entonces, caminaba con serenidad hasta el fondo de la cancha, picando la pelota, y el próximo saque te lo apuntaba a la cabeza.

El entusiasmo se nos fue yendo, lento, de manera imperceptible, como se iban los días, las estaciones y los años. Sandra dejó de usarnos como sparrings y siguió yendo a entrenar sola. Desde el Club Huracán de San Justo le llegó una oferta para empezar a competir en torneos de la categoría junior. Los demás fuimos teniendo otros intereses. Las chicas de la vuelta venían a comprar cigarrillos a nuestra cuadra y pasábamos horas en la puerta de lo de Faina. A mí me gustaba Paulita y él todavía no se animaba con Flavia. Sentados con ellas en el cordón de la vereda veíamos llegar a Sandra, agotada después del entrenamiento de la tarde. A estudiar y al otro día levantarse temprano para el colegio. Nos saludaba de lejos, y mientras cerraba el portón nos contaba rápidamente en qué andaba. Y antes de verla desaparecer con las últimas luces, le decíamos que ella siempre iba a ser nuestra Gaby Sabatini.

Mudarnos a Ramos Mejía luego del divorcio fue como irse a vivir a Nueva York. Bajaba del edificio y me cruzaba con caras desconocidas, y a la vez nadie me conocía a mí. Era un extraño hasta para mí mismo. Me sentía vacío, sin personalidad, anónimo entre la gente que se reía en las heladerías, o se agolpaba en cada esquina para cruzar Avenida de Mayo. Las ruedas del skate tropezaban en la unión de las baldosas y en la calle no se podía andar, por el tránsito. Así me entregué al aire viciado de las casas de videojuegos. Ahí adentro no se sabía si era de día o de noche; me pasaba horas frente a las pantallas aunque no tuviera plata, respirando ese humo denso, como una bruma baja atravesada por explosiones de color. Me aturdía con el batifondo de musiquitas superpuestas, para no pensar, moviendo palancas que no me respondían. En uno de esos antros vi por primera vez a dos flacos más grandes que yo darse un beso en la mejilla, y usar la palabra “vieja” en vez de “viejo”. Ejemplo: “¿Qué hacés, vieja?”. 

Una tarde no aguantaba más la tristeza y llamé a Faina desde un teléfono público. Me contó que estaba de novio con Flavia y que Paulita andaba saliendo con un pibe. Quise romper la cabina a telefonazos. Cambió el tono para decirme que a Sandra le habían descubierto una enfermedad en la cadera, y era posible que tuviera que dejar el tenis. Me quedé peor que antes. Prometí tomarme el 96 e ir a visitarlos algún día. Pero nunca lo hice.

Terminaba de armar las entregas para la carrera de Diseño en un Taller 4 flamante que habían abierto sobre la calle Belgrano, al lado de Musimundo, donde antes había un cine. Una tarde tuve que hacer fotocopias color y me atendió un flaquito nuevo; tenía el pelo largo, con un flequillo que le tapaba la mitad de la cara. Usaba una remera gastada de los Ramones, y cuando preguntó qué necesitaba, oí su voz y se me erizó la piel. Era Sandra. Bajé la vista como un robot. Le di las indicaciones y la observé de reojo mientras operaba la fotocopiadora. Era Sandra, no había dudas. La vi muy pálida, descuidada, flaca y con los pómulos hundidos. Parecía un varón. Por lo bajo pude distinguir sus ojos grises. Al verla venir con las copias noté que le costaba caminar. Pagué, enrollé las láminas y salí lo más rápido que pude.
Cada vez que tenía que volver repasaba mentalmente lo que iba a decirle. Ella se quedaba el fondo del local, y al verme llegar se acercaba al mostrador. “Qué hacés”, decía, con sequedad, y yo pensaba en aquella primera vez, con el alambrado de por medio. Pero no sabía si lo decía porque me había reconocido o solo porque ya era un cliente habitual. Ante la duda bajaba la vista, pedía lo que necesitara, pagaba, agarraba mis cosas y me iba. Mi mamá llegó un día contentísima; había ido a hacer unas fotocopias para el trámite del monotributo y se había encontrado con Sandra. Siempre tan amorosa, tan deportista, qué pena verla así, tan abandonada, pobrecita, decía. Me contó que estuvieron hablando un montón, que se acordaron del barrio, de aquellas épocas, y que Sandra me mandaba muchos saludos.

Me acredité como fotógrafo en un festival de punk queer que se había organizado en Cemento. Cerraban She Devils y Sugar Tampaxxx. En la puerta había dos chicas con cresta, tiradores y tatuajes, que exhibían cierta rudeza. Tomaban del pico y le pasaban la botella a dos punkies un poco más fashion, lindas, con piercings en la nariz, que se reían de todo lo que decían las otras. Adentro se oía un quilombo infernal. Las alarmas de los autos saltaban con el estruendo. El mismísimo Chabán buscó mi nombre en la lista, bajando una regla transparente sobre el papel. Me miró por encima de los lentes. Vi que tenía tapones en los oídos. Pasá, dijo. Le di las gracias y pasé, pero noté que me seguía con la mirada. Escuchame, volvió a decir, no te pierdas a Sandra y las del Fuego. Ya casi terminan. Alta imagen, metele, chau. 

Me apuré a atravesar la cortina mugrienta y el sonido se volvió agudo, enloquecedor. La vi de lejos y el tiempo avanzó de una manera elástica, como en una alucinación. Trataba de setear la cámara sin poder pensar con claridad en lo que hacía. Las luces y el escenario se veían como al final del tubo de un caleidoscopio. Logré pasar a empujones entre cuerpos lubricados de sudor. Protegía la cámara de las patadas que volaban, esquivando a los y las que saltaban del escenario y caían cerca de mí. El olor a humo, cerveza y transpiración estaba reconcentrado. Estudiaba la luz para calcular aperturas de diafragma y velocidades de exposición, pero las cuentas no me daban. Cuando estuve frente al escenario me ubiqué junto al borcego derecho de Sandra. Desde abajo, su imagen era imponente, grandiosa, como si fuera la guardiana de un templo perdido. Ella mantenía la vista en un punto más allá, en el horizonte de cabezas, mientras hacía rabiar a la guitarra. Tenía los brazos cubiertos de tatuajes, el pelo cortado a mordiscones, chupines de tela escocesa y una musculosa blanca, que se adhería a sus tetas empapadas. Los ojos grises estaban delineados con fuerza. En el estribillo pegaba unos gritos deformes y la vena del cuello se le inflamaba. Una gota de sudor resbaló por su nariz y cayó directo sobre lente de la cámara. Empujado de un lado a otro por la multitud traté de limpiarla con un pañuelo de papel, y en ese momento Sandra me vio. Se distrajo y olvidó la entrada de la siguiente estrofa. Pero se reía y me seguía con la vista, sorprendida, mientras la banda tocaba sin ella. Las otras chicas hacían los coros y le lanzaban miradas incisivas. De pronto salió del escenario y pude ver que caminaba peor que antes. Volvió al centro, se vació una botella de agua en la cabeza, se puso de espaldas al público, contó los compases junto con sus compañeras, dio un guitarrazo y terminó el show. La gente no dejó de cantar su nombre en medio de la ovación. Después del saludo final en grupo largó la guitarra, tomó impulso y se arrojó al público. Un océano de manos la hicieron flotar bajo los haces de luz raquítica. Sandra se dejaba llevar, aliviada del peso de su cuerpo, con los ojos cerrados y los brazos extendidos. Yo la seguía de cerca, apuntando, y en ese instante saqué la foto que expuse en mi primera muestra colectiva. Luego me estiré para alcanzarla y logré acariciar la punta de sus dedos. Ella se dio vuelta: qué hacés, dijo, y me volvió a sonreír.












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