viernes, 27 de mayo de 2011

Excuse me, sir




Yo estaba sentado sobre una piedra enorme y redonda, en la orilla del lago más grande del Central Park. De tanto ir, la piedra ya era un poco mía. Desde ese lugar me quedaba mirando el bosque compacto contra los edificios, que empezaban a iluminarse, y el duplicado perfecto en el agua, suave como una bandeja de plata. Era fin de febrero, el invierno se iba de Nueva York, y ante mis ojos la noche bajaba en degradé. La ciudad zumbaba a lo lejos. Distraído con la postal, se me ocurrió pensar en que el olor de cada país es distinto. De repente escuché algo, como un jadeo. El eco llegaba a través de la superficie del agua. Era una respiración fuerte, seca, animal. Afiné la vista, y allá lejos, las últimas luces definieron la imagen de un hombre, que lanzaba enérgicamente una pelota desde la orilla hasta el centro del lago. Un perro flaco, ágil, de pelo largo casi naranja, se zambullía atolondrado, y nadaba con la cabecita apenas fuera del agua, dejando una estela muy fina. El hombre volvió a lanzar la pelota varias veces, y cada vez la mandaba más lejos. Cuanto más tenía que nadar, más exagerada era la fiesta que hacía el perro cuando volvía a entregársela al amo en la orilla. Yo estaba fascinado. El tipo se dio cuenta, y cuando me vio, fue torciendo la dirección de la bola hacia mi lado. Cuando la tuve ahí nomás, flotando, esperé ansioso a que el perro viniera hacia mí. Llegó sonriente y con la lengua afuera. Los perros siempre parecen sonreir cuando vienen con la lengua afuera. Me estiré hasta el agua para tocarle la cabeza, y en los pelos aplastados le hice un peinado punk. Cazó la bola de un tarascón, dio media vuelta y volvió nadando.




Me chistaron desde atrás. Me di vuelta y vi a Katia y a Miguel, que me miraban, extrañados. Estaba tan contento que bajé mi piedra de un salto. Le di una trompada suave en el hombro a Mike, él hizo lo mismo, pero sin demasiado énfasis. Katia tiritaba con la bufanda hasta las orejas, y por las caras me di cuenta de que habían fracasado en el intento de conseguir dónde coger. "¿Loco, la gente no va al telo acá?", rezongó ella estrujando el brazo de él, mientras se distraía con la panorámica. No existían los telos, habían estado averiguando en algunos hoteles y todos eran carísimos. Para hacerme el gracioso pregunté si habían probado en los arbustos, o en alguno de esos túneles que hay en el parque. Casi era de noche y ya no andaba nadie. Maicol comentó que ya lo había pensado, pero la que no quiso fue ella. Katia le clavó la vista en un mini arranque de furia. "Se ve que tenía miedo de que le entrara algún bicho por el tujes", siguió él, divertido, y ella le aplicó un rodillazo en la pierna.




Miguel y yo hicimos la carrera de diseño en la Universidad en Buenos Aires. Al tiempo empecé a decirle Mike y cuando hubo más cariño, Maicol. Juntos se potenciaba nuestra estupidez individual. Nos reíamos tanto que a veces alguno de los dos tenía que irse lejos. Lo peor era cuando nos atacaba "la risa muda": se nos trababa la mandíbula, nos quedábamos sin aire y terminábamos con un dolor tremendo en el pecho. Una vez en la casa de él tuve que darme un saque con el aparatito que usaba el hermano de Mike para el asma. Maicol era ocurrente, entrador, y cuando se reía, la piel de la frente se le ponía muy roja, la boca se le iba para todos lados, y los ojos se le achicaban, como dos bolitas negras y brillantes. Katia y Mike se conocieron en Chakira, un boliche de Palermo que ya no existe; íbamos siempre a bailar música disco y Hip Hop. Esa noche Maicol cumplía veintidós años, y se le había dado por usar una túnica blanca y larga hasta el piso, onda Alan Faena. Katia siempre contaba que se había enamorado al verlo brillar bajo las luces negras, como una lámpara de pie.




Hacía dos semanas que Mike y yo estábamos parando en Queens; saliendo de Manhattan, cruzando el río Hudson. Nuestros amables anfitriones eran Araceli González y su marido Harry. Araceli, una chica de cuarenta, morocha, simpática, y muy sexy, era una prima lejana de mi familia. Yo la había conocido hacía muy poco, en la fiesta de fin de año en Buenos Aires. La atracción de la noche, además de que varios de nosotros recién conocíamos a la prima que vivía en Estados Unidos (y se llamaba igual que una modelo), era la presentación formal de su marido portorriqueño. Harry, un tipo alto de barba rubia y cincuenta y pocos, se había mostrado atento, chispeante y muy afectuoso con todos nosotros. Pero al verlo con su primer medida de whisky pude notar que su mirada brillante se opacaba. En ese momento, al otro lado del living, Araceli parecía notar lo mismo que yo. Dudó un segundo, y siguió conversando con un pariente, como resignada. Rápidamente entré en confianza con Harry, y cuando le comenté a que Mike y yo estábamos por viajar a Nueva York, ahí nomás nos ofreció alojamiento en su casa. Sin consultar ni darle tiempo de reaccionar Araceli, que ya parecía acostumbrada a esos arranques. De entrada me costó aceptar, pero él insistió: "Venga, no vas a andar pagando un hotel, brother".




Cuando Mike y yo volvíamos tarde a Queens, entrábamos sigilosamente para no despertarlos. Pero más de una vez atrás de nosotros caía Harry, caminando torcido, con la cara roja y los ojos inundados. Al vernos trataba de contener la risa, después se ponía en alerta, se espantaba bichos imaginarios y nos hacía el gesto de "silencio". Mike y yo al principio no entendíamos nada, después ya nos quedamos charlando en voz baja con él, y le dábamos agua hasta que se le pasara un poco el pedo. Dormíamos en un sótano equipado como un departamentito, sencillo, pero prolijo. Compartíamos una cama matrimonial, y como a veces volvíamos tan excitados que no teníamos sueño, nos quedábamos comentando las aventuras del día, mientras de fondo sonaba bajito una FM de "Smooth Jazz". A la mañana siguiente nos levantábamos temprano y encontrábamos a Harry en la cocina desayunando con Araceli. Ella todavía estaba media dormida y con los pelos parados. Pero a él se lo veía impecable: la camisa recién planchada, corbata con nudo corazón, perfecto, y el pelo tirante hacia atrás, tomando café negro. Trabajaba en un diario en español como jefe del área comercial. "Coman fruta", decía, y nos guiñaba un ojo de costado.




Katia venía de Londres con sus dos hermanas y una amiga de las tres. Estaban en Nueva York hacía un par de días, nosotros llevábamos dos semanas y nos quedaba una más. Como extrañaba a Mike, Katia convenció a las chicas de cambiar los pasajes y cruzar el Atlántico. Estudiaba diseño de indumentaria, y tenía una figura larga, espigada, como esas muñequitas que bocetan los modistos estrella. Usaba mucho rimmel, tenía el pelo ondulado de un rojo natural y muchas pecas en la cara y en en los brazos. Era torpe, inocente y un poco payasa: hacía muy buenos chistes e imitaciones. Aunque a veces, como era la menor de las tres, se volvía un poco caprichosa. Ni bien pisó el JFK, en una vidriera vio un maniquí que tenía una peluca de color negro azabache, con reflejos azules, de corte carre y flequillo. Entre las cuatro trataron de convencer a la vendedora, que no lograba entender que Katia quería comprar la peluca y no la ropa que exhibía el maniquí. Abrumada, la señora terminó por dejárselas en cuarenta dólares. Y ahí andaba Katy, feliz, con su peluca en la cartera para todos lados. La usaba cuando caía el sol, para cortar el día y sentirse una mujer distinta.




La hermana del medio se llamaba Sonia. Era menudita pero de carácter fuerte. De las tres era la que siempre iba al frente, la que resolvía. En ella había algo felino, una actitud más independiente, y parecía cómoda en un segundo plano detrás de Katia, que siempre la buscaba de cómplice cuando estaba tramando algo. Estudiaba abogacía, era lúcida y elegante. También era muy alegre, aunque por momentos sus ojos claros se oscurecían. Me gustaba pensar que era el único que se daba cuenta de eso. En Buenos Aires habíamos estado intercambiando algunos besos, pero ella tenía novio y se empeñaba en mantenerme a raya. La esperé ansioso cuando supe que venían a reunirse con nosotros. Dánica, la más grande, era el contrapeso ideal a la gracia liviana de las otras dos. Una amarga total. Vivía pendiente del novio, que seguramente la pasaba regio en Buenos Aires, feliz de habérsela sacado de encima por un tiempo. La respuesta natural de Dánica a sus hermanas siempre era un "No". Como era la mayor, esa amargura resultaba útil para contener los desbordes de las otras dos. La cuarta era Violeta. Delicada, de piel muy blanca y pelo negro, largo y lacio. Bonita, pero más tímida o formal que las otras, que estudiaba danzas clásicas, bailaba tango y trabajaba como traductora freelance. Hablaba un inglés flemático, abierto, y cuando lo hacía, su voz se proyectaba hacia adelante. Por eso las chicas le decían Violet, usando una voz grave. Fue un alivio para Mike y yo: cuando llegaron, se convirtió en la traductora oficial del grupo.




Hacía frío. Casi al unísono, Katia, Maicol y yo nos subimos los cuellos de los abrigos. Salimos del central Park y cruzamos la Quinta Avenida hasta Lexington, desde ahí bajamos hasta la 59 St. Habíamos coordinado con las chicas para encontrarnos a las siete en el Village. Tomamos el subte de la línea verde hasta Astor Place, desde ahí caminamos por el Bowery hasta la calle 7, donde quedaba el Caffe Della Pace. A Maicol y a mí nos había gustado esa onda bohemia. Había sillones bajos y gastados para hundirse, calorcito, revistas viejas, pilas de libros y camareras de distintas nacionalidades. Servían unos capuccinos riquísimos, enormes, de espuma compacta y bien alta. Cuando invitamos a las chicas les encantó. Terminamos adoptándolo como lugar de encuentro para planificar cómo seguían las noches. ¿Vamos al Apache? decía Maicol. En los días en que el sol entibiaba las veredas del Village, la gente salía a pasear sus looks. Rastas, punks, mods, ravers, new romantics. En cada cuadra había una disquería con olor a alfombra mojada, podíamos pasar la tarde entera revolviendo vinilos viejos, originales y baratísimos.




Cuando finalmente llegamos al café, Sonia, Dánica y Violet me saludaron a la vez: "¡Hello number tweeelve!". La noche anterior habíamos salido a pasear por el barrio gay. Ibamos por Bleecker St., pasando Broadway, y nos cruzamos con un grupo de travestis que nos invitaban a entrar a un bar, donde había un show de transformistas: "Hollywood Divas". Cruzamos miradas, y tres minutos después nos estábamos acomodando en las mesas de adelante. Yo usaba mucho un buso negro con un número doce, grande y amarillo. Después de un par de números musicales apareció una Marilyn, la anfitriona de la noche. Hizo algunos chistes, preguntó si la estábamos pasando bien y propuso un juego con el público. Se hizo sombra con una mano y buscó en la penumbra hasta que se detuvo en mí. "Oh, number twelve, come here... pleassse". De los nervios, la visión se me desfiguró. En segundo plano, borrosa, escuché la carcajada de Maicol. El nabo me empujó desde atrás y salí eyectado al escenario. Marilyn bajó con gracia un par de escalones, extendió una mano y me invitó a subir. Yo no podía pensar. Lo que siguió fue un ping-pong de preguntas y respuestas de contenido sexual. Y en inglés. No entendía nada, y se ve que Marilyn notó mi cara de espanto; me habrá visto tan tierno que se apiadó de mí, y por lo bajo me soplaba las respuestas. A mí me sudaban las manos, y las frotaba nerviosamente contra el jean. Veía los dientes enormes de Marilyn manchados de rouge, la boca deforme, monstruosa, modulando palabras incomprensibles. Y por detrás oía las risas de Katia, Maicol y Sonia. Logré entender que venía la parte final del juego. Me hizo elegir entre dos expresiones: "Bottom" y "Top" ("Pasivo" ó "Activo"). Se hizo un silencio, no sabía qué decir, tenía el cerebro trabado. En eso me llegó el susurro fuerte y excitado de Violet: "¡Decí Toppp!... ¡DECÍ TOPPP!. Aliviado, dije "top". Marilyn pidió un gran aplauso para mí, me dio las gracias y después me acompañó de vuelta a mi asiento. Amablemente me ofreció un trago como cortesía de la casa. Pedí un destornillador, el único que conocía. Tirado en el piso, Maicol se destornillaba de la risa.




Ahora Maicol miraba la carta, yo hojeaba una revista de la farándula yanqui mientras las chicas deliberaban. La mesera trajo cuatro capuccinos y dos Lemmon Pie. Yo le pedí un Caffe Latte, y se notaba que Sonia, como delegada del ala femenina, estaba esperando a que se fuera la moza para comunicarnos algo. Mike terminó pidiendo una hamburguesa, y cuando la chica se fue con la comanda, Sonia nos juntó en el centro de la mesa. Susurrando, dijo que con Katia habían tenido la idea de fumar marihuana. Dánica negaba con la cabeza, y nos advirtió que ella no estaba de acuerdo. Violet quería, pero parecía un poco asustada. Mike me preguntó qué opinaba. Dije que todo bien, pero no me parecía: todo ya era demasiado flasheante. "¡Ok, votemos!" apuró Katia. Levantamos las manos. Cuatro votos positivos, una abstención (la mía), y un voto negativo (Dánica). Después se hizo un silencio que latió entre todos. Cuando terminamos de merendar, Sonia se arrimó a una camarera española y le habló en voz baja. Volvió dando saltitos: había que fijarse en las esquinas, "hay unos tipos que se paran cerca de los tachos de basura. ¡Esos venden!". Juntamos plata mientras dejábamos la propina. Decidimos que Violet se encargaría de la operación con el tipo que nos pareciera más confiable. Dos del grupo se quedarían cerca de ella para hacer de apoyo. Katia se hizo un rodete en los rulos, sacó la peluca, se la calzó, la acomodó y buscó su reflejo en la ventana. "¿Vamos yendo?", apuró, con aplausitos. "¡Te amo!" le dijo a Maicol, y se le tiró encima. Él le decía cositas al oido, mientras le acariciaba el pelo falso.




Más frío que antes. Nos subimos los cuellos de los abrigos en un movimiento grupal coordinado. Seguimos por la calle 7 un par de cuadras hacia la Segunda Avenida. Las calles se hacían más anchas y fuimos notando que cada vez había menos gente. Empezamos a ver a los famosos tipitos apostados en las esquinas, algunos gritando en un slang cerrado, de una vereda a la otra, y otros frotándose las manos en silencio. Pasamos junto a uno de rastas, con pinta de jamaiquino. Le dijo un piropo a Sonia: "¿Italiani...? ¡Bela!", y nos pareció buena onda. Seguimos hasta la esquina, nos frenamos, y le indicamos a Violet que volviera a donde estaba el rastaman para hacer la movida. Yo la acompañé y me quedé sobre el cordón, cerca, haciéndome el distraído. Violet llegó por detrás del tipo, y como estaba nerviosa, le largó un "EXCUSE ME, SIR!", en un tono demasiado alto para esa clase de operaciones. El tipo se dio vuelta con los ojos amarillos, inflamados. Cero buena onda. Empezó a insultarla en un inglés incomprensible. Violet se quedó durita y sin saber qué hacer. Yo me acerqué con mi mejor sonrisa y las manos an alto, en señal de paz. Por lo bajo le dije a Violet que le pidiera dos porros. YA. Con voz temblorosa le pidió "two joints", pero el rasta se quedó un segundo estudiando la situación. Después fue hasta el tacho de basura, sacó algo de una bolsa, se lo entregó de mala manera y le arrancó el billete de la mano. Abracé a Violet mientras volvíamos al grupo, la pobre se quedó tan asustada que se sacó el tapado para respirar mejor. Las chicas le hacían mimos mientras le explicaban que los dealers se manejan así por cuestiones de seguridad, que no había sido nada personal contra ella. Cerré los ojos para sentir el aroma del porro. Olía a bosque de pinos, en una tarde de primavera.




Cruzamos la Segunda Avenida, después la Primera, y subimos por la Avenida C. Caminamos varias de esas cuadras largas hasta un barrio donde ya no se veía gente de a pie. El río estaba cerca, el viento helado traía olor a puerto, y en cada esquina veíamos titilar las luces de la orilla de enfrente. Llegamos hasta un complejo de monoblocks descoloridos, iluminados desde abajo, que parecían ruinas monumentales de una civilización antigua. Nos metimos en una cortada y nos sentamos codo con codo en un banco largo, bajo la sombra nocturna de una fila de árboles. Sonia me agarró el brazo, estaba muy callada. Dánica cortó el silencio: "A ver, prendan eso y déjense de joder...", y todo estuvimos más animados. Mike dio la primera calada y exhaló el humo, que subió el línea recta.




Las voces rebotaban en el espacio entre los edificios. Violet contaba chistes horribles, Katia respresentaba partes del musical "Cats", que habían visto en Londres. Era asombroso cómo cambiaba la voz con cada personaje. Dánica enumeraba una lista de posiciones sexuales que practicaba con el novio. Todas a la vez nos mostraban sus gracias a Maicol y a mí, como si fuésemos el jurado de un concurso de variedades. Sonia me soltó el brazo y se fue al piso de la risa. Al rato empezó a caminar en cuatro patas, ladraba, movía la cola, olfateaba y levantaba la patita en cada árbol. Mike dio un salto, le robó la peluca a Katia y se la puso. La otra pataleaba como si se hubiera quedado pelada de golpe. Alguien se asomó a una ventana y nos gritó "¡Get out! ¡Motherfuckers!", y otras cosas que no entendí. Violet tradujo: nos estaban amenazando con llamar a la policía.




Nos quedamos calladitos, lagrimeando, tratando de aguantar la risa. Yo empecé a cantar en voz muy baja: "Todooo concluye al fiiin..." y fue detonante. A Maicol y a mí nos agarró la risa muda. Katia tampoco podía hablar, y de repente, dio un respingo y señaló hacia la esquina. Todas la cabecitas giraron, y vimos un auto sin luces que avanzaba lentamente, regulando. La carrocería estaba abollada, parecía pintada con aerosol negro opaco. El auto frenó y contuvimos la respiración. Se abrió la puerta, y vimos la silueta oscura de un hombre.




Usaba gorro, piloto, era medio encorvado y caminaba con una bolsa de plástico en la mano. "Es la policía", susurró Sonia, desde el piso. Le dijimos que se callara, el hombre tiró la bolsa en una especie de volquete, volvió a subir al auto, que giró en "U", y dobló por la misma esquina. Se armaron dos bandos: Katia, Sonia y Violet sostenían que la policía nos estaba siguiendo desde que habíamos hecho la movida. Y claro, nos habían mandado un espía. Dánica, Mike insistíamos para que se calmaran. Igualmente, ninguno se quedó tranquilo. La euforia de antes se había esfumado. Respiramos hondo para estar más frescos. Estiramos las piernas, Maicol descartó lo que quedaba en una alcantarilla, y encaramos hacia la avenida. Caminábamos en una línea que tomaba el ancho de la calle. Yo iba colgado, mirando mis borceguíes nuevos, cuando de golpe hubo un destello que los hizo brillar. Levanté la vista. Vi unos faros muy potentes que nos estaban enfocando, y en contraluz, el contorno de tres figuras perfectamente delineadas: una adelante y dos un poco más atrás. Y una explosión de luces blancas, azules y rojas que giraban como en cámara lenta.




Por el costado del ojo vi que los chicos parpadeaban, ciegos, con las caras quemadas por los focos. El primer oficial salió del círculo luminoso. Cuando la vista se acostumbró a toda esa claridad, pude ver que era pelirrojo, tenía bigote y el pelo muy corto. Señalando a Mike (que tenía la peluca puesta), impostó la voz y dijo en inglés algo así como: "A vos te vi fumando algo. ¿Estabas fumando Marihuana?". Muy tranquilo, Mike se adelantó y dijo: "Yes, i did". Desesperada, Violet se interpuso entre él y el oficial: "¡NO! ¡OFICER, NO!, ¡HE DIDN´T!, ¡¡HE DIDN´T!!", y volviendo a Maicol, por lo bajo: "Qué decís, ¡IDIOTA!". En tonito socarrón, Mike explicó: "Si no nos pueden hacer nada...". En la otra punta de la línea, Sonia y Katia empezaron a lagrimear: "Please, oficeeer...". El oficial volvió a imponer su voz, y siguió diciendo algo así como que en los Estados Unidos era ilegal fumar marihuana, que podíamos ir presos, incluso llegar a juicio y obtener una condena. Pero cuando vio la pinta de nabos que traíamos, dejó el tono severo y preguntó qué hacíamos en el país. Maicol, más desafiante que antes, respondió: "VACATIONS", así, como suena. A esa altura, creo que el oficial ya tenía ganas de llevárselo a Guantánamo. Yo seguía toda la acción como si viera una película. El oficial ordenó que volviésemos a nuestros hoteles inmediatamente. "¡Yes, sir...!", dije yo, y esa fue mi única intervención. Se apagaron los focos, se oyeron uno, dos, tres portazos, las ruedas chillaron y las patrullas se perdieron por la Avenida C. Nos quedamos en silencio, formando una ronda en el medio de la cortada. Empezamos a reírnos, de los nervios.




Katia y Mike engancharon un taxi que andaba perdido y pidieron que los llevara a un hotel barato. Sonia, Dánica, Violet y yo corrimos a otro que apareció en sentido contrario. Yo iba con la cabeza hacia atrás, y en la luneta veía cómo se deformaban las luces de la calle al pasar. Las chicas conversaban, todavía un poco exitadas. Terminamos en una pizzería de Little Italy, llena de gente, con demasiada luz. Los acentos se mezclaban. Ellas hablaban superponiéndose, y yo me distraía con los gestos de cada una. Adelante tenía mi tercera porción de pizza, enorme, con esa película de aceite frío por encima. Era de peperoni y estaba servida en un plato de plástico rojo, gastado por el filo de los cuchillos. Miré a Sonia, y sin prestar atención a lo que decía, me quedé observando su perfil. La forma de los huesos de la cara, la piel fina, transparente, y el movimiento de sus manos en el aire. Empecé a darle besos suaves en el cuello. Las otras siguieron conversando, entre ellas, como si nada. Sonia se quedó quieta, en silencio, sin mirarme. Recosté la cabeza en su falda y ella volvió a la charla, enredando mi pelo con la punta de sus dedos. Por debajo de la mesa escuchaba el sonido hueco de las voces del salón, y sentía la vibración cálida de su cuerpo en el mío. Y así me fui yendo, hasta que me quedé dormido.






Diciembre de 2010.

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