domingo, 3 de mayo de 2009

Colchón de espuma





Desvió la vista luego del párrafo que develaba el misterio y se quedó un rato largo con el libro abierto sobre el pecho, mirándose la punta del pie en el apoyabrazos del sofacama. Hacía dos días que el viento que venía del mar trataba de arrancar los postigos del ventanal del frente. Por más que mantuvieran toda la casa cerrada, la lluvia horizontal se empeñaba en penetrarla a través de las filtraciones del techo y las rajaduras en el zócalo. Había goteras y los pisos nunca terminaban de secarse, la humedad se sentía en la piel pegajosa, la ropa pesaba en el cuerpo y había tomado el olor a encierro de la casa. Se oía un silbido constante que por momentos parecía querer decirles algo.
Un día antes de la tormenta, un “virus del calor” la había tenido a ella volando de fiebre durante toda la madrugada. Además de los vómitos y la náusea permanente, el chiste había incluido el traslado en una ambulancia destartalada hasta el hospital del pueblo más cercano, con goteo de suero para que el cuerpo se hidratara y asimilara la medicación, según había explicado el médico de guardia.
Y antes de eso, un misterioso ataque de llanto la había tirado en la cama durante otras veinticuatro otras. Entre gárgaras de tristeza y el hilo de moco aguachento que le colgaba de la nariz, había mojado toallas, sábanas y almohadas, además de agotar todas las provisiones de pañuelos de papel. No sé que me pasa, volvía a repetir, antes de ahogarse una vez más. Mientras, él rondaba la casa como un animal enjaulado, sin saber ayudarla, tratando de buscarle sentido a la situación. Se sentía impotente y egoísta. Afuera, pasando la curva del camino hacia la derecha, mientras el sol describía su arco de esplendor, la gente se agolpaba en las playas, que olían a bronceador de coco y choclos con manteca.
Ahora, de este lado del tiempo y la tormenta, ella tiraba los dados, que repiqueteaban de un modo insistente sobre la mesa de madera rústica. Sin demostrar entusiasmo y como si los supiese de antemano, anotaba los resultados en dos columnas: una con el nombre de ella y otra con el nombre de él, que había abandonado la partida un rato antes para volver al sofá y al libro. Era imposible; él no tenía suerte en los juegos de azar. Resignado, había observado cómo en manos de ella los dados arrojaban combinaciones maravillosas, sumando puntos de a miles, y a su turno apenas lograba sumar de a ciento cincuenta. Fingiendo un bostezo, la había descubierto anotándose puntos de menos para dejarlo ganar, lo que a pesar del buen gesto, no dejaba de parecerle humillante. Para no aburrirse, ella siguió tirando los dados por él. Jugaban al “Diez mil”, y al momento en que se había retirado, ella sumaba casi cinco mil puntos, y él, cero.
–Listo. Te gané. Diez mil a cuatro mil quinientos. Me voy a dormir la siesta –dijo ella sin verlo, en un tono inexpresivo, no tanto para comunicárselo a él, sino para escuchar su propia voz después de dos días de un escaso intercambio de palabras.
Distraído, él no supo si la había escuchado o lo había imaginado. Parpadeó, movió el dedo gordo y todo el pie reapareció ante sus ojos. Ese mínimo gesto le devolvió la sensación de tener cuerpo. Las pupilas se dilataron hasta percibir la sombra desnuda de ella, que la luz oscura de la tarde proyectaba sobre la puerta de la habitación.
Cuando la puerta se cerró, él se preguntó si del otro lado ella seguiría existiendo. Los postigos todavía vibraban con el viento, aunque la lluvia parecía haber pasado. Sólo se oía el sonido del mar que mordía las piedras allá abajo. Combatió el impulso de levantarse para abrir las ventanas, y sin moverse del sofá, se divirtió con la idea de que ella fuera la imagen de Justine en la novela de Bioy. ¿Sería él también una imagen proyectada de sí mismo? Últimamente se movían en distintos planos de realidad, casi sin tocarse. Más allá de la ocurrencia, tampoco estaba de ánimo: la barrera entre los dos no estaba hecha más que de silencios. Practicó para sí mismo una sonrisa falsa.
Todos los días, antes de la tormenta, los vómitos y el llanto; se habían levantado temprano para desayunar café con leche y pan casero con mermelada, mirando el mar desde la mesa de madera rústica que daba al ventanal. Habían pasado largos minutos en silencio, viendo desde arriba cómo la espuma de las olas corría sobre la arena, hasta que alguno de los dos rompía el hechizo haciendo tintinear la cuchara en el borde de la taza. Se reían, asombrados por la suerte de poder estar ahí, y después se dedicaban a comentar los proyectos para el año que acababa de empezar. Habían alquilado la casa por dos semanas; no era muy grande, aunque sí lo suficientemente cómoda. Estaba decorada con muebles de mimbre, adornos tapados de polvo y paredes de ladrillo blanqueado, de las que colgaban un par de sombreros de paja de colores indefinidos por el tiempo. Estaba alejada del pueblo y las demás casas de playa. Era un paraje sobre la costa donde el camino subía en una curva y después bajaba hacia otras playas, encadenadas unas con otras por grupos de rocas altas, donde los surfistas en trajes de neoprene examinaban la rompiente. En una de esas playas de arena clara, el casco de un barco pesquero se abandonaba al óxido del paso de los años. Dentro de la estructura carcomida los paseantes podían encontrar restos de fogatas, botellas vacías, y cajas de cigarrillos mojadas y desteñidas.

Retorció los trapos de piso, vació los recipientes con el agua de las goteras, destrabó los postigos y abrió las pesadas hojas del ventanal, empañadas de sal y humedad. Todavía era de día, caía una lluvia inofensiva y empezaba a hacer frío. Un sinfín de detalles reavivaron sus sentidos. El aire se renovó dentro de la casa; el viento mezclaba los olores del yodo, del pasto mojado y algún cangrejo muerto. Un sombrero salió volando, barranca abajo hacia la playa. Respiró por la nariz y se sintió lúcido, perceptivo. La línea del horizonte se veía más clara. El cielo era gris verdoso, la luz se filtraba a través de los nubarrones, dibujando manchas tenues de claridad sobre el agua. El mar, de un tono verde opaco, sólido, rugía como un animal enloquecido.
Cruzó el empedrado mojado para buscar el sombrero, descalzo y vestido apenas con unas bermudas gastadas. Llegó hasta la baranda de madera y ahí se quedó un momento, estudiando la pendiente. El sombrero no estaba por ningún lado. Encontró un sendero que bajaba entre los arbustos. Algo le llamó la atención, y cuidándose de no pisar un vidrio roto, bajó en zigzag hasta una playa corta; una abertura entre dos grupos de piedras grandes, verdes de musgo y algas podridas. Un gran manto de espuma compacta se extendía sobre la orilla. Nunca había visto algo así. Parecía un campo de claras batidas a nieve. Y el fervor de las olas traía espuma nueva, blanquísima, que quedaba encallada entre las piedras, en cuencos de formas orgánicas e irregulares. Juntó un poco entre las manos y se la pasó por la cara, los brazos y el pecho. Sintió cómo la piel se tensaba y el yodo le entraba por los poros. El mar se retiraba y ahí quedaba la falsa nieve efervescente, crepitando en la arena mientras se daba un breve lapso de silencio.
Trepó a una piedra afilada que entraba en el mar cortando las olas. Observó los hilos de agua que se abrían paso a través de las grietas, como lo habían hecho durante siglos de erosión. Iban avanzando a medida que subía la marea. Piedras en punta y pedazos de caracol se clavaron en los pies cuando bajó al agua. Estaba tibia y desde ese punto pudo ver que las olas eran altas, trayendo coronas blancas que se disolvían en la bruma. Guirnaldas de plantas marinas se le enroscaban en los tobillos cuando el mar bajaba para volver con más fuerza. El viento le golpeaba la cara y silbaba en los oídos, avanzó unos pasos y ya tenía el agua por la cintura. Ahora le costaba mantener el equilibrio; las olas iban rompiendo una detrás de otra, la corriente se lo llevaba hacia adentro y el fondo se empinaba. Se dio vuelta: la casa allá arriba se ocultaba detrás de unos pastos altos. A lo lejos vio un bulto que se movía en la curva de la costa. Afinó la vista; era algún tipo de animal, una especie de pantera, pony o perro gigante. El pelo negro colgaba en matas que rozaban la arena, y caminaba lento, arrastrando unas patas largas. Venía doblando la curva, en dirección a él. Cuando lo vio, el animal levantó la cabeza y se quedó quieto. Después, avanzó con un paso distinto, ligero, en alerta, con el cuello y el lomo en una misma línea.
El agua ya le llegaba hasta la mitad del pecho. Sintió miedo, aunque también algo de curiosidad. El animal frenó de golpe, a mitad de distancia entre la casa y él, y se quedó esperando con el lomo erizado y la cabeza baja, en posición de ataque. Viéndolo mejor quiso pensar que era un perro. Un perro negro, grande y peludo. ¿Era un perro? La marea bajó de golpe, trayéndolo hacia adentro. Trató de mantenerse; iba enterrándose en el fondo y los pedazos de caracol le lastimaban los pies. Usó los brazos, pero la fuerza del agua no lo dejaba volver. En el instante en que una ola se levantaba, de pronto un pie ya no tocó el fondo: perdió el equilibrio y se hundió. Bajo el agua sintió que todavía dominaba la situación y esperó que la ola pasara. Aflojó los brazos y las piernas, que flameaban como si el cuerpo fuera una bolsa de plástico a la deriva. Logró asomar la cabeza para ver que otra ola gigante estaba por aplastarlo. El golpe lo revolvió, lo hizo girar sobre sí mismo; las rodillas chocaban contra el pecho y los pies no encontraban el fondo. Tragó agua, perdió el dominio del cuerpo y cayó en un pozo de confusión. Cuando pensaba que podía liberarse, otra ola cayó con violencia, llevándolo de nuevo hacia abajo. Sintió el gusto de la sal bajando por la garganta. Perdía la paciencia y la energía. ¿El perro seguía ahí? Pensó en los dados y la mala suerte. Quizás, la actitud negativa influía en los resultados. Se acordó del viaje en ambulancia. Iba sosteniendo esa mano débil, sentado en una silla de ruedas, el único lugar disponible. Ella estaba en la camilla con la mirada perdida en el techo, viendo las máscaras de oxígeno que colgaban y se movían, amenazantes. Después, había tenido que desviar la vista cuando la aguja del suero encontró la vena. Se lamentó de no haber podido terminar La invención de Morel.
Un segundo intento. Desde el fondo oscuro vio un halo de claridad y trató de nadar hacia ahí. Asomó la cabeza y respiró profundo. Sintió asco y agotamiento. Le faltaba el aire, los brazos eran de goma y las piernas habían desaparecido. Otra ola se acercaba peligrosamente, pero esta vez la vio venir y adelantó el cuerpo para tomar impulso. Las olas llegan a la costa siguiendo un patrón definido, pensó, y empezó a contarlas. Ahora eran ondulaciones altas, pesadas, y sólo una de cada cuatro o cinco terminaba de llegar hasta la orilla. Nadó avanzando con brazadas torpes, pero decididas.
Salió del agua gateando. Las rodillas temblaban y los brazos se le vencían. El frío hacía rechinar los huesos. Se ahogó y tosió y se convulsionó vomitando toda el agua salada, que salía por la boca y la nariz. El horizonte empezó a abrirse y un tímido haz del atardecer proyectó su propia sombra, sobre la espuma que seguía acumulándose. Llegó una ráfaga de viento que agitó la falsa nieve alrededor y desprendió partes que levantaron vuelo, formando un remolino con centro en él. En ese último aliento levantó la vista y vio al perro gigante, a los saltos por la playa como un cachorro de meses, lanzando mordiscones al aire para atrapar la espuma que flotaba, y subía la barranca en dirección a la casa. El sombrero bailaba en el borde. Sonrió, mientras todo se esfumaba, y cayó con el costado de la cara sobre el colchón.

El living estaba a oscuras. Al fondo del ventanal se veían los últimos colores del horizonte. Las gotas de lluvia de la tarde todavía temblaban en los vidrios. El farol de la calle le daba a la escena un tono amarillento, proyectando sombras hacia adentro de la casa, que a su vez se teñían del azul de la noche. Y él, que estaba muy quieto desde hacía un rato, también era azul. Acurrucado en el sofacama con los brazos alrededor de las piernas, en un rincón oscuro, miraba todo ese mar, que se movía como una respiración lenta. Hubo un clic que sacudió el silencio. Llevó la vista a la puerta de la habitación, que se abrió sin hacer ruido. Apareció ella, bostezando. Desde su rincón oscuro, la vio parada bajo el marco de la puerta, con la mano sobre el picaporte, perdida en la noche a su alrededor. La adivinó hermosa, con el bretel del camisón blanco por la mitad del brazo, y el pelo de princesa hecho una maraña sobre la cara. Esa cara de dormida tan graciosa que tenía al despertar. Cuando ella se dio cuenta de que él estaba ahí, hizo una mueca tonta y levantó una mano para saludarlo. Él sonrió, y desde su lugar levantó una mano también.
–¿Qué pasó? –preguntó ella, con aire infantil. 
Él arqueó las cejas y pensó un segundo:
–Nada, ¿por?




Febrero de 2009

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