domingo, 3 de mayo de 2009

Homesick




Aunque ninguno de los dos supo muy bien para qué, habían quedado en encontrarse en la misma esquina de la última vez. Ya había pasado casi un año. El lugar del encuentro era en un paseo transitado y ruidoso al costado del cementerio de la Recoleta. Cuando él llegó, ella charlaba con dos amigos que había encontrado de casualidad. Al verlo no le prestó mayor atención, lo saludó como si se tratara de otro encuentro casual, sin presentarlo a los demás. Él la besó en la mejilla con fingida soltura, sin sumarse a la charla. Aunque el color natural de ella era castaño oscuro, casi negro, ahora llevaba el pelo platinado, casi blanco, de un largo que apenas le rozaba los hombros. El flequillo cortado con precisión milimétrica ocultaba sus cejas, y endurecía la expresión de sus ojos negros, pequeños y vivaces. Si bien el pelo se veía algo sucio y ella no parecía haberse arreglado especialmente para esa ocasión, el cambio no le sentaba mal. Ese color era coherente con su personalidad "eléctrica". Así y todo, pensó, la prefería morocha, peinada con una hebilla al costado, como la había conocido. La notó más delgada. Su cuerpo no abundaba en curvas; era una figura estilizada, adolescente, al estilo de un animé de belleza ambigua. Manejaba un lenguaje físico similar al de un varoncito. Estas particularidades terminaban de delinear su perfil de chica torpe, problemática, graciosa e impulsiva, lo que en verdad la hacía terriblemente sexy, incluso a pesar de ella misma.

Despidió a sus amigos, se volvió hacia él y le dedicó una sonrisa que lo desarmó. Cuando sonreía, dejaba ver sus pequeños dientes de leche, y se le hacían dos agujeritos en las mejillas. Ambos suspiraron casi a la vez y esto les causó gracia. La mirada de ella parecía vacía, triste. Él pensó que ella quizás podría llegar a oír el latido de su corazón, que daba tumbos dentro de su pecho. Se miraron un momento, parados en el medio de la vereda, sin tocarse.


-¿Vamos al lugar de siempre? -propuso ella, dando un paso rápido para tomarlo del brazo. De pronto pareció una nena ansiosa apurando al padre para salir a pasear. Y lo cierto es que su relación era un poco así. El "lugar de siempre" quedaba a una cuadra de ahí, y habían ido sólo una vez: la última vez que se vieron. Era un bar donde olía a fritanga y aunque estuviera vacío ponían la música en un volumen demasiado alto como para hablar sin gritarse. Llegaron, y también se acomodaron en el mismo sillón, el de la tarima al lado de la ventana, de espaldas a la calle. Sin pensarlo, repitieron en menú: dos brochettes de pollo y dos Coronas. La camarera tomó el pedido con una sonrisa hermética, a mitad de camino entre la indiferencia y el desprecio. Apurada, volvió a la barra con la comanda, preguntándoles a sus dos compañeras (que chusmeaban mientras doblaban servilletas) si se había perdido de algo. En el sillón, tirada de costado, ella actuaba como si no hubiera registrado el momento del encuentro, ni el hecho de que hubiera pasado tanto tiempo. Pero el "no registro" ya era algo habitual en su forma de ser. Un mecanismo de defensa, pensaba él, que siempre había tratado en vano de entender su carácter. Sin embargo, a veces lo soprendía su capacidad para acordarse detalles triviales, cuando en general se la veía orbitar lejos de las situaciones. Las miradas de los dos eran como imanes que se rechazaban. En realidad, era ella la que evitaba la mirada de él. Entonces se levantó, le preguntó a si estaba linda y fue al baño, sin esperar la respuesta. Él se había tildado, pensando una forma ocurrente de decirle que sí, que estaba linda. Ella volvió al rato, pasando por delante de la barra, componiendo una imitación aparatosa de la camarera que los había atendido, sin que la otra se diera cuenta. Era graciosa. Se sentó y empezó a hablar sin parar, con una voz chillona que se imponía a la música, pero el sentido de lo que decía y lo que expresaban sus ojos estaban a años luz de distancia. No era tristeza lo que él había visto en su mirada, era cansancio, hastío. ¿Cuánto tiempo llevaría sin dormir? Él prefirió abstraerse del soliloquio y se dedicó a mirarla. A disfrutarla. Era tan hermosa que le provocaba una especie de ansiedad en el pecho. Algo así como ganas de llorar.


Las Coronas por venir no serían ni dos ni cuatro ni seis, sino varias más. Y conforme avanzaba la noche fueron conectando, renovando la complicidad que habían tenido. Se pusieron al día con sus vidas, el trabajo de ella en la productora fue el tema casi excluyente. A su turno, él desplegó un humor de lo más ocurrente y preciso, cada nuevo remate era un golpe de risa que la hacía caer para atrás con más fuerza, agarrándose la panza, casi llorando. Se podría decir que habían vuelto a descubrirse. A gustarse. Al menos eso pensaba él. Ella volvió a hacer foco en el chico que la hacía reír, que un par de años atrás la había conquistado cantándole en plena vía pública una canción del primer disco de Miranda!. Aunque, por alguna extraña razón, quizás debido al costado inseguro de su personalidad, él nunca creía del todo cuando ella le decía cosas lindas. Un par de horas después, se besaban entre carcajadas, rodando por el sillón de cuero negro, cayéndose al piso, e ignorando a las tres camareras, que habían dejado de doblar servilletas y ahora se dedicaban a odiarlos en silencio, cruzadas de brazos. De algún modo, lo que habían tenido había sido importante para los dos. Aunque a esa altura, a él le costaba distinguir un sentimiento de un recuerdo. Y ella..., con ella era imposible saber.

-¿Y si vamos a tu casa? -dijo, alejando la cara para enfocar en los ojos de él, secándose la saliva con el reverso de la mano. Otra vez la mirada vacía, pensó él, mientras le llegaba al cerebro la información olfativa que alertaba sobre la transpiración de la axila de ella.


En el taxi, casi no hablaron. Contemplaron las calles vacías de Villa Crespo, que pasaban delante de ellos, difusas, como en una película de David Lynch. Él le tomaba la mano, pensando en lo impensado de la situación: estar volviendo a su casa con ella. Sonrió, preguntándose dónde estaría la excitación que debería sentir. Ella miró su celular: le entraba un llamado que no quiso atender. El aparato vibró una, dos, tres veces. Él fingió indiferencia. Dejando atrás el ruido y las luces, los silencios ahora se hacían demasiado largos. O eso pensaba él, quizás ella estuviera en otro planeta, como de costumbre. Ella era más de transitar los momentos, "vos siempre pensás demasiado", le decía. Tuvo un mareo leve. Llegaron. En el tiempo que había pasado sin verse, él se había mudado a un departamento más amplio y luminoso. Ni bien entraron, y sin detenerse a mirarlo, ella comentó que prefería el departamento anterior. Sacó algo de la cartera y la dejó caer al piso, buscó la puerta del baño y entró sin avisar. Él se quedó parado bajo el marco de la puerta de entrada, observando las paredes que cambiaban de color, mirando cada objeto como si fuera la primera vez. Dejó el bolso, fue a la cocina, abrió dos cervezas heladas y se dejó caer sobre el sillón del living. Tomó un sorbo y cerró los ojos. Todo el ambiente, que parecía un decorado, giró con velocidad. Ella salió del baño imitando el baile de Uma Thurman antes del jeringazo.


Ahora suena una voz profunda, suave, que canta sobre una melodía de guitarra acústica. Es un punteo cristalino que se precipita como una cascada sobre cada nueva estrofa. Desde lejos llega otra voz parecida, más delicada, que se funde en armonía con la primera. El protagonista dice que hay un chico en el espejo que le pregunta "¿qué estás haciendo aquí?". Y al principio de la estrofa siguiente: "Viajé lejos y quemé todos los puentes que crucé, tan pronto como toqué tierra". El tema que suena en el equipo de música es "Homesick", de los Kings of Convenience. La luz azulada del televisor se esparce por toda la escena, se mueve como un ser vivo lamiendo muebles, cuadros, libros, discos y revistas. Pasa sobre los cuerpos que se retuercen, y cuyas sombras se proyectan sobre la pared blanca, por encima del respaldo del sillón. Las cervezas están calientes. Ella practica el sexo oral con la dedicación de un autómata. Sin reaccionar a la mano de él que le acaricia el cuello, ni a su respiración entrecortada. Él actúa el goce pero en realidad siente dolor: le está clavando los dientes. Trata de concentrarse. De pronto, ella levanta la vista como si volviera en sí después de un coma, o una explosión la hubiera despertado de la siestaaca. Lo observa, revolea los ojos y vuelve a él.

-¡Mm!, qué lindo este tema! ¡Qué linda esa guitarrita! ¿qué es? -pregunta, con los ojos vidriosos, bien abiertos. Él no sabe qué contestar. La única idea que viene a su mente es la de su ánimo cayendo a en picada. No siente ninguna conexión entre él y ese miembro que ella tiene en sus manos. Ella retoma la acción sin esperar la respuesta, aunque con menos énfasis que antes.


Es evidente que él sí piensa demasiado. Piensa en que la chica que cree adorar le resulta desconocida, si es que alguna vez llegó a conocerla. Que ha venido hasta su casa sólo como retribución por lo amable de la velada. Por haber sido gentil con ella, por haberla hecho reír. De golpe está en medio de un deja-vu. Adelantado a lo que viene, trata de volver a ese flequillo que ondula entre sus piernas, a esas manos que lo acarician con desgano. Después de todo, no sabe si habrá próxima vez. Se concentra. Finalmente, acaba, en un espasmo largo. Ella se levanta de golpe buscando sus cosas en el piso, limpiándose la boca con el reverso de una mano, que después frota contra el jean. Todo en el arco de un solo movimiento. Parece angustiada, como si le faltara el aire. Se mueve torpe de un lado al otro, como un animal encerrado. Él todavía no logra reaccionar. Se levanta semidesnudo para ir a limpiarse al baño, y antes le pregunta si se siente bien. Ella es incapaz de sostenerle la mirada, dice que ya se le hizo tarde. De espaldas, se inclina sobre una pila de discos, mirando sin mirar. Mientras se viste, él trata de recuperarse de la idea de que parecen dos extraños. Ya sabe la respuesta, por lo tanto no es necesario hacer la pregunta: ella no va a quedarse.


Ahora miran los números en el display del ascensor. Él la sostiene de un brazo que cuelga sin vida. Ella lo ignora. Repiquetea los dedos de la otra mano sobre uno de los cuatro espejos. Está encerrada en una caja de cristal, entre miles de versiones de ella misma. Para él, el deja-vu no termina.




Noviembre de 2008

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