domingo, 3 de mayo de 2009

Una buena noche

En el tocadiscos, la voz de Julie London suena agridulce, juguetona. Arrastra los tonos graves, deja fluir el aire entre las palabras dichas a media voz, cambia al registro y corona los agudos con pequeños vibratos. La oigo posar los labios sobre el extremo de un cigarrillo, y exhalar el humo antes de la siguiente frase. Puedo oír, también, el soplo casi imperceptible de las partituras cuando pasan de una a otra. La imagino detrás del vidrio de un estudio revestido en madera, al otro lado de la consola de grabación. La rodea un halo de humo lento, que gira. Está sentada con la espalda recta sobre el borde de una silla alta. El pelo castaño cae sobre el costado de su cara. Sólo apoya un taco aguja, marcando el ritmo con la punta del zapato. Una mano sostiene el pie del micrófono metálico. Y en la otra, el cigarrillo se extingue sin apuro. A su lado, una mesita redonda y bien pulida, y sobre ella, dos cubos de hielo se disuelven en una medida de whisky. Canta y sonríe de costado, quizás vencida por los recuerdos de noches de champagne en balde de plata. Sus ojos tienen un brillo opaco, de resignación. Ya no se siente joven. Llega el estribillo, y Julie, desganada, dice que su corazón le pertenece a su papi.


Ignoro de qué tratan las últimas páginas de este libro. De pronto estoy cansado, disperso, envuelto en mi propia nube mental. Dejo el libro, apago las luces. Me lleva un tiempo acostumbrarme a la penumbra. El ambiente va reapareciendo, pero en negativo. Afuera, hay un resplandor que se proyecta en las cortinas. Un círculo de luz blancuzca sobre la tela. Y en el centro, difusa, una figura. Me acerco a la ventana.


Del otro lado del hueco del edificio, una mujer fuma con los brazos cruzados y los codos sobre el borde de la ventana. La reconozco, es mi vecina. En las noches de verano suele dejar las cortinas abiertas. Calculo que tendrá unos sesenta años. Miro mejor, ¿podrá verme?. Afino la vista y descubro que está desnuda. Me escondo de un salto, escandalizado. Siento que la vergüenza late en mi cara. Vuelvo a mirar. Se inclina un poco y las tetas se desparraman sobre el borde. No me vio. Son enormes. Las aureolas, grandes y rosadas, son las más grandes que haya visto. Tiene un bronceado intenso, interrumpido solamente por la marca de un corpiño. Proyecto su imagen de joven y pienso que habrá sido muy linda. Lleva el pelo teñido de rubio, con las raíces más oscuras. Vuelve a mirar hacia mi, y por las dudas me escondo. Termina el cigarrillo y veo como el punto de luz naranja se extingue dentro del pozo oscuro. Se va de la ventana y cuando la reencuadro, confirmo mi sospecha. El vello púbico asoma, descolorido y en remolinos, por debajo de los pliegues de piel de la panza. Sale de la habitación. Reaparece por la ventana del living, casi a oscuras. Reparo en sus glúteos blancos, chatos, que se mueven como gelatina. En sus piernas hinchadas creo ver algunas marcas oscuras. Desaparece. Vuelvo a la habitación y me sorprendo al ver que había alguien más. Es un hombre ancho, recto, sentado sobre la cama, de espaldas. Por la ubicación de ella no lo había visto. También está desnudo y tostado por el sol. Le queda poco pelo en la nuca colorada., y aunque sus hombros son anchos y bien definidos, en la piel arrugada de la cabeza tiene manchas marrones, de vejez. Con sus brazos fuertes, manipula algo que tiene entre las piernas. Se agita en movimiento rápidos, enérgicos. Se detiene un segundo, se queda inmóvil. Respira. Una, dos, tres veces. La mujer reaparece con un vaso de agua y en el mismo movimiento lo deja sobre la cómoda. Se mueve con la cadencia de una camarera vieja en un club nocturno. Va y viene por la habitación, corrige los pliegues de las cortinas, de las sábanas, y acomoda las almohadas. Curiosa, se acerca a él y observa los avances. Se anuda el pelo, viene hacia la ventana. Mira la nada, deja caer un suspiro. Y vuelve con él, que sigue concentrado en su entrepierna. Le acaricia la espalda con ternura, y le seca el sudor de la frente con la punta de la sábana. Mira la hora en un reloj pulsera muy chiquito, que cuelga al revés. Le secretea algo, entre risas. Los anima con palmaditas en la espalda. Lo besa en la mejilla y vuelve a salir de la habitación.


El hombre se levanta de un salto. Los glúteos flácidos y arrugados de golpe se contraen. Veo la marca de un traje de baño muy chico, tipo sunga. Llama a la mujer, que vuelve dando saltitos, como una colegiala. Cuando él se da vuelta, veo que sostiene un velador entre las piernas. De un modo ceremonial, lo devuelve a su lugar, en la mesa de luz. Mientras se toma todo el vaso de agua, ella lo abraza por detrás, apoyándole las tetas y el costado de la cara en la espalda. Entre los dos colocan el foquito, y después, la pantalla con arabescos. Apagan las luces. Siento mi respiración. Encienden el velador. Voilà. La luz rosada renueva el clima de la habitación, suavizando sus formas. Se abrazan y así se quedan un momento, acariciándose. Él salta a la cama, rebota un par de veces y acomoda las almohadas. La llama con un gesto pícaro, dando palmaditas sobre la sábana. Divertida, ella ensaya un baile sensual. Él se muerde el labio, mueve los hombros al ritmo de una música que no escucho. Ella gatea sobre la colcha y se acerca hasta que su nariz toca la de él. Así se quedan, mirándose a los ojos. Hasta que ella lo besa, delicadamente. Su corazón le pertenece a su papi, pienso. Me pregunto si debo seguir mirando, aunque no puedo dejar de hacerlo. Apagan la luz del velador. Ahora toda la casa queda a oscuras, igual que la mía. La noche se vuelve fosforescente. En el tocadiscos ahora sólo se oye el rasguido de la púa sobre el vinilo. Afuera, un auto acelera a lo lejos.




Diciembre de 2008







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