Sintió un escalofrío en los brazos y la espalda, pensó: "qué raro, estamos en enero". El cielo era de un azul traslúcido, desde el agua subía el olor del cloro. De a ratos le costaba respirar sin estornudar una o dos veces, el fresco de la mañana y ese olor intenso le hacían picar la nariz. De pronto las flores del parque se agitaban en ráfagas cortas, allá arriba los pinos describían movimientos lentos, pero pronunciados. Las sombras se acortaban a medida que el sol subía, él observaba toda la escena como en cámara rápida; creía que podía alterar el flujo del tiempo con la mente. Notó que le ardían los hombros. "Una día perfecto", dijo para sí mismo, viendo las venecitas que ondulaban allá abajo. Eran tramas que se rompían y mutaban en nuevas formas, que se expandían hasta disolverse. Esas tramas elásticas lo hacían pensar en los gráficos con los que Einstein había demostrado que el espacio también se podía curvar, y que todo, tiempo y espacio, era relativo.
Ese día los chicos de diez y once años eran casi los únicos en toda la colonia; los primeros del turno mañana en la pileta. Era olímpica, enorme, y hacia la mitad, un cartel recién pintado en letras rojas, que colgaba de una cadenita cruzada de un lado a otro, avisaba: "CUIDADO!, DESDE AQUÍ 5 METROS". ¿Serían cinco metros de verdad? Perecía mucho. Por debajo del agua sólo había llegado a ver esa bajada empinada y oscura a partir de la línea divisoria. Daba miedo, realmente. A la luz le costaba más trabajo llegar tan profundo. ¿Entonces, qué le pasaría al cuerpo? ¿Podría resistir el descenso?
Un jolgorio de silbatos, risas y chapoteos le fue llegando de a poco, como de lejos. Volvió en sí. La profesora los hacía practicar natación en cinco andariveles dispuestos a lo ancho de la parte playa. Un metro. Apenas. ¿Cómo sería no tocar el fondo con los pies? Se dividían en tres categorías: Tiburones, Delfines y Mojarritas. A esa altura del verano, ellos todavía eran mojarras. Se suponía que de un momento a otro la profesora debería otorgarles un ascenso. Como Delfines, podrían nadar en la parte más honda; y ya como Tiburones, podrían saltar del trampolín.
Qué ansiedad. Todos los días, desde el principio de las clases, había visto la escalerita de metal brillando en la otra punta. Muy alto, recién pintado de un celeste azulado, majestuoso, inalcanzable. Reflejos zigzagueantes se proyectaban por debajo de la tabla. De aquel lado el agua estaba quieta, apenas si algunas ondas terminaban de morir pasando el cartel de letras rojas. De este lado, a sus pies, los compañeros se tomaban del borde y practicaban la patada. Y a su turno, él tendría que hacer lo mismo. No podría aguantar mucho tiempo más esa rutina.
Dio una última mirada al grupo y encaró para ese lado. La losa naranja empezó a quemar y apuró el paso dando saltitos. El corazón saltaba también, y mientras avanzaba por terreno prohibido, los colores y sonidos del entorno se fueron apagando. Ya doblaba la esquina de la otra punta cuando por el costado del ojo vio que ni los chicos ni la profesora se habían dado cuenta. Como en cámara lenta, sin pensar, se agarró del tubo caliente del pasamanos y fue subiendo la escalera. Peldaño a peldaño las piernas empezaron a dudar; pero inhaló profundo, miró arriba y siguió subiendo.
Los pies tantearon la textura arenosa de la tabla, enfocó la punta del trampolín como a través de un tubo oscuro. Un gran silencio. No pensar. Un vientito le entraba en los oídos, como un secreto. Abrió los brazos. Se quedó así un segundo, respiró con fuerza y avanzó uno, dos, tres pasos largos. Dio un primer pique, y en el segundo llegó más alto dándose impulso con los brazos. Tensó el arco de los pies y mantuvo las piernas juntas. Con las manos se tocó los tobillos, formando con el cuerpo un ángulo cerrado. Una carpa vertical, perfecta. Volvió a extenderse y en línea recta se clavó en el agua, que apenas se movió.
Al principio el golpe frío le endureció el cuerpo. Mientras bajaba pudo ver que la luz del sol se hacía más débil. El fondo no llegaba más. Sintió la presión en los oídos y en el pecho; algo esperable a esa profundidad, pensó, como había visto en ese programa de televisión presentado por el buzo francés. Llegó al piso de venecitas, y al tocarlo, vio cómo se levantaba una capa de tierra finísima, que flotó, lenta como una nubecita. Largó un poco de aire, para ganar tiempo antes de que la física lo hiciera subir. Tocó el piso con la punta de la nariz. Despreocupado, feliz, el mundo ahora le resultaba ajeno. Ecos de voces sin forma y sonidos huecos le llegaban desde lejos. Giró sobre sí mismo, tratando de entender esa inmensidad azulada que lo rodeaba si límites, las líneas suaves de esa luz turquesa en degradé. El silencio. La soledad. Relajó el cuerpo hasta sentir que no era de él. Flotar sin cuerpo, a la deriva, en paz y sin recuerdos, ¿sería así la muerte? Un brillo muy cerca de la mano le llamó la atención. Acercó la cara: era una cadena rota con una medallita del mundial ´78. La estudió detenidamente antes de tocarla, se sentía un descubridor de tesoros hundidos, de esos que veía en los artículos que leía en la Muy Interesante. Ya casi no tenía aire, estaba cansado y le ardía la vista. Se impulsó para subir y fue más fácil, a través del espejo de la superficie pudo ver, onduladas, las figuras de los compañeros moviéndose en el borde. Más nítidos escuchó los gritos de la maestra, que daba silbatazos mientras metía medio cuerpo en el agua para sacarlo.
Subió al micro, se acomodó en el último asiento. La oreja latía por el tirón, roja y caliente. Los otros chicos gritaban, se reían o molestaban a las chicas. Miró por la ventanilla. A los saltos por las calles de tierra, distraído del paisaje, apuntaba mentalmente imágenes, olores y sensaciones de ese día. Miró la medallita en la mano abierta y trató de fijar la imagen. Era un juego que había inventado, como una prueba: enviarse un mensaje a sí mismo a través del tiempo, del chico que era, al adulto que sería. Como esas cápsulas lanzadas al espacio con mensajes de amistad para otros mundos. Quién sabe. Suspiró. Hacía muy poco que le habían explicado lo que era la muerte. Y cuando volvía a pensarlo, volvía también la sensación de ahogarse en el vacío de no existir más. Duraba un segundo hasta que se distraía con algo. Miró por la ventanilla. Reconoció a sus amigos jugando al tenis sobre el asfalto; el micro ya doblaba por la esquina de su casa.
Abril de 2008
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Me gusta como preparas el ambiente en cada uno de los relatos. Al lector se le hace muy facil entrar en situación!! Gustavo.
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